La Jornada Semanal, 10 de septiembre del 2000  
Amparo Gaos
Vir bonus dicendi vertendique peritus *

Amparo Gaos, eminente latinista y maestra de la UNAM, recuerda en este ensayo sus trabajos en colaboración con Rubén Bonifaz Nuño, poeta mayor, traductor de griegos, latinos y seres y palabras del México antiguo. La Antología de la poesía latina y la Farsalia son los productos principales de esa colaboración. La maestra Gaos se refiere a la Òcoherente y sólida teoría de la traducciónÓ incluida en el prólogo a las Geórgicas. En ella late la preocupación por abrir a los estudiantes el acceso a las grandes obras del mundo clásico. El alumno de la maestra Gaos se ha convertido en su maestro y en el maestro, bromista y alegre, sabio y riguroso, de todos los que amamos a los clásicos.

En 1954, cuando estaba por concluir la maestría en Letras Clásicas, mi maestro de latín, Amancio Bolaño, me pidió que durante su año sabático lo sustituyera en el curso de esa lengua que impartía en la Facultad de Filosofía y Letras. Acepté, agradecida y encantada por haber recibido esa distinción, pero asustadísima por el reto que para mí implicaba desempeñarme decorosamente, pues me daba plena cuenta de que, dada mi casi nula experiencia docente, en cierta medida era, como dice un viejo refrán castizo, Òla maestra ciruela, que no sabía leer y puso escuelaÓ.

    No me percataba entonces de que existía otro motivo por el cual en adelante habría de sentirme especialmente agraciada: uno de los alumnos de ese curso era Rubén Bonifaz, quien, para mi asombro y deleite, cada día me entregaba, puntualmente corregida conforme a lo que explicaba yo en cada ocasión, una versión métrica del pasaje entonces visto, del primer canto de la Eneida, el texto que, de acuerdo con lo señalado por mi maestro, se estudiaba en esa clase.

    Al terminar el curso me propuso que, como peritos, él, poeta ya varias veces laureado, en métrica; yo, en latín, elaboráramos una Antología de la poesía latina.1 Nos dimos a la tarea, dividiéndonos por tácito acuerdo los restantes quehaceres: las notas corrieron por mi cuenta; la introducción fue toda obra suya. Durante cerca de tres años, como dije en alguna ocasión, tradujimos kilómetros de versos: olímpicamente desechamos buen número de ellos; publicamos por fin los que nos parecieron mejor logrados. Muchísimo fue lo que aprendí entonces gracias a la tarea misma, pero sobre todo gracias a haber trabajado a una con Rubén Bonifaz, a haber podido observar cómo una inteligencia poderosa como pocas, aplicaba sus facultades no sólo a entender cabalmente a los seres de otros tiempos que nos hablan en esos versos, a dilucidar sus móviles y sus valores, sino a transmitirlos luego sin incurrir en falseamiento alguno.

    Aquellas largas y placenteras horas de traducir conjuntamente, de divertida competencia por el más pronto o más hondo entendimiento del texto, dieron nacimiento a una amistad de la cual no he cesado de enorgullecerme.

    A partir de entonces he seguido teniendo el privilegio de colaborar con Rubén Bonifaz, aunque esporádicamente, cuando a petición suya ha revisado el borrador de alguna de sus traducciones; desde hace algo más de un año, en una versión conjunta de la Farsalia. Bien dicen que el mal de unos es el bien de otros: si la primera colaboración tuvo su origen en la inseguridad de sus latines, el motivo de esta última ha sido la inseguridad de sus ojos, de no ser por la cual, en mucho mayor medida que en las ocasiones anteriores, para nada hubiera necesitado ahora de mi apoyo.

    Leyendo las páginas introductorias que compuso para aquella Antología, es fácil percibir que respecto a la traducción tenía ya entonces ideas perfectamente definidas, a las cuales ha permanecido fiel durante su fecunda labor en este campo, consagrada, con la excepción de La guerra gálica, a la poesía de los griegos y los latinos, cuya Òluminosa, rotunda unidadÓ de pensamiento siempre lo ha cautivado. Así, esas ideas acerca de para quién, por qué y cómo traducir, constituyen una coherente y sólida teoría de la traducción. En su introducción a las Geórgicas, especifica claramente para quiénes traduce:
 

    Desea, pues, que los grandes poemas de los escritores grecolatinos sean accesibles, de uno u otro modo, a los profesionales de las lenguas clásicas, a quienes apenas inician sus estudios de ellas y a quienes las desconocen por completo, y lo desea tanto porque el acercamiento a esos poemas ha sido para él fuente de conocimientos y de solaz de tal manera definitivo, que le infunde la necesidad de ponerla al alcance de otros, como porque en ellos ha encontrado Òuna serie de enseñanzas de índole diversaÓ.

