La Jornada Semanal, 13 de agosto del 2000



Augusto Isla

Jorge Cuesta: el nido del defecto

Para Augusto Isla, ``Cuesta fue un hombre cerebral, pero apreció el valor de la dimensión sensual del ser humano''. Por esta razón le reprocha a Gide el no haberse atrevido del todo ``a ver'' ese yo sensual y voluptuoso que aletea en los Ensayos de Montaigne. Augusto Isla nos entrega el cuerpo inerte de Cuesta que apenas mostraba una pequeña marca en el cuello como señal de la violencia suicida. Augusto no pretende dar diagnósticos ni acumular apostillas morales, pues ``la leyenda y la tragedia sólo se entretejen en los seres excepcionales. Cuesta lo fue''. Proponemos estas teorías sobre uno de nuestros escritores más zarandeados por el morbo y por la chabacanería de los críticos ``chistosos''. El trabajo del doctor Isla abomina del kitsch psicológico y entra en el misterioso territorio del poema concebido como un fragmento de vida. Este trabajo fue realizado en el único centro de estudios superiores donde se hace investigación en nuestro país: la UNAM.

El cuerpo de Jorge Cuesta yace inerte, amortajado por Natalia, la hermana pequeña, su nena querida, la que en vida le prodigó frutas, libros, ternura;Êla misma que llevó sobre sus hombros la leyenda del incesto y que en vez de haber sembrado la fascinante duda, para devastar las conciencias mojigatas, lamentó no haber tenido el valor ni las armas para deshacer la maledicencia que cubrió la imagen de su hermano. Los despojos están allí, ricamente adornados con un manto de gardenias y lirios morados que Ruth Rivera, vástago bueno de Diego, ha puesto con mano agradecida. Jorge ha emprendido el viaje, sin dejar más señal de la violencia suicida que una marca leve en el cuello estrangulado.

La capilla funeraria está vacía. Nadie acompaña al cuerpo victimado. Ni sus amigos, acaso avergonzados por esa muerte atroz; ni siquiera ellos por quienes libró las mil batallas sin habérselo pedido, sólo por agallas, por encabritada adhesión a su destino de excluido por una sociedad que apenas lo reconocía como una criatura monstruosa; una sociedad que, puritana, tejió en torno a él la fabulación de su locura y de sus excesos: que si había enamorado a su hermana, que si había violado a su propio hijo, que si había descubierto en sus amargas carnes la aberración de la androginia.

Fabulación, digo, porque nada sabemos de fuente cierta. Biógrafos como Nigel Grant Sylvester dan por hecho que ``en su juventud se enamoró de su hermana Natalia. Fue un amor físico desesperado que nunca fue consumado y que fue acompañado de los sentimientos más tiernos de un amor fraterno normal''. Pero, ¿de qué testimonio o documento desprende semejante aseveración? No de Jorge, que fue hombre reservado, enemigo por tanto de tales confidencias. Salvo la misiva que envió el doctor Gonzalo Lafora, de la que me ocuparé más adelante, donde objeta el diagnóstico del experto, Cuesta evitó con exquisita elegancia las referencias directas a su infierno interior, sólo presente, aunque metafísicamente agazapado, en su extraño y desafiante discurrir poético.

Tal vez presintió su locura. El propio Grant cita una carta reveladora en ese sentido, pero nos oculta el destinatario ``por discreción''. Si tomásemos por válido el documento, nada nos indica acerca de una pulsión tanática. Por el contrario, el relato de esa experiencia cercana a una vivencia mística, captura un grito de placer, una sensación de libertad que lo posee, una suerte de felicidad que se dilata en el fondo del alma.

Leyenda y tragedia sólo se entretejen en seres excepcionales. Cuesta lo fue. Ante esos misterios, resultan vanos los diagnósticos. O aquéllos -los seres excepcionales- se aceptan en su dimensión enigmática y perturbadora o se trivializan ya con juicios clínicos irrisorios, ya con reseñas anecdóticas vulgares. ¿No suele suceder que los dueños de la información conviertan una tragedia en una nota de página roja? La Prensa, alimento de un vulgo hambriento de carroña informativa,Êdio la noticia de su suicidio, ocurrido en el Sanatorio Lavista en Tlalpan, bajo el encabezado: ``El escritor Jorge Cuesta se estranguló con camisa de fuerza.'' Así, más que de la muerte del escritor, el relato da cuentaÊde la repulsiva morbidez de nuestro periodismo:

