Eduardo Hurtado habla en este ensayo de las dificultades que se presentan “para acometer una lectura comentada de esta obra mayor de la poesía en español”. Algunas de ellas provienen de la claridad deslumbradora del poema y de su nitidez. Por eso es necesario “arrostrar su transparencia para traducir la discordia interior que la soporta”. El maestro Hurtado analiza con pulso firme el libro de Arturo Cantú En la red de cristal y coincide con sus consideraciones sobre la filosofía del poema y la voluntad de “suponer un dios” como centro de su teodicea. Tiene razón Yeats: “Lo único que permanece de la filosofía es lo que se ha poetizado.”

"El principal obstáculo para leer ‘Muerte sin fin’ está en su claridad."  El volumen lleva un subtítulo, Edición y estudio de “Muerte sin fin”, que conviene comentar. El primer término, edición, reviste una enorme importancia. La amorosa labor de Arturo Cantú pone en primer lugar al poema. Lejos de asumir la actitud de esos intérpretes que destazan el objeto de sus afanes para probar que lo han hecho suyo, Cantú se ha esforzado por entregarnos el cuerpo de “Muerte sin fin” en una versión sin alteraciones, sin erratas y que reivindica su estructura original. Con la colaboración de Eduardo Clavé, el autor se ocupa incluso de atender al uso de las características tipográficas que la edición de 1939 autorizó para la correcta diferenciación de los cantos, canciones y secciones del poema. En el futuro, quienes deseen acercarse a una versión impecable de “Muerte sin fin” deberán acudir a este volumen.

El segundo término del subtítulo, estudio, no es muy exacto, entre otras cosas porque con él Cantú no le hace justicia a su propia labor. Como ya se insinuó más arriba, lo que el libro nos propone es, más bien, una lectura comentada, la cual se presenta en dos niveles a lo largo de dos capítulos del libro: “Transcripción” y “Significado”. Con la transcripción el autor encara una tarea delicada: poner en prosa el poema. Tarea delicada, digo, porque al prosificar un poema es prácticamente inevitable suprimir todo ese espesor de materialidad no significante que hay en las palabras (rimas, acentos, aliteraciones, coincidencias fortuitas), que en un poema resultan esenciales y que a la prosa le son, en teoría, indiferentes. Cantú sale airoso de la prueba porque su labor deja de lado uno de los afanes del estudioso, hacer que su materia enlace con un sistema de interpretación, y sin excluir de su lectura los sentidos que se desprenden de la contingencia sonora del texto cifra todo su empeño en seguir paso a paso los impecables encadenamientos que el poema desarrolla a lo largo de sus 775 versos. Existe al menos un intento semejante: el de Mordecae S. Rubin en un libro de 1966, Una poética moderna. Sin embargo, Rubin falla en su pretensión porque traiciona los múltiples significados del texto en su afán de hacerlo coincidir con una tesis previa.

Arturo Cantú, en cambio, no presupone: con intuición de poeta y acuciosidad de filósofo sigue muy de cerca los asuntos que el poema perfila. Ahí donde los significados se extienden como una raíz proliferante, Cantú se detiene a señalar posibilidades, recorre cada bifurcación, encuentra líneas de confluencia y se esfuerza en seguir sin desvíos caprichosos ese mapa de espejos que ha trazado Gorostiza. De ahí que la “prosificación” conserve un lenguaje cargado de intención estética, siempre cercano al habla del poema.

En “Muerte sin fin”, eso lo intuye bien Cantú, todos los signos están en constante interacción. La estructura del poema recuerda, como quería el poeta tabasqueño, no al Partenón, obra recia en la que la poesía no intervino, sino al Taj Mahal: numeroso ante “los espejos de agua en que se mira como anegado por una inconfundible inspiración poética”. Cantú hace mucho más que copiar el poema con un sistema distinto de escritura: transcribe con minuciosidad una armonía percibida a lo largo de varios años de apasionada lectura.

En el capítulo “Significado”, Arturo Cantú amplía al máximo su glosa de “Muerte sin fin”. En primer lugar nos deja ver la impresionante simetría constructiva del poema: el juego de espejos sigue un orden intrincado pero preciso. Cantú recorre todos sus patios y pasajes para mostrarnos una vez más que la dificultad del texto radica en la limpidez. Todo en el poema obedece a un sistema de correspondencias: sus elementos mudan de apariencia sin dejar de intercambiar cualidades y valores. Con curiosidad obstinada Cantú sigue a los personajes más abstractos en su permanente metamorfosis: el vaso de agua, el infierno y la muerte, el tiempo, el sueño, la estatua y el espejo son entidades en permanente transformación.

