La Jornada Semanal, 1 de octubre del 2000 
 
(h)ojeadas
 
Entre el poder y el pudor
 Enrique Héctor González
 

 

Es, para acabar pronto, una vergüenza que la ocasión de haber obtenido un premio tan prestigioso como el Anagrama de Ensayo sirva para “presentar al lector español” a uno de los autores fundamentales de nuestra lengua, Carlos Monsiváis, situación que favorece suspicacias de toda índole, entre las que se podrían destacar la preminencia del eurocentrismo como criterio editorial, la ignorancia deliberada o la ceguera sin adjetivos de una nación cuyos lectores –si hacemos caso a la cuarta de forros– se han privado del placer de asomarse a la prosa de uno de los interlocutores inevitables de la cultura mexicana del último siglo. Sería más reconfortante pensar que se trata de un apunte hiperbólico antes que de un alarde de franqueza, pues no haber accedido a un texto de Monsiváis, que aparecen a todas horas y en todos lados, es tan verosímil como espigar en el espejo una imagen que no tenga que ver con nosotros: tan sospechoso como encontrarse en el más reciente libro, digamos, de Fernando Savater, la graciosa ocurrencia de que es “un honor presentarlo al público mexicano”.

Aires de familia es una obra con la marca de la casa: un acto de reflexión sobre modos colectivos de pensar o dispensar; una reunión de siete ensayos donde la precisión y el detalle pactan con la generalización y la conjetura de un modo venturoso; la radiografía de dos siglos en el envés de sus instantes más reveladores; un acopio de ocurrencias donde el humor esculpe la memoria de la mirada: el estilo –reconocible en sus sobresaltos paródicos, en la sinuosa sintaxis donde el exabrupto deviene certeza irrevocable y la enumeración es una paciente geografía de superposiciones en su sentido más plenamente fotográfico– de un autor en el que sobreviven la gracia natural y la inteligencia elocuente sin amontonamientos ni despilfarros.

Carlos Monsiváis repasa en el libro algunas de las constantes que constituyen la identidad menos de un continente o subcontinente (la América hispana) que de un contenido: los mitos, las profecías, las claves que silabean un aire sin partitura: el de la música que llevamos por dentro. No es un mural que todo lo incluya sino la inexcusable exclusión de falsos paradigmas o invenciones truculentas, verbigracia la del héroe que nos falta o el patriotismo que nos sobra. Monsiváis amanceba carencias y voluptuosidades para reconocer que la censura, a su manera, es el pudor con pedigree que sirve para explicar la voluntaria sumisión del criterio propio y, al mismo tiempo, la legitimación más despiadada de modos de ser que se pretenden representativos y sólo son formas residuales de la misma arenga de siempre: la vulgaridad mental del humor televisivo es precisamente la que nos merecemos; el estudio nos quema las pestañas y los libros nos complican la existencia; el éxito es una medalla que nos roban a la vuelta de una entrevista con la mala fe.

Entre la socarronería y la ingenuidad, entre un escepticismo construido a golpes de reflexión y una inescapable dosis de “cochina esperanza”, como la llamó Jean Anouilh, el libro es una lección impecable de ensayo, en el sentido más montaigniano del término: un texto dispuesto a pesar causas y consecuencias, a reflexionar con el lector a propósito de su realidad más inmediata, a argüir a partir de la descripción despiadada antes que del juicio de valor, a ironizar sólo cuando los términos del retruécano consienten una yuxtaposición elocuente en vez de un alarde de adjetivos (no en balde llamados modificadores desde un punto de vista gramatical) que inclinen la balanza en favor de sus argumentos antes por su peso específico que por la fuerza de un desequilibrio natural.

Y si de la forma hablamos, hay que reconocer –al margen de los premios, siempre tardíos en su caso– que es Monsiváis el polemista más rehuido así como el estilista menos evitable de cuantos hoy hablan y escriben, acerca de todo, sin haber perdido credibilidad. La casi perniciosa precisión de sus perífrasis (orales o impresas, pues el autor del Nuevo catecismo para indios remisos arremete en la misma prosa con y sin micrófono: es el único intelectual que habla como libro sin sonar engolado o aparatoso); las luminosas enumeraciones geométricas; los sobresaltos paródicos y los exabruptos por encima de toda sospecha; el uso de comparaciones paradójicas y citas implícitas, constituyen un rumor, un ronroneo en prosa presidido con frecuencia por el recurso estilístico que mejor identifica los textos de Monsiváis: la súbita metaforización de la emoción y el sentimiento a partir de su tecnologización terminológica. No se ha subrayado suficientemente que su escritura es demiúrgica, transformacional en el más impuro sentido chomskyano. Es posible que las cualidades proteicas de esta prosa –enaltecedora de las virtudes gregarias y el pulso fluvial de la sociedad civil, lo mismo que escrutadora de la sospechosa ligereza de una frase disfrazada de eslogan– hayan distraído a los lectores y a la crítica del rasgo de identidad que fija y libera sus procedimientos de estilo, y que no es sino el fuelle de un ciclo que estandariza y acaso erotiza lo abstracto en formas industrializadas del mundo concreto, vasta ingeniería del ingenio verbal.

