La Jornada Semanal, 20 de agosto del 2000

José Carlos Becerra

Víctor Manuel Mendiola


Para quienes conocen las entretelas de la poesía mexicana, la obra no tan pequeña de José Carlos Becerra (alcanza las 210 páginas en una formación de un poema tras otro) tiene un significado especial y, al mismo tiempo, sutilmente contradictorio.

Desde su revelación, cuando fue incluido en Poesía en movimiento, México, 1915-1966 (1966), la lectura de sus composiciones no ha dejado de provocar interés y si no se ha convertido en una lectura obligada, ya no digamos en el gusto popular, sino tampoco entre los lectores constantes de poesía, José Carlos Becerra sí ha devenido una figura de culto en más de un iniciado. No sólo eso. Podríamos decir que aunque muchos lectores de poesía apenas saben de él y aunque su obra no es de fácil acceso, por la dificultad que plantea cierto carácter intrincado de su escritura ?más que de las imágenes de una sintaxis de frases adentro de frases?, y aunque el papel de sus poemas en la poesía mexicana no ha sido aclarado de una manera satisfactoria ?si nos fijamos bien, con cierta frecuencia escuchamos opiniones de aprecio, pero con sesgos diferentes: unos con reservas, otros con entusiasmo?, José Carlos Becerra es un poeta fértil, porque ha dejado una descendencia. El lujo de su lenguaje, "la suntuosidad negra de sus poemas juveniles", a la que había aludido Octavio Paz en "Los dedos en la llama", prólogo a El otoño recorre las islas (1973), ha resonado, con diferentes intensidades, en poetas como David Huerta, José Luis Rivas, Coral Bracho, Jorge Esquinca y otros más que como ellos han multiplicado la voz épica y transhistórica de Perse ?y a través de éste de la de Claudel? y han celebrado, en una visión hecha de visiones densas, las oscuras coincidencias de la vida pequeña en la conciencia de las grandes ciudades.

La poesía de José Carlos Becerra es una de las más vivas en la poesía mexicana, pues sus verdaderos lectores han sido lectores esmerados y envidiables y, sobre todo, lectores que han transformado el tiempo coagulado de los libros de Becerra en tiempo vivo y en escritura. En forma indirecta, éstos han extendido el singular legado inconcluso y acaso hasta verde de los poemas de Becerra. Esto parece fácil decirlo, pero no es común. Pocos poetas tienen la suerte de ser resucitados de una manera tan apasionada y exacta por otros poetas. Habría que discutirlo, pero quizá no es el caso de Tablada y López Velarde y tampoco, aunque se diga lo contrario con insistencia machacona y una convicción dudosa, de Octavio Paz. Todavía podríamos decir más en esta dirección. La influencia de la obra de Becerra en la poesía actual es más poderosa que la influencia de poetas convencionalmente tenidos como muchísimo más perfectos y más grandes y, en general, considerados presencias ineludibles en el desarrollo de la poesía mexicana.

Por ejemplo, si tratamos de rastrear la huella de los Contemporáneos en la nueva poesía; si intentamos encontrar esa estética que consiste en producir, según Cuesta, "una esforzada cercanía en vez de una descuidada distancia"; si nos empeñamos en detectar la combinación de lo explicable y de lo inexplicable que había sugerido Villaurrutia; si tratamos de hallar, por último, una sincronización entre la vanguardia y el modernismo, nos damos cuenta de que la mayor parte de los nuevos poetas mexicanos no presentan estos rasgos y que no es posible distinguir, de una manera evidente, la herencia de los Contemporáneos en ellos. Este grupo de poetas son una forma increíble del pasado que no se ha deslizado al presente; un recuerdo claro, pero no una memoria en acto. Descubrimos que en los nuevos poetas hay una veneración por la imagen que se alarga en forma sinuosa hasta volverse una lejanía o una atmósfera rica, pero vaga. Nos percatamos también de que la nueva poesía mexicana ha ganado en la capacidad de crear mundos imaginarios, que se superponen a la realidad. Y percibimos, asimismo, que en esta operación de alejamiento y de escritura errabunda, la poesía ha conquistado una libertad indudable y una nueva magia. Y en este punto comprendemos que la influencia de la obra de Becerra es mucho más grande de lo que habíamos sospechado. José Carlos Becerra es un poeta que opone a la densidad del mundo una densidad verbal. Asimismo, podríamos decir que la eclosión de las cosas le produce una respuesta abundante, un desplante fogoso a pesar de su melancolía. Si tomamos la caracterización que hizo Octavio Paz de la poesía de Becerra, advertiremos que el reconocimiento de aquél por éste va acompañado de una cautela. En el prólogo citado, Paz plantea: "El versículo claudeliano era demasiado amplio y pesado para lo que quería decir Becerra: su experiencia de joven en la gran ciudad." Más adelante afirma: "Pero la violencia, para ser más que un gesto o un desahogo, necesita ser exacta; el joven poeta, en su manera, no logró despojarse enteramente de la vaguedad de su poesía anterior." Paz considera, según estas líneas, que el lenguaje de Becerra era impreciso y que no alcanzaba a expresar lo que éste quería expresar. Paz, incluso, piensa que el "joven" estaba en tránsito hacia otra forma: "José Carlos Becerra murió en plena búsqueda..." Si es verdad que podemos hablar de una influencia de la poesía de Becerra y de una no influencia en la nueva lírica, por ejemplo, de la poesía de los Contemporáneos, entonces no podemos dejarnos de preguntar cómo una obra con un resultado incierto en términos de lenguaje ha sobrevivido en la nueva poesía. ¿Hay en este juego de presencias y ausencias algo que va más allá del valor específico del texto? En los poemas de José Carlos Becerra podemos hallar una parte del destino de la poesía actual de México, su preferencia por cierta imprecisión y el ejercicio de una libertad cada vez más difícil.