La Jornada Semanal, 15 de octubre del 2000 
 
 
 
 
 Manuel Becerra Acosta
in memoriam 

El reportero que cubría la campaña de Efraín González Luna en 1952 era muy joven, muy talentoso y, para hacer un contraste radical con los chayoteros de los otros diarios nacionales al servicio de la voz del amo priísta, totalmente bien intencionado y dispuesto a actuar bajo los imperativos de la justicia y de la verdad. Se llamaba Manuel Becerra Acosta y era hijo de uno de los grandes señores del Excélsior. Yo andaba entre los perorantes de la gira y pronunciaba unos discursos de plazuela (Monsiváis dixit) especialmente belicosos y un tanto absurdos en sus propuestas levantiscas. 

En la gira por Jalisco iniciamos una amistad que, con muchas intermitencias, se mantuvo firme, pues resistió sesiones dedicadas al intercambio de “verdades”, algunos trabajos en común y los mil rumores de la noche periodística de esta ciudad llena de egos expansivos y de discolerías interminables. 

Manuel se había interesado en el pensamiento y la persona de González Luna. Muchas veces, durante las veloces comidas, hablamos de la valía intelectual y moral del candidato, de sus traducciones de Joyce y Claudel, de la fuerza de su oratoria, su amistad con Maritain y su voluntad de llegar hasta el final, aceptando la derrota anunciada en aras de un proyecto de largo alcance que volvía anecdóticas unas elecciones controladas por el partido oficial y su “maquinaria facciosa”. En la contienda competía también el general Henríquez Guzmán, miembro del partido de estado en desacuerdo con el tlatoani en turno. Su disgusto provocado por el previsible fraude se aplacó con varios contratos para la construcción de obras públicas (en el camino cayeron algunos ancianos constitucionalistas que se la creyeron y fueron masacrados por “la montada” en la Alameda Central). Otro candidato fue el impresentable general Cándido Aguilar, ex carrancista por todos lados y ex secretario de Relaciones Exteriores. Se contaba que, durante su gestión al frente de nuestra diplomacia, el jefe de conserjes de la Secretaría, el señor Alfaro, tuvo una actuación magistral en materia protocolaria: una tarde, varios generalotes hacían antesala para hablar con el Sr. Secretario. Alfaro tomó sus nombres y entró al gabinete privado. Don Cándido estaba ocupado hablando por teléfono y escuchó distraído los nombres de los espadones. “Dígales que se vayan a chingar a su madre”, comunicó a su jefe de conserjes. Alfaro hizo una reverencia y salió para cumplir con fidelidad las órdenes de su jefe. Se acercó a los militares y les dijo con voz clara y ademán prudente: “El Señor Secretario se la mienta de no poder recibirlos.” 

Vicente Lombardo Toledano era el candidato del pp En aquella época no había debates, pero hubiera sido muy interesante una buena polémica entre Lombardo y don Efraín. El general disidente, don Adolfo (a la postre, un presidente original y discreto. Su punto flaco eran las fases rimbombantes: “al trabajo fecundo y creador” y “la marcha hacia el mar”) y el candidato carranclán no hubieran podido participar en el intercambio de ideas, pues muchas no tenían. 

Manuel observaba a don Efraín y publicaba sus notables reportajes. A veces se los tasajeaban, pero casi siempre escribía con la habilidad necesaria para evadir los tijeretazos. Acabó respetando al candidato y, muchas veces lo comentamos, no explicándose la presencia de los sinarquistas en una campaña del centro-derecha democrático, encabezado por un intelectual influenciado por Maritain, el pensamiento de los partidos populares europeos y la filosofía y la literatura de Francia. 

En La Barca, Manuel se enamoró frenéticamente de una bella lugareña, hija del líder local del pan. La recuerdo, delgada y nerviosa, con aires de gacela y unos ojos “dulces y oscuros como es el vino de Malvasía” (González León dixit). El romance duró poco, pero Manuel nunca se olvidó de Carolina. Hablamos de ella (mucha agua había pasado bajo nuestros puentes) una tarde en Bruselas y cada vez que nos veíamos se le avivaba el recuerdo de su amor juvenil. 