Cuando escribe, por ejemplo, a propósito de virtudes propias “de la nobleza en el abismo” (las del Pueblo con la P mayúscula de la Pobreza Publicitaria), de curas “cuyo único mobiliario” (espiritual) “es el rencor de Dios”; cuando habla del “ocio fecundante” que generó tanta prole en las generaciones pretelevisivas y de “sollozos transformados en instituciones de la queja”, se advierte que su fidelidad a la forma continente, a la camisa de fuerza verbal que objetualiza los sentimientos para cohesionar su apariencia, es un instinto de materialización que en buena medida sustenta el humor de sus ocurrencias.

En efecto, Octavio Paz tenía razón. En la famosa polémica que protagonizaron hace más de veinte años, el poeta calificó a Monsiváis, precisamente, como “un hombre de ocurrencias, no de ideas”, ingenua inculpación que, de entrada, supone en las primeras una informalidad indigna del intelecto (¡pero cómo pierde el tiempo burlándose de idioteces pasmosas, de la sordidez mental de analfabetas infatuados por los medios!) y privilegia en las segundas su naturaleza casi sagrada de urnas del pensamiento. Por cierto que al pensador omnímodo (Monsiváis reparó, en aquella discusión, en lo que llamó “el múltiple don de generalizaciones” del futuro Premio Nobel) se le escapó –y vendría bien reconocer de vez en cuando que Paz también se equivocaba– que la ocurrencia no es una hermana menor de la idea sino su lado feliz, su perfil espontáneo, la cara oculta del pensamiento –llena de intuiciones, matices, imperfectas casualidades, irresponsabilidades risueñas, objetos con rebabas.

Los siete ensayos que Monsiváis reúne, ocurrentemente, en Aires de familia, tienen el parecido de la progenitura escondido tras la apariencia de un desliz que, en este caso, es una fidelidad a la causa. Los traslados entre el ameno examen de la cultura popular del primer ensayo y la atención dispersa a las sofisticaciones modernistas del cuarto y del sexto, son por lo menos vertiginosos. Mejor dicho, son formas opuestas de lo mismo: variantes de un idéntico proceso de mitificación que, aun a la luz de la parodia o la devoción con que la sociedad las ilumina, devienen un único cuerpo de creencias. A nadie sorprende que Monsiváis se regocije con la manera como se inventa la cultura popular desde todas las tribunas, la mediatización que usurpa en la emoción colectiva maquillajes insospechados, sigilosas o burdas edulcoraciones. Sin embargo, su lectura del modernismo como punto de partida del amor urbano y de las batallas en el desierto de la lectura declamatoria (esa multitudinaria desolación), constituye sin duda una mirada atenta al desvanecimiento del lugar común que hace de Gutiérrez Nájera o de Herrera y Reissig, por mencionar a dos modernistas distantes y no obstante afines, irredentos afrancesados seducidos por versiones vernáculas de su Versalles personal. Leídos con cuidado, el ingenio verbal y la imaginativa recreación del mundo que alienta en la obra de estos dos poetas, configuran, más bien, caracterizaciones autóctonas, intransferibles, de la lengua común.

Con idéntica justicia, Aires de familia evita el bolivarismo sentimental que pretende hacer del modernismo un movimiento momificador de la individualidad inevitable, en favor de la máscara de la unidad continental. Monsiváis cita pertinentemente a Borges para dudar con él del veredicto uniformador de culturas tan diversas, digamos, como la argentina y la cubana; distingue en Mariátegui al marxista heterodoxo que no avala la cómoda existencia de un “pensamiento hispanoamericano”, y aun llama a cuentas con cierta sorna a Retamar y su calibanesca lectura de la América hispana como una doncella inerme a la penetración cultural y económica de los Estados Unidos. Pero todo con el fin de insistir en coincidencias innegables en relación con el pasado y el futuro, con respecto a la lengua y la manera de asumir la fe a un torso desnudo o a un padrón electoral, pues sin duda es más audaz percibirse a veces como extraterrestre irrepetible que como clown clonado por el poder que proscribe lo que el pudor susurra por lo bajo.