Injurian al espíritu estos pormenores del gacetillero. Pero ¿cómo pedirle respeto a la sensibilidad y la inteligencia de Cuesta, cómo exigirle silencio a quien vive de esa oscura caligrafía? Un tratamiento periodístico de esta índole no retrata sino el abismo que separa a las élites culturales del hombre común, así como el resentimiento que éste vierte ante la desgracia de aquéllas. A Gilberto Owen, que compartió con Cuesta fraternales aventuras intelectuales y literarias, le dio asco la prensa mexicana que dio a conocer su muerte. Vergonzoso obituario promovido por ese periodismo que, con razón, a Alexis de Tocqueville no le inspiraba ese amor rotundo e instantáneo que se concede a las cosas buenas por naturaleza, pero que amaba por los males que impiden más que por el bien que aportan; obituario también animado por sus enemigos, que no fueron pocos, como corresponde a un gladiador que, solo frenteÊal mundo, su mundo, su México, luchó por la soberana libertad para pensar y crear, para elegir vida y muerte: causas éstas a las que se oponen grandes prejuicios que él combatió con el sable de un aristócrata furioso.

De la familia de Jorge, solamente sus hermanos Víctor y Natalia, y el pequeño Antonio, su único hijo, acudieron a inhumarlo al Panteón Francés. Pues su padre, ese mismo 13 de agosto de 1942, recibió la noticia de la muerte de su madre, doña Cornelia. El viejo Néstor creyó volverse loco, veló a su hijo unos momentos y regresó a Córdoba para enterrar a la abuela de Jorge. Néstor Cuesta era, en ese entonces, un hombre vencido por el peso de los años y los fracasos; había perdido casi todo: su madre, su hijo primogénito, sus bienes. Hacendado y comerciante veracruzano, Néstor Cuesta trabajó desde niño y llegó a acumular una fortuna gracias a su inventiva y esfuerzo. En la vastedad de aquellas tierras que fueron suyas a principios de siglo, cultivó el café y la caña de azúcar; introdujo maquinaria moderna y experimentó cuanto le permitieron sus lecturas de autodidacta y su espíritu indagador.

En su juventud, Néstor Cuesta había contraído matrimonio con Natalia Porte-Petit; con ella procreó siete hijos; dos de ellos, Gustavo y Juan, murieron prematuramente; los otros cinco fueron Jorge, Víctor, Juan, Néstor y Natalia. El mayor, Jorge Mateo, nació el 21 de septiembre de 1913, según partida de bautismo de la parroquia La Purísima de Córdoba. Al estilo de la época, Néstor encabezó una de tantas familias pudientes, católicas y autoritarias en aquella Córdoba de principios de siglo. ¿Qué podía esperarse de él en aquellos tiempos duros, envueltos por el drama de la opresión sobre la mujer y los hijos en el seno de una ``decente'' familia provinciana? Néstor Cuesta se condujo siempre como un mandamás, dentro y fuera de la morada familiar; exigió la obediencia de su mujer y de sus hijos; látigo en mano, por así decirlo, privó a todos de la alegría de vivir. Y lentamente, sin desearlo, como un instrumento ciego del poder, la ley y el orden, labró la tragedia de los que amaba con amor subyugante: Jorge murió suicida; Víctor, alcohólico, y Natalia vivió errante, huyendo de la pregunta y del juicio, como en deuda perpetua con los otros.

En una fotografía fechada en 1940, Doña Natalia Porte-Petit aparece como la imagen misma de la tristeza, como María dolorosa al pie de la cruz pintada por Grunewald. Su mirada rehuye la cámara, se extravía en un horizonte inasequible, tal vez otra fotografía, la de Jorge, tierna espiga que sostiene en su mano diestra, enguantada, el cirio de su primera comunión, y en su mano izquierda el misal. Doña Natalia fue el baluarte de aquella familia, refugio para todas las tormentas. Cuando a Jorge, ya adulto, le faltó el dineroÊo le sobraron las penas, fue ella -pozo de aflicción y alivio- su confidente, su recurso final; la que hubo de vender las pocas alhajas para remediar sus carencias. Madres como doña Natalia actúan, a su pesar, como mediadoras del poder familiar y aseguran la permanencia de un sistema de dominación en la medida en que, mediante ese juego de vigilancia y gesto amoroso, de acoso cotidiano y mansa insinuación, inducen a los hijos a identificarse con la autoridad en el hogar.