Trabajamos juntos en Excélsior (yo era un modesto columnista de Últimas Noticias bajo las amables órdenes de mi maestro y amigo, Miguel Ángel Granados Chapa) y nos salimos casi todos cuando el presidente Echeverría dio su torpe guantazo. Lo acompañé en los inicios de unomásuno y luego nuestras vidas se fueron por distintos rumbos. Yo seguía enterado de sus pasos y, de tarde en tarde, nos encontrábamos en alguna ciudad o nos íbamos a comer tacos de lengua y pescado a la sal a San Miguel Chapultepec. Yo no era un compañero completo pues nunca supe beber, pero sabía escuchar y Manuel tenía muchas cosas interesantes que decir. La última vez que nos vimos fue en Bruselas. Ahí nos dimos un sonoro abrazo ante un grupo de embajadores y cónsules alelados ante la inoportuna manifestación de amistad. 

Manuel fue uno de los mejores periodistas de nuestro país. Su género preferido –y el que más dominaba– era el del reportaje, aunque sabía también entrevistar e hizo algunas crónicas memorables. Nació muy cerca de las prensas y, por lo mismo, desarrolló un olfato periodístico notable. Sus contradicciones, debilidades y arbitrariedades formaban parte de su ánimo entusiasta y, a veces, exaltado. A pesar del estruendo que acompañó sus días, fue un amigo leal. No estoy escribiendo una hagiografía (Manuel me hubiera mentado la madre nada más por intentarlo); estoy hablando de “nada menos que todo un hombre” (Unamuno dixit) con sus luces, sus sombras, sus días claros y sus tardes de tormenta. 

Lo veo enamorado de su lopezvelardiana Carolina, escuchando a González Luna y reporteando con agilidad, buena pluma y ánimo honesto. Todos los periodistas guardamos su memoria y reconocemos su magisterio. 

Hugo Gutiérrez Vega
 
 
 
 
 
 
ANTESALA
 
    La reinvención de la ciudad lacustre (y del hilo negro). Esta frase, ya poderosa en sí misma y aislada de su contexto milenario, me ha venido persiguiendo varios años. O mejor, no la frase, que acabo de leer en estos días, sino la monumental visión de lo que termina por resumirse en estas seis palabras. Desde hará unos dos meses se me presentó la idea de escribir algo que yo pensaba un cuento –tales son las trampas que nos tiende el inconsciente, y que nos llevan a inventar constantemente el hilo negro– donde un hombre, a la mitad del camino de su adicción a la vida, o al revés, y que se precia además de no haber soñado nunca, de pronto cae en la cuenta de que no sólo ha soñado todas y cada una de las noches que a él se le representaban como un muro vacuo construido por ladrillos de tinta y pez, sino que cada uno de esos ladrillos levantaban minuciosamente una ciudad familiar y a la vez ajena; una ciudad escondida en otra, mil y una noches escondidas tras un muro. Bueno, pues ahora conozco el nombre de quien en verdad la soñó: el ingeniero Nabor Carrillo.