En el apartado “Filosofía”, Cantú expone de nuevo todo el curso del poema, esta vez a partir de lo que considera “las ideas y argumentos filosóficos” del texto. Aquí aparecen algunas consideraciones que vale la pena atender. Dice Cantú que el tono de la voz que habla en “Muerte sin fin”, la voz impersonal de la poesía según el autor, es el tono “de la filosofía que recorre sus razonamientos comprehensivos e implacables [...] un tono filosófico que no rehuye el humor y la ironía para desplegar sus conclusiones...”. La afirmación es controvertible y la discusión que implica es de las que no tienen cabo ni rabo, pues hay tantos argumentos para manifestarse a favor como en contra. No es mi intención, en lo que sigue, desmentir el aserto de Cantú (que en “Muerte sin fin”la poesía, voz impersonal, habla con un tono filosófico), sino manifestar mi punto de vista al respecto ?después de todo, un libro como el que nos ocupa tiene esa inmejorable virtud: proponer ideas vivas, capaces de suscitar las reflexiones personales.

Comienzo por lo más obvio: Gorostiza no cree en una poesía puramente filosófica, según lo deja ver en sus notas sobre el tema: “La poesía ?nos dice? es canto y el canto tiene sus propios medios para captar la esencia de las cosas.” “Muerte sin fin” es, en efecto y entre otras cosas, un canto que reflexiona sobre el mundo y sobre Dios a partir de la respuesta a una pregunta no formulada. Esa respuesta inicial sostiene que Dios ha puesto en pie al hombre y a las cosas; a lo largo del poema Gorostiza pone a prueba esa afirmación para finalmente negarla.

En el tono del poema no encontramos el talante de alguien que da razones, y mucho menos razones de sus razones, como haría el filósofo. En “Muerte sin fin” sí es la poesía la que habla, luego de anunciar que lo hace por voz del hombre, pero su discurso está más allá del tono filosófico: tiembla sobre el silencio y se sostiene sobre el ámbito de un ritmo. Por más que se proponga ser impersonal, muy a la manera de la poesía pura, esa voz lleva en sí todo el entusiasmo y la angustia de la especie frente a la vasta historia de sus encuentros y desencuentros con Dios.

A diferencia del filósofo, Gorostiza no parte de un cuestionamiento sobre la existencia de Dios ni se pregunta qué son las cosas. Si aceptáramos que hay un tono cercano a la filosofía en el poema, ese tono sería el de algún pensador presocrático, quizás el de aquel que identificó al ser con la cosa menos cosa entre todas, con el agua que se hace visible en forma de transparencia, que existe sin límites, sin cualidad.

Aun en sus peores arranques de escepticismo, Gorostiza no abandona del todo la realidad oscura y hermética de lo sagrado. El mismo Cantú nos demuestra que al final el poema no niega la existencia de Dios. Lo que hace es burlarse del dios pueril del pensamiento cristiano, para enseguida abordar un panteísmo anterior a la filosofía. Cantú nos deja ver con acierto que Gorostiza, en su afán de evitar el camino justificatorio de las teodiceas, decide finalmente “suponer un dios [...] tan conocido y tan malo como el mundo, mortal como el mundo y que desaparecerá con él”. La conclusión del autor es tan terrible como deslumbrante: “Se trata entonces de un panteísmo mortal también; el panteísmo de un Dios que ya desapareció, antecediendo al Espíritu de Dios, el Dios quizá definitivo que pervive a la muerte del otro, el Dios incognoscible que no ha creado ni creará al mundo.”

Tal vez el momento de “Muerte sin fin” es muy antiguo: aquel en que se planteó, en la antigua Grecia, la cuestión bien decisiva de quién mandaría en la ciudad, el poeta o el filósofo. Allá ?nos dice María Zambrano en un texto de 1939?, allá venció el filósofo gracias a su decisión de partir desde una actitud de ignorancia ?pues el poeta hablaba en nombre de unos dioses que no lo sostenían. En “Muerte sin fin” la victoria es del poeta, al asumir uno de sus más antiguos privilegios: la irresponsabilidad, manifiesta en el acto de mandar a la chingada sus propias palabras. No en balde Ortega y Gasset hacía recaer la diferencia entre el decir del poeta y el decir del filósofo en la falta de responsabilidad del primero. El poeta tomará otra clase de responsabilidad, sugerida más que en la palabra en el gesto que indica una última dirección: “¡vámonos al diablo!”

En todo el poema de Gorostiza se manifiesta la diferencia tajante que divide ambos decires, el del poeta y el del filósofo. La misma Zambrano describe esa diferencia en forma inmejorable:

Poesía y filosofía serán desde el principio dos especies de caminos que en privilegiados instantes se funden en uno solo: el camino abierto paso a paso, mirando adelante hacia el horizonte que se va despejando, que absorberá el nombre de “método”, y el camino que la paloma traza en el aire sin saberlo llevada sólo por su único saber: el sentido de orientación. No deja huellas, mientras que el camino llamado método será siempre una traza, una línea visible que exige ser recorrida, y que hace sentir una especie de mandato y entrará, sin duda alguna, como ingrediente en lo que siempre se ha entendido como “responsabilidad”; pues la forma más aguda y extrema de ser responsable es asumir el mando.

No hay duda: el camino de Gorostiza y el de “Muerte sin fin” es el de la paloma.