El temor siempre infundado al sentido del humor ha hecho de Monsiváis uno de los grandes solitarios de la literatura actual, y acaso el único pensador de izquierda cuyo zappatismo puede admitir sin solemnidades la impronta de la doble pe de Frank Zappa. El excesivo prologuismo en que se ha diseminado su escritura es una tentación centrífuga a la que ya le está haciendo falta un coto a la dispersión, un orden que nos devuelva, para decirlo con la oscura metáfora de Lezama Lima, su “cantidad hechizada”. Los reconocimientos, por cierto, empiezan a multiplicarse, pero lo de menos son estos homenajes, que corren el riesgo de volverse autoparódicos cuando ya son innecesarios. Aires de familia concluye, justamente, con otra figura lezamiana que retrata de cuerpo entero la numerosa inquietud intelectual, la duda al filo de la ocurrencia, el barthesiano placer de un texto escrito por Monsiváis: “El gozo del ciempiés es la encrucijada”, así como el de sus lectores es la confluencia del humor y la reflexión en una sola prosa imprescindible •



 
NOVELA
Prefiero la coca clásica
Cristo Jesús Pérez Sosa
 

Hacemos clic. El protector de pantalla que representa un simpático charrito orinando se desvanece. Abrimos la primera ventana: la historia se nos presenta, la leemos. De pronto, una nueva ventana se abre por sí sola y encontramos otra historia; nos invita, la seguimos. La novela es ahora una serpiente de dos cabezas. Pero no conforme con eso una ventana más se despliega por la pantalla, asoma otra cabeza de la serpiente y después otra, la novela que pretendíamos leer al principio se ha multiplicado (además de las cabezas narrativas, también el veneno). ¿Cómo hace Carlos Chimal para sostener una novela de estas características, múltiple y delirante? ¿Qué parentesco o afinidad tienen los personajes de cada una de las historias? ¿Cuál es el eje narrativo, es decir, el cuerpo de la serpiente?

Lengua de pájaros es rica en voces narrativas, cada historia contiene una o más, así que cerramos una ventana para caer en la que dejamos pendiente, y regresar a ella más adelante; sin embargo, la impresión que tenemos es de que en ningún momento hemos abandonado la lectura. El mérito del autor es mantener las historias estrechamente ligadas, pero al mismo tiempo cada una es independiente de la otra. Veamos por qué. El vínculo es, en definitiva, el uso del lenguaje: fresco, desenfadado, sin academicismos innecesarios. Otro vínculo importante es el ambiente de los personajes, siempre acechante, hostil. La diferencia está dada por los espacios de cada una de las historias: un teniente ha perdido el androide que le ayudaba a combatir a los rebeldes, está en coma y tiene la suerte de ser cuidado celosamente por Lena y Loba en el hospital de una ciudad de Europa del Este (Europa Occidental es Zooropa en la novela). Mapache es un adolescente que disfruta sus vacaciones de verano con su abuela Flamenca, una anciana boticaria diabética, en el norte de México. Mapache interpreta el mundo y accede a él gracias a su computadora. El protagonista de otra cabeza de serpiente no tiene nombre, ni le hace falta: es un individuo cualquiera que vive en la privada del Buen Tono, Ciudad de México, preparando alimentos en la cocina de un hospital. Su única compañera es su pc de nombre Pandora. A partir de estos diversos ambientes, las historias, a su vez, se subdividen.

El autor no se compromete con ninguno de sus personajes, los deja ser. Como tampoco se limita a un solo narrador, su escritura es un constante transitar, puede hablar de “los choros que me encueraban el chino”, tanto como decir “tu nombre es como una flor que atrae a las abejas sufrientes y fieles”. Una particularidad que afecta a todos los personajes es la escasez de chocolate. El chocolate como un detonador y estimulante de la energía humana no está tan a la mano en los diversos ambientes de la novela, y es difícil para ellos realizar sus pasiones si no es mediante piedras alucinógenas, cremas revitalizantes, videófonos y otros artefactos modernos.