    En efecto, nos dice, de esas obras obtenemos un doble beneficio: por una parte, brindan Òdiversas y válidas lecciones de sapiencia, de energía, de humanidad, de hombría, de constancia, disciplina y valorÓ constituyendo así la vía de acceso a valores permanentes; por la otra, nos llevan a adquirir dominio de nuestra propia lengua, pues Òel estudio de la gramática latina [É] viene a ser, si se hace debidamente, un medio eficaz para apoderarse de las normas básicas de la gramática de la lengua que hablamosÓ. La verdadera trascendencia de este dominio ­afirma­ radica en que, así, nuestra lengua se nos convertirá en arma de libertad y de soberanía, pues la unidad y la grandeza de nuestra nación, como en otro tiempo la de Roma, están fundadas, quizá más que en la fuerza de las armas, en la corrección, la pureza y la elegancia de la lengua.

    Sus ideas acerca de cómo traducir han permanecido invariables a lo largo de los años. Convencido de que la traducción parafrásica diluye y nulifica la energía de la expresión poética; convencido asimismo de que tampoco es válida la traducción sentido a sentido, pues de esa manera el autor original queda sometido, en última instancia, a la buena voluntad de la interpretación subjetiva de su traductor, ha practicado y predicado insistentemente las virtudes de la literalidad para minimizar el forzoso empobrecimiento que implica toda versión de un idioma a otro:
 

    Ahora bien, su acercamiento a los modelos grecolatinos se debe a que a la literalidad se suman los logros derivados de la versión métrica, recomendada por dos grandes autoridades: Menéndez Pelayo, quien tajantemente afirmó que los poetas jamás deben traducirse en prosa, y el Pinciano, quien sostuvo que conservando el número de sílabas y el lugar del acento de los poemas grecolatinos, los haríamos nuestros. Por ello, en todas sus traducciones Bonifaz ha realizado una transcripción silábica acentural de los metros latinos, aun cuando se ha tomado ciertas licencias en materia de acentos y cesuras, Òpara no quebrar demasiado el tipo de armonías métricas a que están acostumbrados los oídos de los lectores de versos en españolÓ.

    Sin embargo, a mi modo de ver, la extraordinaria fidelidad de las traducciones de Bonifaz se debe sobre todo a su actitud ante los clásicos. Según declara él de continuo, y según me consta, sus versiones son fruto de una labor asidua y, muy en especial, humilde: considera invariablemente como obra maestra el poema que está traduciendo y reconoce que Òpor lo mismo, es difícil de trasegarse a un idioma distinto a aquel en que tan proporcionadamente nacióÓ. Como desde aquella primera colaboración nuestra me ha sido patente, Bonifaz piensa que
 

    A lo largo de todos estos años, a su peculiar modo, siempre entreverando bromas y veras, Bonifaz me ha brindado mil lecciones acerca de los clásicos. Durante todo este tiempo no han cesado de maravillarme, en primer término, su veneración por esos autores, su humildad para dejarlos hablar; luego, su penetrante capacidad de entender, firmemente sustentada, pero nunca estorbada, por la erudición; por último, la facilidad, en apariencia mágica, con que siempre me ha proporcionado una tras otra, sin más titubeo que algún ocasional rápido marcar sílabas y acentos con los dedos, sucesivas versiones que captan todo matiz a mi parecer omitido, todo cambio solicitado, ciñéndose con creciente perfección al texto. Por ello he sido, y soy, admiradora y fiel discípula de aquel a quien por breve tiempo creí alumno mío.

* Varón bueno, perito en el decir y en el traducir: para aplicarla a Bonifaz, me he permitido modificar aquí la frase que, a fin de definir al orador perfecto, fue acuñada por Catón el Censor, prototipo de los antiguos romanos.

1 Publicada con ese título por la unam, en la Colección Nuestros Clásicos, núm. 1.