La Jornada Semanal, 13 de agosto del 2000



Bazar de asombros

Campeche, cangrejos y el Teatro Toro

El Teatro Francisco de Paula Toro de la armoniosa ciudad de Campeche sufrió, como muchos de sus compañeros, los vejámenes del tiempo, y la ignorancia de alcaldes y gobernadores los convirtió en ``cines piojito'', arenas de box o lucha, recintos para escuchar insufriblemente largos y mentirosos informes de politicastros corruptos, o en lamentables y polvorientas ruinas. El Peón Contreras de Mérida, el Calderón de Zacatecas, el Macedonio Alcalá de Oaxaca, el Victoria de Durango, el Isauro Martínez de Torreón y el Rosas Moreno de Lagos, son algunos ejemplos de esas incurias afortunadamente subsanadas por el INBA en los últimos años. Este fue uno de sus aciertos soslayados, pues, gracias a la torpeza oficial que creó una confusa duplicidad de funciones, se estableció una curiosa división del trabajo: Conaculta quedó a cargo de los aciertos y el INBA absorbió los errores. Esta falacia es especialmente injusta, pues las direcciones del Instituto llevaron sobre los hombros las empresas principales y las tareas cotidianas de la cultura nacional. Sus méritos son tan notables como los del Instituto de Cultura de la Ciudad de México, el programa editorial de la Secretaría de Cultura de Jalisco y los esfuerzos museográficos de la de Saltillo (la de Yucatán es un fiel reflejo del gobierno estatal, sus bicicletas electoreras y sus ancestrales compadrazgos). Ahora el Teatro Toro ha recuperado su rostro original, italianizante y operístico. El escenario ha sido remozado y el patio de butacas y los palcos recobraron su elegancia decimonónica.

Algo parecido le sucede a Campeche: una buena parte de las murallas, con sus baluartes y bastiones, las puertas de tierra y de mar, las calles del centro, las iglesias del siglo XVI, los castillos de San José y San Miguel, sus fosos, barbacanas y bocas de fuego y la originalísima catedral, han sido reconstruidos y relujados para festejar su nombramiento de patrimonio de la humanidad. El museo de armas del fuerte de San José nos trajo recuerdos de Lorencillo, el degollador, del feroz Olonés, del hipocritón Morgan y de un pirata de nombre sorprendente: ``Rock Brasiliano'' (a este angelito le gustaba empalar cristianos), pero también nos permitió admirar de nuevo las maravillas de la ingeniería naval española. Estos organismos defensivos alcanzaron perfección y belleza en Cartagena de Indias, San Juan de Puerto Rico, Santo Domingo, Cuba, Veracruz, Champotón y Campeche. Chito Pavón fue un guía paciente y sabio. Nos habló de Sainz de Baranda y de otros ilustres hombres de mar de este país que tiene enormes litorales y casi no come pescado. Vimos la singladura de los valerosos camaroneros que todos los años van a las costas de Tamaulipas para faenar y, a veces, vender directamente sus capturas a los barcos refrigeradores de Galveston y otros puntos de Texas que hacen sus operaciones de compraventa (siempre a su favor como corresponde a la avaricia anglosajona) en aguas internacionales. Los horrendos intermediarios han sido capaces de revendernos los camarones empacados en coloridas cajitas y maquillados de primer mundo. Con perdón de Televisa y de alguna revista que canta loas al libre mercado, debo decir de nuevo que esos mercachifles son unos delincuentes enfermos de voracidad y avaricia (tanto los extranjeros como los nacionales, pues nunca me entusiasmó la actitud y el lagrimeo de aquellos cantantes de protesta que ponían a parir a las madres latinas y gimoteaban el ``ay, ay, ay, me robaron mi banana'').

El ``Miramar'' está en plena decadencia, pero todavía sabe asar a la plancha un buen trozo de esmedregal, el gigantón de los peces de la sonda. Hay otros restaurantes, algunos nuevos, pedantones y con poco que ofrecer. Así es que opté por los tamales colados de San Francisco y el pan de cazón del comedor del Hotel Baluartes, uno de los escasos hoteles de provincia que tiene cocina interesante. El poeta José Angel Leyva, quien se encuentra dirigiendo un taller en el Instituto de Cultura, y los poetas campechanos Sergio Witz y Omar Santos, fueron mis compañeros de correrías gastronómicas y los fieles asistentes a mi charla sobre López Velarde. Con Leyva presenté el libro coordinado por él y que contiene entrevistas con poetas muchachos mayores de los sesenta años, tanto mexicanos como extranjeros que han vivido y trabajado en México. La idea del libro es muy buena y hay algunas entrevistas convertidas en verdaderos diálogos. Otras recuerdan la paráfrasis machadiana: ``Todo es soledad de soledades, vanidad de vanidades que dijo el Eclesiastés.''