Chimal intenta elaborar una novela cosmopolita donde tengan lugar todas las lenguas, las religiones y los vicios; tal vez por eso narra en una forma tan promiscua, llena de información, abigarrada. En Lengua de pájaros observamos la guerra, la rebelión, la corrupción, la estupidez. El autor hace una proyección futurista, más en las atmósferas que en el interior de los personajes, los cuales son huraños y solitarios, llenos de desenfado por la vida.

Si el lenguaje es la propuesta de un universo, en el caso de Chimal hablamos de un lenguaje propio de los jóvenes, informal, abierto, y nos referimos no sólo a la forma de nombrar las cosas, sino qué cosas tienen importancia para la narración, qué es lo relevante y qué lo superfluo. Aquí son los jóvenes quienes hablan.

Calvino dice que una de las cualidades de la literatura, que la harán permanecer durante mucho tiempo (él dice que durante el próximo milenio), es la multiplicidad, la capacidad de desdoblarse, de abrirse y abrir una cantidad interminable de puertas, en este caso ventanas, y Chimal lo hace muy bien en su novela Lengua de pájaros.

Cerramos una, luego otra ventana, hacemos clic antes de que vuelva a aparecer el charrito empinándose una Coca Cola•

 

 


ENSAYO
De la luna al teatro
Alejandro Sandoval
 

Existe una creencia popular según la cual sólo los locos pueden ver plenamente las ánimas en pena, y las personas medianamente cuerdas sólo podemos verlas de sesgo. Es decir que para nosotros existen y a la vez no existen. Del mismo modo, Carmen Leñero señala una semejanza entre el teatro de Luigi Pirandello y la realidad: siempre habrá algo que no nos es del todo aprehensible.

Aunque el libro, en realidad, aborda una sola pieza de este autor (Enrique IV) y sólo hace breves menciones a otras, en especial a la muy celebrada Seis personajes en busca de autor, el trabajo de Carmen nos propone un acercamiento a la dramaturgia pirandelliana que tiene indudable sustento en otras obras.

La autora comienza este acercamiento con cierta timidez. En las primeras partes del libro son frecuentes las tesis que se aventuran precedidas por un “tal vez”, “pareciera” o “quizá”. Esto no se debe a la falta de sustento teórico, sino a una muy hábil manera de ir inquietando, involucrando al lector. Así, la afirmación de las ideas que Carmen va planteando es responsabilidad exclusiva de quien lee y con ello se propicia un apropiamiento del texto. No es casual, desde luego, que este método tenga similitudes con algunas técnicas teatrales: la autora exalta y poetiza su fascinación por el teatro. Escribe, por ejemplo: “Así pues, en un primer intento por describir la imagen teatral podría decirse: imagen única pero plural, intensamente experimentable desde el exterior y quizá también tristemente sobrexpuesta, como un muerto en su estatua mortuoria.”

Pero la indagación de Carmen continúa desmontando paso a paso los vasos comunicantes que se establecen en el fenómeno teatral. Y lo hace, con pleno conocimiento de causa, a la inversa de como suele concebirse una representación: espectador-actor-director-dramaturgo, en donde el primero y el último elementos pueden jugar con cierta independencia de los otros dos, ya que el primero “interpretará cada imagen a su muy particular entender”, y el último “sujetará a la lógica de una trama las apariciones irracionales del sueño o la pesadilla”, en tanto que el actor “dislocará los signos fijos del parlamento” y el director “habrá de transgredir la naturaleza transtemporal y multiespacial de la obra literaria”.

A lo largo del libro encontramos algunos fragmentos que son, sobre todo, especulaciones personales sobre experiencias que produjeron, en la autora, emociones hasta ese momento desconocidas para ella o reelaboraciones de mitos antiguos que sirven de apoyo a su personal forma de abordar el teatro de Pirandello. Tal es el caso de los capítulos “Pestaña vibrátil” y “Perseo y Medusa”. No están puestos al azar. Buscan transmitir al lector la comunicación que Carmen ha entablado con el autor italiano.

Como es suponerse, la locura es el gran tema recurrente. Del libro de Carmen y del teatro pirandelliano. O a la inversa. Lo cierto es que a lo largo del texto encontramos varias interpretaciones que, si bien son conclusiones a las cuales se llegó al realizar el estudio particular de Enrique IV, pueden asumirse como generalidades que permiten un mejor entendimiento de la poética de dicho teatro.