    Crónica mínima de dos principios. Si arrancamos desde el hombre que vislumbró restaurar a la ciudad sus antiguos lagos, entonces estamos hablando de los años tempranos de la década de los sesenta (ya en esa época se hablaba del ex lago de Texcoco). El ingeniero Nabor Carrillo se dio desde entonces a la tarea de reunir a un selecto grupo de ingenieros y científicos. El resultado fue el colosal proyecto llamado Plan Texcoco, que se terminó de elaborar en 1971. Ahora, si queremos saber el origen del hilo negro que el que esto escribe alucinó para hacer dizque un cuento, se formó en una entrevista a Teodoro González de León, publicada en este suplemento (todavía dirigido por Juanito Villoro) allá por 1997 –cree recordar el desmemoriado antesalista, quien no la pudo encontrar entre sus ejemplares encuadernados en varios tomos, precisamente porque tiene una laguna (¡!) en ese año del Señor–, donde el famoso arquitecto mencionó un proyecto que había llegado a sus manos hacía cosa de treinta años, y que él pensaba era uno de los pocos que había sobrevivido a la desaparición de todos los ejemplares. En él se argumentaba la posible restitución de cinco lagos a la Ciudad de México, empezando por el de Texcoco, que sería el depósito mayor. Debo confesar que, guardadas todas las proporciones, a mí –como a Teodoro– me produjo un verdadero deslumbramiento, acompañado de un vértigo inasible al entrever la envergadura (con y sin albur) de la obra, así como sus resultados y algunas consecuencias, principalmente de orden estético-urbanístico. Pero dejo que González de León lo diga mejor que este rupestre antesalista: “Era una nueva manera de pensar el problema que rompía con una tradición de mal manejo del agua, e incluía la solución de tres problemas capitales: evitar las inundaciones, resolver el abastecimiento de agua del valle (sin recurrir a otras cuencas), y detener el hundimiento del suelo de la ciudad. Yo imaginé que los nuevos asentamientos irregulares que en ese tiempo se desarrollaban: Nezahualcóyotl, Ciudad Azteca, etcétera, podrían ser áreas habitacionales en medio de lagos. Nació en mi imaginación una nueva ciudad posible, que recuperaba la ciudad lacustre originaria.” La imagen encuera el chino, ¿no es cierto?

    ¿Qué sucedió con el Plan Texcoco? En esa época (early setentas) se decidió la solución al problema del agua, su abastecimiento y utilización para lo que restaba del siglo. Teodoro (perdón por el tuteo pero pus ya sábanas cómo somos acá los de la Chilanga Banda, ¿no? Exxxxtremoooosssooosss); Teodoro, decía yo, tiene toda la razón al señalarnos que desde hace quinientos años los habitantes y los gobiernos del valle de Anáhuac hemos estado permanentemente a la defensiva en contra del agua, como si fuera nuestro peor enemigo y no el aliado natural de nuestro ecosistema. Así, en 1971 compitieron el Plan Texcoco y el proyecto del Drenaje Profundo. Ya sabemos cuál fue el ganador. Sin embargo, el drenaje profundo (con todo y ser una tarea monumental, como nos gusta a los mexicanos) va en sentido contrario al Plan Texcoco y nos ha colocado en un callejón sin salida, precisamente porque gracias a él encuentran salida sin retorno todas las aguas, provocando –entre otras cosas– desastres ecológicos como el del valle de Lerma. Si esta solución nos parece equivocada, sin embargo sirve para probarnos a nosotros mismos que somos capaces de llevar a buen puerto tareas a largo plazo y con características ciclópeas, piramidales. Hay que anotar que el Plan Texcoco, reducido en presupuesto y alcances, fue llevado a cabo por su original director ejecutivo, Gerardo Cruickshank García, quien ha restituido una parte importante del antiguo lago de Texcoco. Incluso, ha vuelto la migración de algunas especies de aves que ya habían desaparecido ante la desertificación de la cuenca.

    Memorias de los lagos. Por lo visto la idea no sólo me deslumbró a mí, sino que flotó en el aire y se extendió entre los urbanistas, arquitectos, ingenieros y científicos hasta llegar a la celebración del Congreso Vuelta a la ciudad lacustre, en 1998, del cual tenemos dos libros fundamentales de consulta: las Memorias… que acaban de aparecer editadas por el Instituto de Cultura de la Ciudad de México. Ya antes había aparecido un hermoso ejemplar llamado La ciudad y sus lagos, editado por Clío, donde sólo aparecen cuatro de las treinta ponencias del congreso. Le aconsejamos que usted no deje de adquirir alguno o ambos ejemplares, que resultan complementarios, y participe con información verídica y completa de una propuesta que seguramente retomará el gobernador electo de esta ciudad, Andrés Manuel López Obrador. Vaya usted pensando en su modelo favorito de trajinera o piragua, y en la maravilla de sentirse Lorenzo Rafail o María Candelaria en una de las numerosas chinampas que hay en nuestro futuro. Amén.

    CarlosGarcía-Tort