En San Francisco hablamos de Justo Sierra, de sus ensayos, su sofocado liberalismo, sus esfuerzos heroicos en pro de la educación y su buena poesía. Don Justo tiene en el malecón una estatua que hace honor a la casi unánimemente atroz estatuaria civil mexicana de los últimos años (para su fortuna, el gran narrador Juan de la Cabada, nacido en estas tierras, todavía no ha sido esculturizado. Si le hacen un busto y lo ponen en el malecón, espero que el cuentero genial aparezca sacando la lengua a los paseantes). En las cercanías de uno de los baluartes hay una ``fuente del progreso'' más fea que el sexenio del señor Ortiz Avila. Sergio recordó cómo el ilustre maestro Trueba Urbina, virrey seudoholandés en eso de robarle tierra al mar (nunca entendí la razón de esos hurtos, pues Campeche tiene tierra de sobra. El grave catedrático y cacique sostenía que en esos rumbos había muchos moscos, por lo cual era mejor pegarle unas mordidas a la sonda. Además, huelga decirlo, esas arduas tareas dejaban buenas tajadas al patrón y a sus mayordomos), puso de patitas en el lado yucateco de ``los chenes'' a quien esto escribe. La expulsión (con regular madriza al canto) se llevó a cabo en el '57. Fui a Campeche, peroré con mi usual virulencia, critiqué al enemigo ``del ritmo del mar'', el Doctor Medina me llevó a cenar a San Francisco y me dejó en el Hotel Reforma. Me puse a leer y, de repente, se abrió la puerta, entraron dos alicuijes del sátrapa togado, me zarandearon, golpearon y metieron a un coche. Vi azorado cómo recorríamos kilómetros de carretera angosta y en las cercanías de Bolonchén me bajaron, me dieron los últimos mamporros y en ese español con acentos maya y tropical de Campeche me dijeron que el señor gobernador no me quería en su feudo. Se fueron, caminé rumbo a Bolonchén y, ahí, un amable camionero me llevó a Mérida. Afortunadamente me quedaban unos billetes en el bolsillo del pantalón. Pude alquilar un cuarto en el hotel que quedaba al lado del Teatro Fantasio. Intenté dormir, pero otros alicuijes que hablaban español con puro acento maya y sin tropicalismos, me sacaron en vilo y me metieron a la cárcel municipal (cuarenta y dos grados a la sombra. Era época de quemas). Me senté en el suelo y me puse a añorar la velada en el jardín de la casa de Cuca Cámara, al cuarteto armónico cantando ``¿Cómo fue?'' y las brisas de la madrugada. A la mañana siguiente mi amigo Eduardo José Molina fue a sacarme del piojoso antro. Regresé al hotel, me bañé, y esa misma mañana unos ferrocarrileros vallejistas me llevaron a la frontera con Belice. En Corozal, George Price me recibió y me dio un asilo discretísimo que duró cerca de un mes. Recuerdo las tardes en la terraza del ``Fort George'', los camastros del Hotel Elizabeth y la amable mulata (parecida a Aunt Jemima) que me atiborraba de panes tostados con mantequilla holandesa. En fin... todo comenzó en Campeche y acabó en la terraza beliceña con un mint julep en la mano y con la democristiana protección de Mr. Price. Regresé a México cuando Vallejo y Campa estaban ya en la cárcel. Sentí verguenza por mi falta de espíritu heroico, pero... la tranquiza de los canchanchanes de Trueba Urbina seguía escociéndome. ¿Qué le voy a hacer?, mis epopeyas siempre acaban en pastelazos. Recuerden mis pocos y amables lectores que soy (y exijo que así se proclame) el mejor alumno de los Doctores en Teología Moral y Destrucción de Pianos, Stan Laurel y Oliver Hardy.