Pensamos, por ejemplo, en Como tú me deseas o La vida que te di, por citar sólo dos de las menos conocidas, obras escritas a la luz de la desarticulación social de la posguerra y la disgregación familiar de la modernidad en Italia. A ellas son perfectamente aplicables conclusiones como las siguientes: “El teatro interior de Pirandello funciona como un espacio de espejos encontrados donde el hombre está preso a perpetuidad, un espacio circular angustiosamente ilimitado”; o “Cuando cada personaje de Pirandello ‘recobra’ la lucidez –y se vuelve capaz ya no sólo de ver sino de tocar los objetos que le rodean– el auténtico demente que habita en él decide seguir llevando la vida de un espectro”; o esta otra: “Es en sus términos temporales que los signos se vuelven seña de lo que no está ahí, es decir, huella de una presencia que ya no puede ser vista.”

Ojalá que La luna en el pozo sea un libro que estudien y relean los que están involucrados en la vida teatral de nuestro país. Esfuerzos intelectuales como este que ha realizado Carmen Leñero, merecen ese destino.

La parte final del libro constituye una pieza teatral que no está destinada, según dice la propia autora, a ser representada. Es más bien una aproximación a la locura tomando como punto de partida una hipotético diálogo entre Luigi Pirandello y Antonin Artaud. Como el resto del libro, este texto es rico en afirmaciones inquietantes y redondea la intervención del espectador al dar oportunidad a quien lee para que pueda aportar su propio parlamento.

Lo que permea en esta pieza dramática es que las posturas de ambos creadores son diametralmente opuestas. Uno, dramaturgo que quiso ponerle coto a la locura a partir de la razón creativa. El otro, creador que se dejó llevar hasta quién sabe qué límites de la demencia. Alguien ha dicho que, para la posteridad, la actitud de Pirandello triunfa sobre la de Artaud. Sin embargo, Pirandello le da el triunfo a la demencia en cada una de sus obras. Reconoce, de hecho, que toda lucha racional para contener la locura es, en sí, una demencia •

 


POESÍA
El viejo y el mal
Rodolfo Alonso
 

Pocas grandes figuras hay en la literatura anglosajona de este siglo que, como la de Ezra Loomis Pound (nacido en un villorrio del Middle West norteamericano en 1885), hayan alcanzado tanta significación. Afincado en Europa desde 1908, no sólo tuvo un papel descollante en movimientos tan fecundos como el imaginismo y en publicaciones tan legendarias como la revista Poetry, de Harriet Monroe, sino que a él se debe prácticamente la aparición en 1922, fecha clave si las hay, de los dos libros que marcaron un cambio radical en la concepción de la novela y de la poesía: el Ulises de James Joyce y La tierra baldía de T.S. Eliot. Este último le fue, como se sabe, dedicado con la precisa calificación de íl miglior fabbro.

Sus versiones de los grandes poetas provenzales, chinos, egipcios, griegos y romanos revolucionaron a la vez la poesía anglosajona y el concepto mismo de la traducción, ya que no se atenían en absoluto a los anteriores criterios académicos sino a su muy personal idea de hacerlos resurgir como poesía viva en la propia contemporaneidad, lo cual se iba a convertir asimismo en la vertiente acaso dominante de su obra, reunida sobre todo en sus multifacéticos y ambiciosos Cantos.

Y, por si esto fuera poco, probablemente a partir de su humanísima visión del injusto poderío que iban adquiriendo ya entonces los poderes financieros, magistralmente retratado en el “Canto XLV”, con cuyo bellísimo y conmovedor texto es imposible –al menos para mí– no coincidir de todo corazón (“con usura la línea se hace tosca/con usura no hay límites claros/ y nadie encuentra sitio para su morada”), Pound, que al parecer había llegado a una visión peculiarmente favorable con respecto a las ideas fascistas, insiste en emitir desde la Radio Roma de Mussolini, entre 1941 y 1943 (cuando su propio país estaba directamente involucrado en la segunda guerra mundial para acabar con la siniestra pesadilla nazi), una serie de alocuciones radiofónicas (reproducidas en 1976 por la editorial catalana El Laberinto) donde resulta dolorosamente inadmisible que, de aquellas atinadas y hasta bienintencionadas precisiones económicas, se llegue a irracionales arengas racistas y reaccionarias, tan letales que no me animo a citarlas.