Detrás de una cultura falocrática está siempre la delicadeza femenina, el principio del vientre fecundo que se le opone y lo convalida al propio tiempo. Salvo casos excepcionales de pedagogos maniáticos que imponen personalmente la adscripción moral del cuerpo infantil y resuelven lo que los niños deben comer y beber, eligen sus juegos, disponen posturas y condiciones del reposo, el precepto según el cual el padre manda y los hijos obedecen se cumple gracias a la cotidiana presencia hogareña de la mujer que es ante todo madre, máscara persuasiva y dulce de la que se vale el poder, detentado por el padre, para internarse en el cuerpo infantil.

De las cartas que Jorge cruzó con su madre puede inferirse un distanciamiento que aumentó con los años, pero no carente de morbidez: un tanto culpable. Es de imaginarse que Jorge desea ser independiente a fuerza de lejanía; mas no puede ocultar la añoranza de la calidez materna -cuando, por ejemplo, la madre comete pequeños olvidos que lo hieren-, ni tampoco esa actitud suplicante de aprobación y de afecto. No sorprendió a Jorge el rechazo materno a su relación con Guadalupe Marín, con quien habría de procrear a Lucio Antonio y cuyo nacimiento Jorge usó como carnada para reconciliarse con ella.

Sus vínculos afectivos con padre y madre nunca se resolvieron maduramente. El uno le intimidaba; la otra debió ejercer el chantaje por ese desprendimiento, más que físico, espiritual. Aunque uno de sus últimos poemas es una oración en la que se reconoce siervo del Señor e invoca su misericordia, Jorge se propuso erradicar de sí todo sentimiento moral cristiano, lo que no excluye esa sed de absoluto que destila su aljibe poético.

Al rendir su testimonio sobre el infortunado poeta, Rubén Salazar Mallén -que fue amigo de Jorge y que en más de una ocasión se careó con el mundo para defender la libertad artística del amigo-, se refirió a la ``memoria oscura e inasible'' del pecado que persiguió a Cuesta. Lo hizo aludiendo a su finísimo cordel que une su infierno interior a su poesía, a esos sonetos que nos hablan de compañías cercanas al abismo, de ventanas desiertas, de arrepentimientos. Pero ¿cómo encaminar este aspecto de una vida sin perderse, sin dejarse llevar por ese discurso psicologista maloliente que cree poder diagnosticarlo todo, que se entremete en el alma como la mano indiferente y repulsiva de un médico forense en un cuerpo acribillado? Nada hay más abominable que el kitsch psicológico que simplifica para normalizar, para imponer las condiciones de la mediocridad colectiva. ¿El drama de Cuesta pertenece al ámbito de lo anecdótico? En ese ámbito inscribe Salazar Mallén el trauma infantil determinante de una vida y una obra marcadas por la autolaceración. Ciertamente, anécdotas no faltan en el periodo de la infancia vivida en aquel hogar asistido con comedimientos maternos y, a la vez, sombrío. Es un hecho que el niño cayó de su cuna de latón y sufrió una lesión cerebral consistente en un tumor que sólo le fue extirpado en parte y que dejó en él la indeleble huella de su ojo izquierdo levemente caído y tal vez otras en el orden espiritual que nos son inaccesibles. Pero esta sola circunstancia nada explica una aventura humana cuya complejidad nos pide otras preguntas.

Más allá del anecdotario nos encontramos algo más esencial, por así decirlo: esa autoridad paterna que se aposenta en las profundidades de la existencia y labra la conciencia moral como instancia vigilante cuya severidad acicatea el sentimiento de culpabilidad y predispone la necesidad de castigo; elementos éstos, como veremos, ligados al devenir inconsciente de una sensibilidad expansiva y, a la par, sujeta por una autoridad que, como la de Néstor Cuesta, inculcó en sus hijos una ``malicia tremenda del pecado'', al decir de Natalia, la hermana menor. Fenómeno nada excepcional en la entraña de una familia patriarcal que perpetuaba una religiosidad cuyo discurso se remonta al México novohispano y se aclimata de maravilla en la exuberancia tropical, en aquella casa solariega donde habitaron los Cuesta en tiempos promisorios. Semejaban aquellas casonas pequeños reinos gobernados por tiranos que improvisaban su crueldad; reinos de la paradoja: en los corredores, la libertad invasora de los helechos: en las amplias estancias, la asfixia de los corazones.

