La Jornada Semanal, 20 de agosto del 2000 

Cuentario
 

Tres muchachas mexicanas nacidas en Argentina (Natalia Núñez), en Chile (Camila Pascal) y en Polonia (Agnieszka Kawecka), inician esta nueva sección que lleva el nombre de “Cuentario” y se dedicará a publicar trabajos de escritoras(es) que cultivan el difícil arte de la narración breve. Natalia nos entrega un buen ejemplo de condensación escrito en prosa poética. Camila se aventura por los resbaladizos terrenos del neonaturalismo y mezcla la dureza descriptiva con una íntima ternura. Agnieszka parte de la idea del kino pravda (“soy una cámara”) para indicarnos los principios en que se basa su narrativa, habitada por fantasmas extraviados en su interior. De esta manera, el sorprendente personaje que se descubre al final del cuento no logra revelar su foto.

El funámbulo
Natalia Núñez

No había nadie como él sobre el alambre. El roce con el musgo del aire provocaba en la boca un saliveo ácido que engullía con su delirio, masticaba abismo. Suministró la transfusión a los rostros estáticos.

La carpa del circo desplegó sus franjas, desde el punto ínfimo en contacto con el cielo hacia el vacío. Desnudó ante los espectadores el trance del vértigo.

Sobre el cable delgado y casi invisible, dentro de sus zapatos de vida, comenzó a andar sobre los rieles de la nada. Deslizó el pie derecho, arqueando los brazos en un vuelo de cigüeña, que suele dormir mientras su líder la guía hacia el verano. Cayó en el sueño, y el aire caliente del aliento lo elevo aún más, creció y creció, sin notarlo, con el perfil en alto y los ojos cerrados contra sí mismo. Esa noche la ciudad rumoreaba presagios. Danzó, con las alas desplegadas, arrulló a la noche, gris de tan urbana, alicaída de tanto gris.

Al terminar su acto, el silencio, espeso de sorpresa, escaló buscando el instante del aplauso, que a la misma distancia del equilibrio que del aire, estalló. El funámbulo se sacó las zapatillas, las colgó del cable con un nudo, de donde nadie se atrevería a sacarlas, hizo una reverencia y, con un triple salto mortal, se arrojó a los brazos salvadores de la realidad
 
Destierro
Camila Pascal
 
 
En memoria de mi abuela, Laura Allende
El coche descendió por la avenida y dobló en el malecón. La densidad de la tormenta se aposentaba en las fachadas de colores erosionados. El mar bramaba, golpeando el murallón. La humedad ardiente crujía en sus huesos enfermos.

Laura asoma su mirada por las calles de La Habana. Los flamboyanes en flor, las palmeras enfiladas. Los niños uniformados en el patio de una escuela. Los edificios gastados. La inmensidad de la cordillera cobijando sus sesenta y cinco años. Las risas de los hijos jugando con las olas inmensas y frías del océano. Los ojos inquisidores del hermano asesinado. La Moneda bombardeada, el sueño destruido. El destierro.

La quietud de la ciudad abría espacios de espejismos, resquebrajados por la presencia del dolor.

No, no me inyectes morfina, me siento mejor. La enfermera guardó la jeringa, esbozando un leve gesto de duda. Le ayudó a vestirse y frente al espejo le acomodó la peluca. Voy a salir, reserva un taxi, le pidió a la mujer, inventando una sonrisa.

Quería palpar la oquedad de su cuerpo enfermo, detenerse en la memoria. Recorrer, lúcida, los senderos del pasado, las ilusiones, las pérdidas, amarrar el próximo paso con la conciencia de su carne moribunda.

Sentir, sentir el tiempo de su vida.

Abrió su cartera pensando en que le hubiera gustado dominar el temblor de sus manos, releyó la carta escrita a su hijo, recordó la última conversación sostenida entre ambos. La vergüenza de la palabra suplicante, los ojos conmovidos de él y la negativa, inapelable.

Entiéndelo, madre, no podemos ser cómplices del sacrificio que deseas. Quieres inmolarte, arrastrar en tu muerte la muerte del tirano. Con eso no le devolverás a nuestro país su libertad. No, no te daremos las armas ni te ayudaremos a entrar clandestinamente.

Madre, me estás pidiendo que te conduzca a la muerte.

Hijo, ya me estoy muriendo. Quiero a mi cuerpo enterrado en mi tierra, a mi espíritu vagando en sus rocas, en sus bosques, en la nieve de sus picos. Eso te pido: un acto de justicia.

Cerró los ojos un instante y volvió a levantar su cuello largo, todavía esbelto. Dobló las páginas escritas. Tomó la estampita pintada a mano del Santo Niño de Atocha, regalo de su nuera. En esa imagen no veía ella al niño milagroso, sino al más pequeño de sus nietos, muerto de meningitis a los cuatro años. La muerte que ella apelaba le era arrebatada en ese cuerpecillo inocente. El rezo que sus labios murmuraron hilvanaba palabras de rencor contra ese Dios en el que ella había creído.