De todos modos, no es casual que el mismo Pound mencione allí varias veces a Céline, en cierta medida un caso similar al suyo, que se agrega así a una lista resonante, donde se incluyen, entre otros, desde Leni Riefenstahl hasta Heidegger, y que siempre nos hará angustiarnos ante las relaciones entre belleza y moral. Claro que fue su condición de gran poeta, y de gran poeta capaz de elaborar un hondo y agudo pensamiento crítico, en tantos sentidos iluminador, lo que volvió trágicas las previsibles consecuencias de su estentórea actitud política. Arrestado por los aliados después de la liberación, fue internado en un campo de prisioneros cerca de Pisa, al parecer en inicuas condiciones, que su prestigio e inclusive la dignidad que reflejó siempre su rostro hicieron particularmente penosas. Repatriado, fue juzgado por alta traición y sólo se salvó de la pena capital merced a una pericia psiquiátrica que, al declararlo privado de razón, permitió recluirlo en un manicomio criminal cerca de Washington, donde pese a todo tuvo oportunidad de continuar escribiendo, como lo había hecho siempre mientras estuvo preso. En 1949, no sin escándalo, un jurado relevante le concede el Premio Bollingen. Y en 1958, Ezra Pound es finalmente liberado y vuelve
a su amada Italia, donde iba a morir –en Venecia– en 1972.

En el pequeño libro de Pound que hoy nos ocupa, la versión de Javier Calvo –por lo general correcta aunque no demasiado brillante (¿cómo no recordar aquella lograda antología que en 1963 concretó el argentino Carlos Viola Soto?)– nos devuelve precisamente a uno de los puntos centrales de esta poética: la posibilidad misma de una traducción. Que, como suele ocurrir por lo general con lenguas no romances, al optar por el sentido sin poder apropiarse del sonido, no ha dejado de continuar acarreando algunas nefastas consecuencias sobre ciertas poéticas contemporáneas aparentemente dominantes, que empobrecen sin duda a una presencia como ésta. Y con respecto a la cual, en cambio, si no bastan sus razones y sus originales, sería suficiente citar a su viejo amigo Eliot:

La originalidad de Pound consiste en haber insistido en que la poesía es una arte, un arte que exige la aplicación y el estudio más arduos; y en haber observado que en nuestra época debe ser un arte consciente en el máximo grado.

Que es lo que hubiéramos querido demostrar •

* De próxima aparición en México

 


AUTOBIOGRAFÍA
Hank ataca de nuevo
Guillermo Vega Zaragoza
 

Para algunos, como el también fallecido Ricardo Garibay, era un “escritorzuelo con lenguaje de mingitorio y alma fornicaria”, además de “borracho, y drogo, que apestaba más que un cerdo”. Pero para muchos fue uno de los grandes escritores norteamericanos de la segunda mitad del siglo xx. Lo cierto es que no se puede permanecer impasible ante su obra, que suma más de treinta libros, entre poesía, novela, cuentos, un guión de cine y varios volúmenes de correspondencia.

Charles Bukowski falleció en 1994, a los setenta y cuatro años, y desde su muerte han aparecido dos nuevos tomos de su correspondencia: Living on Luck (1995) y Reach for the Sun (1999); un libro de poesía inédita Bone Palace Ballet (1997) y otro más con poemas y relatos titulado Betting on the Muse (1996). Ninguno de estos libros ha sido traducido aún al español.

En todo este tiempo, la catalana Anagrama (que tiene los derechos de exclusividad para los países de habla hispana) apenas ha publicado dos libros más. El primero, Shakespeare nunca lo hizo (1999), apareció originalmente hace veinte años y es la crónica del viaje que el gran Buk hizo a Europa, invitado por sus editores, sobre todo a Alemania, su tierra natal, donde se había convertido en un fenómeno de ventas. El libro contiene una buena cantidad de fotos del terrible Hank y su esposa Linda en su travesía, además de un epílogo con poemas escritos en esas fechas.

El otro libro publicado por Anagrama acaba de aparecer apenas este año, con gran despliegue publicitario por parte de la editorial (quizá es la primera vez que hacen algo así con un libro de Bukowski), y tiene el sugerente título de El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco, una metáfora que refleja muy bien el estado en que se encuentra el mundo desde hace un buen tiempo.

Este libro, contrariamente a los que ya se mencionaron, sí constituye una verdadera novedad en el conjunto de la obra de Bukowski, pues se trata de la primera ocasión en que el autor de novelas como Factotum y La senda del perdedor llevó un diario donde plasmó la cotidianidad de sus últimos días, en un periodo que abarca desde el 28 de agosto de 1991 hasta el 27 de febrero de 1993, pocos meses antes de morir. Además, el volumen fue ilustrado por otro símbolo de la contracultura norteamericana: Robert Crumb, quien adereza y contrapuntea con sus ilustraciones las postreras andanzas de Hank.