¿Cómo confluyen todas estas circunstancias para producir ese relato trágico de la vida de un escritor? Quiero pensar que aquella fuerza, que se desplegaba como un apetito de ser y de saber, encontró, por lo pronto, en los rigores de la educación paterna una censura de fatales consecuencias. Pues dejando de lado que el hogar le ofreció oportunidades de hurtar en la biblioteca familiar alimentos para el espíritu, se desarrolló en Jorge un ideal de sí mismo de tal manera intransigente que desencadenó una tensión sólo resuelta con la muerte suicida; muerteÊque parece decretar el triunfo de un padre que, sin saberlo, declara la guerra a la libertad de su progenie; que, en fin, enuncia la victoria de una sociedad que, bien sabemos, levanta su andamiaje sobre la organización y control de las fuerzas primigenias -amorosas y agresivas- del hombre, y nunca duda en sacrificar a sus transgresores. ¿O no tiene el suicidio de Jorge Cuesta el significado de una violencia colectiva perpetrada en el cuerpo del expósito; el sentido, en fin, de un disimulado linchamiento?

Si hemos de creerle a Elías Nandino, poeta y médico que lo asistió por años, Jorge ignoró lo que era la infancia. Pero ¿en qué puede consistir ese desconocimiento sino en la sumisión, en ese ejercitarse en las virtudes cristianas de honrar y obedecer, de vivir en el bien y en el trabajo, en la aceptación del pastoreo de la autoridad, llámese padre, madre, maestro? Si leemos sus escritos tempranos, pueden llevarnos a engaño. Su autor enaltece la figura del maestro, le ofrece su gratitud y cariño; se dirige a él con la franqueza y lirismo de un joven provinciano ordinario, asegurándole que sus palabras ``son la manifestación del producto de tu obra. Son el aroma de las flores de la nueva plantaÊa quien diste un corazón bueno, de la nueva planta a quien diste un vigor nuevo, de la nueva planta a quien infiltraste el bien, el trabajo y la fuerza, que ofrece a la planta madre que aún la cubre con su sombra''.

Nada revela todavía la tensión entre obediencia y rebeldía que habría de torturarle y dar sentido a la combatividad de su palabra; nada deja entrever aún ese otro jaloneo entre el movimiento interior que tiende a sustraer el alma de un cuerpo que pareciera estorbarle y el descubrimiento de una sensualidad que reclamó un lugar en sus días, y a la que Cuesta debió rendirse eventualmente no sólo de dientes afuera. Por eso, apenas en parte es cierta la afirmación de Nandino en el sentido de que Cuesta ``era completamente ajeno a su cuerpo''. Es verdad que obraba en él una inclinación a dislocar lo superior y lo inferior, la razón y los sentimientos. Sublimando éstos, quería poner fin a esa reyerta entre alma y cuerpo, desprenderse de lo carnal para sólo nutrir la inteligencia. Este drama interior busca una puerta para salir y la encuentra aquí y allá, en sus escritos sobre la cultura, sobre el quehacer político, en los que su pesar, por momentos, escapa de la vida como si quisiera apropiarse de ella a condición de negarla, como si para vivirla le bastara la conciencia del vivir.

``Lo asociábamos con Monsieur Teste'', anota Xavier Villaurrutia. ¿Lo dice por su excentricidad, por su aparente rigidez, por ese estar como ausente, como un insomne que ``adora la navegación de la noche''? ¿O nos remite a esa condición de ser impenetrable, a aquella cabeza que era ``un tesoro sellado'', al réprobo que tal vez encierra el personaje de la novela de Valéry, a juicio de Mil, la mujer de Teste, que lo ignora todo de él porque, entre otras cosas, ``su corazón es una isla desierta''? Probablemente por todo esto a un tiempo, pero en particular por su inteligencia cuyo cultivo fue para Cuesta, como para Monsieur Teste, un programa de vida. ``La lucidez de algunos puntos de vista de Jorge Cuesta eran, en verdad, semejantes a los de esa criatura singular que es el personaje de Valéry'', afirma Villaurrutia.