El taxi se estacionó frente al vestíbulo del Hotel Nacional. Laura, apoyada en su bastón, atravesó el lobby, remecida por el vaivén constante de las aspas de los ventiladores fijados al techo. Entró a la tienda del hotel. Se paseó entre las estanterías y compró una botella de champú, porque su perfume de durazno le devolvía el olor de los frutos de su tierra.

Con pasos lentos se dirigió al ascensor y subió hasta el último piso. Sólo en su frente bañada en sudor, en la comisura apretada de su boca, se adivinaba el intenso sufrimiento de su cuerpo. Era la hora en que las mucamas dejaban entreabiertas las puertas de los cuartos. Se adentró en una habitación. Se acercó al ventanal. Su mirada se detuvo en el horizonte ensombrecido, vagó hasta perderse en la mancha oscura del mar. No tenía miedo. Nunca más necesitaría suplicar su muerte. Ya la había encontrado, en la continua respiración del aire, ahora .
 

 
Testigo mudo
Agnieszka Kawecka

Soy un testigo mudo de minutos, horas, años… Soy una cámara que jamás revelará sus fotos. Miles de rostros, pequeños o grandes, desfilan ante mi cara inmóvil. Engullo sus palabras, risas… A veces son forasteros, otras, incautos extranjeros, inconscientes de las historias encerradas en la habitación. Yo soy la única testigo de lo que pasa aquí adentro… testigo mudo, foto sin revelar.

La humedad que me envuelve se mezcla con los dedos de azúcar… chiquillos traviesos inmortalizan sus huellas encima de mí. Son hijos de los incautos, forasteros, extranjeros que han venido aquí sin saber. No les guardo rencor, me río con su risa… sí, esos niños tienen suerte, lo sé.

Atrapo las esencias, me impregno de mil perfumes, capturo el arco iris de olores sublimes, mundanos, malignos. Más de una vez he rozado con mi aspereza un par de pechos femeninos: redondos y tersos o flácidos y agrietados por el tiempo, igual que yo. Su espalda sobre la mía, sus dedos tratando de rasgar la escasa pintura que aún queda en mis labios. Sólo yo puedo ver los ojos de aquellas mujeres sin nombre… pupilas abiertas, sin expresión. Párpados tiesos, arqueados en un gesto de espera… larga o corta, casi siempre fructífera. Ella no sonríen, no puedo ver su alma… está hecha ovillo en algún recóndito lugar de su interior.

¿Y los niños?… ¡Sí! También los he visto aquí… pequeños manojos de soledad, hambre, fatiga. Capaces de todo con tal de obtener un buen baño y una torta. Sí, los he visto, y por cada uno de ellos hay en mí una grieta. Que me perdonen los fantasmas extraviados en mi interior… no puedo hablar, soy sólo un testigo mudo.

Callado grito, sordo golpe. Dos hombres forcejean. Permanezco parada enfrente, fría, llena de manchas. Uno amarra al otro, le quita el dinero, la ropa, todo. Luego se va, descanso. Él tuvo suerte, lo sé.

De nuevo una pareja irrumpe en mi silencio. La luz queda encendida, puedo ver con más claridad. Permanezco expectante, ávida de algo nuevo pero no, otra vez es la rutina que congela mi pétreo corazón.

Ella es otra más, él no mira su cuerpo. Los pechos se funden con mi piel. Las pupilas sin alma contemplan cada una de mis grietas. De pronto su rostro cambia. El sonido de golpe me hace temblar. Forcejean. Ella grita. Él la golpea con más ferocidad.

"¡Zorra!", retumba en mi superficie… conozco la palabra, la he escuchado miles y miles de veces. "¡Zorra!", siento la humedad de su rostro. Ella llora. Él se va. Otro quejido de paz… Me despido con la cara inerte, mientras la mujer sin nombre abandona la habitación. Ella tuvo suerte, lo sé.

Ahora duermo, las altas horas me envuelven con el zumbido de la ciudad. Aparentemente dormida… no, ella siempre está despierta.

Entonces el cuarto se llena de sordas voces, más gélidas que mi cuerpo. Quizá son dos, o tres… no distingo bien entre la oscuridad.

La luz jamás se prende. Escucho maldiciones. Quejas. Llanto. ¡Disparo!… silencio.

El peso que aprisionaba mi pecho se desliza hasta el piso llevando consigo pedazos de yeso y pintura.

Estoy húmeda, empapada de algo caliente. No necesito ver, siento el olor… Es sangre, muerte.

Muero con él o con ella, me quiebro con su cuerpo, pero mis cimientos aún me sostienen, mientras yo… yo sostengo el cuerpo inerte.

Perdónenme, fantasmas extraviados en mi interior. Hoy se les une otro más y yo no puedo hablar… soy sólo una pared de este viejo hotel, soy una foto que jamás se revelará .