¿Por qué Bukowski nunca antes llevó un diario? Él mismo lo describe así: “La gente que apunta cosas en libretas y anota sus pensamientos me parece gilipollas. Yo sólo estoy haciendo esto porque alguien sugirió que lo hiciera, así que ya véis: ni siquiera soy un gilipollas original.” En efecto. No tuvo necesidad de hacerlo porque su visión de la vida, sus aventuras, angustias y episodios cotidianos se encuentran plasmados, en cantidad pasmosa, en sus poemas, relatos y novelas. Su obra está hecha de autobiografía.

Si hay un escritor en cuyos libros la línea que divide la realidad de la ficción es muy borrosa, es precisamente él. Su alter ego, Henry Chinaski, es el protagonista de la mayoría de sus relatos, que entregan una visión desmitificadora del sueño americano, al que se resistió escribiendo, hasta el último momento, con una botella en la mano.

Pero este diario es también único por otras razones. Si bien Bukowski ya no lo escribió desde la pobreza y la marginalidad, pues había alcanzado reconocimiento, vivía cómodamente en compañía de su segunda esposa y sus nueve gatos, y escribía en una computadora Macintosh, se seguía resistiendo a darse por vencido y hacer concesiones en su vida y su escritura, que para él eran lo mismo: “Un escritor no se debe más que a su escritura. No le debe nada al lector excepto la disponibilidad de la página impresa. El mejor lector y el mejor humano son los que me recompensan con su ausencia.”

Cruzan las páginas de este diario pensamientos cotidianos (“debería cortarme las uñas de los pies”), reflexiones sobre el quehacer literario (“cuando escribo vuelo, enciendo fuegos. Cuando escribo saco a la muerte de mi bolsillo izquierdo, la lanzo contra la pared y la agarro cuando rebota”), sobre la muerte (“no hay que lamentarse por la muerte, como no hay que lamentarse por una flor que crece. Lo terrible no es la muerte, sino las vidas que la gente vive o no vive hasta su muerte”), sobre los escritores a los que los mantienen sus madres y los supuestos admiradores que lo importunan frecuentemente para tratar de constatar que sigue siendo el legendario escritor pendenciero, borracho y fornicador. Pero también se pueden encontrar anécdotas y episodios que cuenta con el mismo estilo descarnado y sin concesiones que caracteriza su obra narrativa, y que bien podrían ser incluso relatos independientes por derecho propio, como cuando asistió a un concierto de rock o cuando está a punto de aceptar que una gran cadena de televisión haga una serie cómica con un personaje basado en él.

Sin duda, el tema recurrente, obsesivo, de Bukowski en este diario, es el hipódromo. “Probablemente tenga alguna enfermedad. Saroyan perdió el culo en el hipódromo, Fante con el póquer, Dostoievski con la ruleta. Y realmente no es cuestión de dinero, a menos que se te acabe.” De la misma forma en que durante quince años trabajó en el servicio postal y en las noches escribía desaforadamente, acompañado siempre de una botella y de la música clásica proveniente de un radio desvencijado, en estos últimos días, casi religiosamente, se levantaba temprano para ir a apostar a los caballos, siempre en busca de un sistema que le permitiera pronosticar cuándo iban a ganar los que no eran considerados como favoritos. Cuando ganaban los favoritos se enojaba y cuando estaba cerrado el hipódromo se angustiaba. Esto es totalmente congruente con lo que él siempre sostuvo durante su vida. Su simpatía estaba con los lisiados, los torturados, los condenados y los perdidos, “no por compasión, sino por camaradería, porque yo soy uno de ellos”.

Pero para Bukowski el hipódromo también es algo más: “Siempre puedo escribir sobre el hipódromo, ese gran agujero vacío de la nada. Voy allí a sacrificarme, a mutilar las horas, a asesinarlas. Hay que matar las horas. Mientras esperas. Las horas perfectas son las que paso delante de esta máquina. Pero hay que tener horas imperfectas para tener horas perfectas. Tienes que matar diez horas para hacer que otras dos horas vivan. De lo que tienes que tener cuidado es de no matar todas las horas, todos los años.”

