La Jornada Semanal, 10 de septiembre del 2000   
Adriana González Mateos
el estado de las cosas
Escrache al Plan Cóndor
 

Los Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio inventaron recientemente el verbo escrachar, que quiere decir “poner en evidencia, revelar en público, dar a conocer el rostro de alguien que quiere pasar inadvertido”. En Argentina, Uruguay, Brasil, Chile, Paraguay y Bolivia, los países en los que funcionó el siniestro Plan Cóndor, el escrache pone en evidencia a los criminales y torturadores ocultos, disfrazados o “perdonados” por Menem y secuaces. Adriana González Mateos nos describe una jornada de escrache en Río de Janeiro. Hace poco se celebró una reunión en nuestro Zócalo para escrachar al señor Cavallo, quien, de acuerdo con el inefable comerciante Blanco, “sólo está acusado de genocidio”. Recuerden nuestros lectores que Adolfo Hitler sólo fue acusado de robo de coches.

¿Qué pasa si una mañana las señales de tránsito de una ciudad apuntan hacia la izquierda?

     Las señales parecen exactamente iguales a las colocadas por las autoridades viales, tanto, que los automovilistas tardan unos segundos en preguntarse qué querrá decir una gorra militar tachada. Quizá no volverían a pensar en ella, pero unos metros más adelante les llama la atención una señal que indica: “Argentina, 1976.” A lo largo de Avenida Republica do Chile, a pocos pasos de la catedral de Río de Janeiro, las señales van recordando las fechas de una historia sangrienta: Brasil 1964, Paraguay 1954, Uruguay 1973, Chile 1973, hasta llegar, al final de la avenida, a la señal Plan Cóndor. Cada señal es colocada entre aplausos y porras por un grupo de brasileños que participan en el escrache organizado por hijos (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) y Arte Callejero.

    ¿Qué significa este verbo recién inventado por hijos? Escrachar quiere decir poner en evidencia, revelar en público, dar a conocer el rostro de alguien que quiere pasar inadvertido. Es una de las tareas de hijos; localizar a los torturadores, exponerlos, señalar la casa donde viven, convencer al panadero y al tintorero de que no sigan dando servicios a quienes, hace poco más de veinte años, desaparecieron, torturaron y asesinaron personas impunemente. “Nuestros padres murieron por hacer de éste un mundo mejor. Nosotros estamos aquí para que esta lucha continúe”, explica uno de los integrantes de la organización. Alguien comenta: “Yo pensaba que la gente idealista que quedaba en el mundo tenía más de cuarenta años”; pero esos miedos son arrastrados por la alegría con que alguien que no ha cumplido veintitrés se sube a un poste para colgar otra señal. Los aplausos van ganando ritmo y euforia a medida que el grupo avanza por Avenida Republica do Chile. La ruta llega a una señal que informa: “Centro Clandestino de Detención y Tortura: Rua da Consolaçao.” La colocan debajo de una flecha vial que conduce a las puertas de una Comandancia de Policía que podría suponerse ajena a cualquier incidente ocurrido en Buenos Aires, pero los volantes distribuidos por los muchachos apuntan: “El Plan Cóndor fue una acción represiva internacional coordinada por la cia, en cooperación mutua con los gobiernos militares de Brasil, Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay y Bolivia. El Cóndor no reconocía fronteras entre estos países, abriendo la posibilidad de torturar, detener y secuestrar a cualquier ciudadano de los países citados, aunque no estuviese en su país de origen.”

     ¿Suena a globalización? ¿Resulta que este fin de la historia tiene una muy reciente? La siguiente señal apunta: “cia fmi mercosur.” Para entonces la manifestación ha llegado a las puertas de la Comandancia de Policía, que en pocos minutos quedan cubiertas de calcomanías que repiten: “fmi fmi fmi.” La manifestación se convierte en ritmo:
 

y los vecinos se asoman a sus ventanas, se detienen, algunos corean las consignas mientras otros permanecen callados, incrédulos, como si estas palabras jamás hubieran sido susurradas, calladas, pensadas, reprimidas en los alrededores de la Comandancia. Ya para estos momentos las señales colocadas por las autoridades de la ciudad están colaborando con la manifestación. Empiezan a parecerse a las elaboradas por el grupo Arte Callejero: cuando las autoridades retiren las señales colocadas hoy, tendrán que preguntarse si quitan las suyas propias, que conducen a la Comandancia escrachada. Una flecha ya no es exactamente una flecha. Pasarán muchos días antes de que alguno de los presentes pueda ver una señal de tránsito sin preguntarse si apunta a una historia inconfesable o a una vigorosa decisión de repararla. Aquí están los hijos, en plenos veinte años, dispuestos a asestar toda su creatividad sobre el pasado, a golpearlo con señales, gritos, reuniones, organización, talento y valor hasta transformarlo en otra cosa: un presente en el que los crímenes de los militares se revelan como lo que son: actos que piden
    ¿Y por qué? La revista de hijos recoge una declaración de Luciano Benjamín Menéndez, “Cachorro”, un soldado que pone entre sus victorias el numerar los cueros de los desaparecidos para enterrarlos en la madrugada: “Jamás causé daño irreparable a nadie que no fuera comunista”: una cómoda manera de clasificar por un lado a los seres humanos y por otro a las presas a las que se puede secuestrar, tirar desde un avión y saquear. Los hijos no recogen estos trozos de inmundicia por afán de flagelarse, sino porque es necesario enfrentar la verdad e incorporarla a la memoria de todos. Mientras tratemos de ignorar que los torturadores sonríen entre nosotros, renunciamos a una facultad intelectual: la memoria, y por eso pagamos el precio de ser cada día un poco más estúpidos. La manifestación sacude todo esto, lo arrastra en el júbilo de mirar de frente a la Comandancia de Policía y alertar a los vecinos. Viven junto a un centro de tortura, pero pueden darse cuenta y hacerse cargo.

    Para cuando la manifestación se disuelve, incluso el torturado San Sebastián, patrón de Río de Janeiro cuya estatua monumental domina la avenida por donde me alejo, deja de ser de piedra y se suma al escrache. Las flechas clavadas en su carne súbitamente sensible me ayudan a entender por qué los hijos repiten: “No olvidamos. No perdonamos. No nos reconciliamos.” El pasado acaba de saltar a la vista, acaba de adquirir flechas, curvas, puntos y señales, está tomando una dirección. Cuando paso cerca de un concierto sinfónico celebrado en un parque y oigo los versos que abren Carmina Burana (Oh Fortuna! Velut Luna!), que hablan del cambio, me parece que todo Río de Janeiro se hace la misma pregunta: ¿qué sucede si una mañana las señales de tránsito de una ciudad apuntan hacia el recuerdo?