Cuesta fue un hombre cerebral, pero apreció el valor de la dimensión sensual del ser humano, quiero decir para la vida, no para la obra, pues tratándose de ésta -ensayo, poesía- consideró siempre que el sentimentalismo era una ponzoña para la inteligencia y, para él, toda obra del espíritu era un fruto del intelecto. Lo que no obsta para que encontremos en su pensar una apología intelectual del sensualismo como un componente vital. Pues ¿cómo entender entonces su reproche a André Gide por haber falseado, bajoÊpuritano impulso, a Montaigne, cuya delectación de sí mismo fascina a nuestro autor? Al leer a Montaigne en la edición que prepara y prologa André Gide con la pasión de quien va en pos de sí mismo, ``hacia una inconstancia, un ocio, una ondulación del alma que no lo sujeta sino que lo hace más libre'', Cuesta advierte una vacilación, una mirada que no se atreve del todo a ver ese ``yo'' sensual y voluptuoso que aletea en el autor de los Ensayos.

A su juicio, Gide malinterpreta a Montaigne. Ya que nos lo presenta como alguien que busca desenmascarar la verdad y, como consecuencia de ello, descubre a su ``semejante'', cuando en realidad sólo se descubría a sí mismo. Y cita la siguiente afirmación de Gide: ``Se pinta para desenmascararse. Y como la máscara pertenece más bien al país y a la época que al hombre mismo, es sobre todo por la máscara por lo que difieren las personas, de tal modo que, al ser verdaderamente desenmascarado, podemos reconocer fácilmente a nuestro semejante''.

Pero, a mi parecer, Gide nunca piensa que a Montaigne le mueve la pasión por la verdad. Más aún, le disgusta su escepticismo. Lo que advierte es su voluntad de ser verdadero en el sentido ético, su resolución de despojarse de toda máscara. Pues él, Montaigne, toma una ruta distinta de los moralistas: ellos forman al hombre; él, simplemente, describe: se describe. Y dado que cada hombre lleva sobre sus hombros toda la condición humana, al describirse a sí mismo cree que tal introspección puede resultar interesante a otros, ya que en esa navegación azarosa les es posible mirarse, no como quien contempla la verdad fija e inmutable, sinoÊcomo quien la hojea, según Gide, en calidad de ``registro de accidentes diversos y mudables y de pensamientos indecisos y, llegado el caso contrario; bien porque sea otro yo mismo, bien porque tome los temas según otras circunstancias y consideraciones''.

Cuesta, en cambio, acomete una lectura que se transforma, a la postre, en una adhesión entusiasta, casi febril, a un discurso surgido de las profundidades ardientes de un cuerpo en plena fruición de sí mismo, como dando rienda suelta -él, lector mexicano, digo- a su nostalgia de un universo que concebía inseparables alma y cuerpo en el fluir del ensayo, escritura río que flota y vaga con entera libertad. Pues ``Montaigne se goza en su cuerpo, en su salud, en su buen humor y en su sensualidad. Y no lo hace por doctrina. No lo hace como fruto de una pura deliberación intelectual, que decide romper con las trabas espirituales de la religión. Ni lo hace por contagio del `espíritu' naturalista que ya lo rodeaba. Lo hace porque tiene un cuerpo perfecto, una salud a toda prueba, un buen humor que es la felicidad del cuerpo sin quebrantos, y una sensualidad sin fatiga y sin hastío''.

¿Una lectura marcada por la aniquilación del deseo? Tal vez Cuesta ve en Montaigne lo que él no ha conseguido: la plenitud sensual que se ha negado, ese templo de músculos y huesos que ha castigado no tanto con su desdén intelectual como con su actitud inclinada, de manera intermitente, al prescindir de los instintos (o de los sentimientos, si se quiere). Precozmente serio, sonríe poco, viste a menudo de negro; todo le resulta mortificante: el amor, la economía doméstica, la salud quebradiza, la conciencia anticipada de su locura. En uno de los retratos que le pintó Carlos Orozco Romero, éste destaca la fuerza del rostro -o de la máscara que lo disfraza- extraviado en sus cavilaciones, extraño a su cuerpo rígido y ausente, ya para quien lo retrata, ya para el mundo de los sentidos. Cuesta sostiene en su mano derecha una copa, mientras su brazo izquierdo cae detrás de la mesa como algo que está de más, que gustoso inmolaría. La asimetría de los ojos, de los brazos -uno expuesto copa en mano, el otro escondido- muestra acaso esa dualidad que -se me antoja- confirman las dos pequeñas esferas, frutas o mundos simbólicos que yacen sobre la mesa en la parteÊinferior derecha de la pintura; dualidad ésta que nos remite a lo apolíneo y lo dionisiaco que alternan y combaten en la vida y en la obra del escritor.