El archivo de Bukowski sigue llenando las arcas de su viuda y de su editor, John Martin, al ofrecer novedades como este singular diario a los miles de lectores que dejó en la orfandad el llamado “último escritor maldito de la literatura norteamericana”. La editorial Black Sparrow, que Martin creó en los años sesenta con el único objetivo de publicar a Bukowski, posee aún otros manuscritos, que promete entregar en el curso de los próximos años, así que tendremos Buk para rato •

 


FICHERO
Los libros que llegan a nuestra redacción

Ensayo (literario)

• Lectura y catarsis. Tres papeles sobre George Steiner seguidos de un ensayo bibliográfico y una heremografía del autor, Adolfo Castañón, Ediciones Sin Nombre/Ediciones Casa Juan Pablos, México, 2000, 78 pp.

Ensayo (sociológico)

• Feminismo en México, ayer y hoy, Eli Bartra, Anna M. Fernández Poncela y Ana Lau, prólogo de Angeles Mastretta, Col. Molinos de viento 130. Serie mayor. Ensayo, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2000, 94 pp.

• Mujeres, revolución y cambio cultural, Anna M. Fernández Poncela, Col. Biblioteca A. Sociedad 37, Editorial Anthropos/Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, México, 2000, 92 pp.

Fotografía

• Las hermanas Greenwood en México, Jaime Oles, Círculo de Arte/Conaculta, México, 2000, 64 pp.

Geografía

• México hoy, Instituto Nacional de Estadística y Geografía Informática, Aguascalientes, México, 2000, 254 pp.

Historia

• Cinco miradas a la historia de México, David A. Brading, John Elliott, Brian Hamnett, et al., Col. Sello Bermejo, Conaculta/inah, México, 2000, 162 pp.

• La independencia de México, Jorge Traslosheros, Linderos Ediciones, México, 2000, 63 pp.

Narrativa

• Sirena Selena vestida de pena‚ Mayra Santos-Febres, Col. Literatura Mondadori 113, Editorial Mondadori, Barcelona, España, 2000, 266 pp.

• Un cine para un imperio, Paco Ignacio Taibo I, Col. Lecturas mexicanas, Conaculta, México, 2000, 198 pp.

Poesía

• Del inútil combate (Sitios), Juan Jorge Ayala, Editorial Ducere, México,
2000, 36 pp.

• Negro marfil, Myriam Moscona, El pez en el agua/Universidad Autónoma Metropolitana/Oak Editorial, México, 2000, 88 pp.

• una, Antología, Claudio Rodríguez, selección y prólogo de Susana Rivera, Conaculta, México, 2000, 100 pp.

• Tercer mundo, Mayra Santos-Febres, Col. Tristán, Lecoq, Trilce Ediciones, México, 2000, 90 pp.

Revistas

• Casa del tiempo, número 20, vol. II, época III, textos de Carlos Montemayor, Elisabeth Siefer, Lilia Granuillo Vázquez, Manuel Larrosa, entre otros, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 84 pp.

• Escritos, núm. 21, enero-junio 2000, textos de Ana María Morales, José Miguel Sardiñas, Rocío Olivares, Sandra Gasparini, entre otros, Universidad Autónoma de Puebla, México, 361 pp.

• IPN, núm. 33, septiembre-octubre 2000, Vol. II, Nueva época, año 6, textos de Marco Antonio Campos, Jorge Juanes, Martín Bonfil, César Benítez, entre otros, Instituto Politécnico Nacional, México, 80 pp.

• Graffiti, núm. 1, agosto-septiembre 2000, nueva época, textos de Ignacio Ruiz, Darío Carrillo, Gina Sotelo, entre otros, Editorial Graffiti, México, 56 pp.

• Liberaddictus, núm. 42, septiembre 2000, año VI, Paul Lara G., Fanny Feldman, Mirtha Campillo, Sara Andonie, entre otros, PNUFID/Organización Panamericana de la Salud/OMS, México, 36 pp.

• Reencuentro, núm. 26, diciembre 1999, serie cuadernos, textos de Patricia Ehrlich, Juan Carlos Yepes Ocampo, Guadalupe Ibarra Rosales, entre otros, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 65 pp.

• Tropo a la uña, núm. 14, septiembre-octubre, año III, textos de Lauro Zavala, Lydia Cacho, Mabel Rabellino, Elsa Cross, entre otros, Asociación de Escritores de Quintana Roo, México, 60 pp.

• Vagón literario, núm. 0, invierno 2000, textos de Francisco Hinojosa, Alba Nora Martínez, Liora Stavchansky Slomianski, entre otros, Grupo Editorial Santillana, México, 32 pp.