Apolo y Dionisos: dos fuerzas que se oponen, pero también se abrazan y confunden, como suele suceder con el ambiguo mundo de los mitos que reaparecen en el discurso moderno un poco al antojo de quien hurga en ellos, trátese de Nietzsche o de Freud. Quedémonos con ciertos símbolos: Apolo como la sublimación del instinto, como el ojo que percibe sin tocar, como el flechador que lanza a distancia sus dardos; Dionisos como la realidad del instinto, la ebriedad del cuerpo que danza. Logos y sensualidad están presentes en toda vida humana: la desgarran. En Cuesta el desgarramiento es particularmente intenso. Su inteligencia no admite su derrota en manos de ese ego dionisiaco que lo persigue.

En aquel mismo año (1939) en que redacta Cuesta su nota sobre Gide y Montaigne, publica otra sobre La Fontaine, redescubierto entonces por Jean Giraudoux. Y si por un lado celebra cómo éste ``les restituye a las fábulas de La Fontaine su candidez poética y su brillo natural'' después de siglos en los que los moralistas, pese a sus reservas, las habían destinado a sus propósitos edificantes, por otro imagina lo que podría descubrirse en las fábulas vistas con los ojos de Nietzsche y Lautréamont, es decir, el ``placer sacrílego'' que tales miradas revelarían en tanto que ambas, cada una a su modo, constituyen reivindicaciones de esa radiante ``animalidad'' de lo humano contra la que el moralismo había conspirado.

Aquí, como en su referencia a Montaigne, se nos aparece en pleno ejercicio del espíritu dionisiaco que había recogido de Nietzsche, a quien, por cierto, dedica dos artículos publicados ese mismo diciembre de 1939. Fresco, pues, como lo tenía en mente, puede captar el contenido peligroso y desafiante de las fábulas y entregarse a paladear la experiencia carnavalesca y crítica de Giraudoux que, despojando al fabulista de su corteza moral, le ofrecía un bocado picante y sabroso, justamente porque agraviaba tanto la tradición y el orden como la sensibilidad de los revolucionarios de entonces que, puritanos al fin, se regocijaban con la sangre de sus víctimas. Pues aquellos animales de las fábulas sólo son seres humanos de noble estirpe que cultivan, en medio no del bosque sino de la vida civil, las virtudes de ``la indolencia, la inconstancia, el amor al sueño y la despreocupación'', esto es, ``virtudes de un reino moral superior'', cuyo descaro ofende por igual a ambos, tradicionalistas y revolucionarios.

Esplende aquí lo dionisiaco, aunque de pronto, desconcertándonos de nuevo, recule y nos diga que el reino de las fábulas es apenas una creación mitológica y, por ende, como lo estimaban los teólogos, ``un error'', toda vez que se trata de un ``error'' considerar una libertad de los sentidos en una razón sin rigores. Como si, en efecto, la danza alegre de Dionisos sólo fuese posible en el delirio de Nietzsche o en ``el jardín de la alucinación'' de La Fontaine. ¿Admite aquí Cuesta la grandeza y, a la vez, la imposibilidad de lo dionisiaco? Tal parece que abre las puertas para que el dios habite en él y hable por él; pero dado que se trata ya de un cuerpo a punto de desvencijarse, el dios semeja a alguien que recorre una isla desierta en espera de un milagro que no ha de darse, pues poco le faltaba a Cuesta para ser recluido y beber hasta las heces aquello que veía venir: esa locura ``tibia, blanda, extensa'' que acabará resolviendo la oscilación entre lo apolíneo y lo dionisiaco, que era en él como estarse midiendo siempre con su contrario, con esa nada que constituyó ``la ocasión y el nido del defecto'' que fue.