Hugo Gutiérrez Vega
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Antesala

Si las serpientes volaran... En México se llamarían quetzalcóatls y diríamos: ``¡Aguas, ahí viene un quetzalcóatl en vuelo raso, agáchate!'', o ``¡Carajo, ayer se me olvidó cerrar la ventana y unos quetzalcóatls me estuvieron chingando toda la noche!'', o ``¡Quítame este quetzalcóatl que traigo colgando atrás!'', o quizás: ``Pobre, no se aguantó las ganas, se fue atrás de un matorral, y ¡chin!, que lo muerde un quetzalcóatl donde te platiqué. Está internado en La Raza.'' Estos son algunos escenarios (como se dice ahora para todo lo que suponemos que puede pasar pero que no queremos que pase) que se le ocurrieron a este despistado antesalista cuando vio el nombre del más reciente espectáculo teatral de Nicolás Núñez, El vuelo de Quetzalcóatl, sobre todo después de leer que el suyo era un ``teatro de alto riesgo''. Pero parece que no va por ahí el asunto sino, más bien, el alto riesgo al que se refiere Nicolás es el que corre el (la) valiente espectador(a) que, como usted, lector(a), literalmente, le anda buscando chichis a las culebras, tiene que soplarse doce horas de espectáculo, que ellos prefieren llamar Teatro Participativo. Sí, leyó usted bien: doce horas. Pero Núñez y el Taller de Investigación Teatral/UNAM le garantizan que al final saldrá usted transformado, o casi. Para esta experiencia se requiere de un(a) espectador(a) very special: Cito: ``Esta acción dramática consiste en doce horas de trabajo continuo: Nictémero./ ¿Quién está invitado a participar en un Nictémero?/ Una persona adulta que sin importar oficio, sexo, nacionalidad o creencias, esté dispuesta a pararse en el umbral de sí misma y auto observarse, reflexionando durante doce horas el sentido de su vida (por si no ha visto la película de los Monty Pyton), y a través de un ritual personal, realizado en la Ciudad en donde los Hombres trabajan su Rostro Sagrado (léase Teotihuacan), re-definirse.'' Todo esto basados en el arquetipo de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada. Las funciones en Teotihuacan están programadas para los días 18 de agosto, 15 de septiembre, 13 de octubre, 10 de noviembre, 8 de diciembre y 31 de diciembre (fechas significativas, si las hay). Los requerimientos mínimos son: zapatos para caminata; ropa cómoda y térmica; inscribirse con anticipación al teléfono 5553-6861, o al e-mail: [email protected]; cupo limitado. Apúrese a inscribirse, no se vaya a quedar sin autoservicio. Va.

Sin palabras. Este antesalista interrumpe aquí la continuidad de sus especulaciones sobre las Artes Gráficas para comentar con gran entusiasmo un libro que no sólo confirma alguna de las afirmaciones hechas en esta columna sino que la lleva hasta sus últimas consecuencias con un éxito rotundo. Me refiero a la afirmación de que cada arte que interviene en el quehacer editorial tiene su propio lenguaje, su forma única y particular de expresarse. Desde hace unas tres o cuatro semanas anda recorriendo la Ciudad de México y el país entero, repartido de mano en mano, un curioso libro-folleto tamaño media carta, sin lomo y sin título, editado a todo color, en el cual no aparece un solo texto escrito (a excepción del colofón, que comentaremos más adelante) pero que es el testimonio más elocuente acerca de las pasadas elecciones y los comentarios del así llamado público en general. El muy sobado dictum ``una imagen vale más que mil palabras'' es llevado hasta su verdadera esencia: esta es la evidencia, sírvase el lector/observador sacar sus propias conclusiones. La portada presenta un muro de cualquier ciudad donde, entre trozos de carteles arrancados y manchas de antiguas pintas, se adivina el último (o primero, según) estrato de un letrero preelectoral francamente irónico: ``no anunciar''. Pero este libro no pretende ilustrar la guerra de las bardas y por cualquier espacio donde pudiera pegarse algún cartel; cada imagen documenta la subterránea y anónima acción de los ciudadanos para expresar tanto su sentido alucinante del humor como su crítica al despliegue brutal de una parafernalia publicitaria donde los productos a colocar (léase a imponer en el imaginario colectivo) era la avalancha de políticos envalentonada por los millonarios recursos oficiales otorgados a sus respectivas campañas. A base de plumones de colores, de una simple navaja, con una llave o con los dedos, las transformaciones en los rostros de quienes vendieron su imagen reciben el verdadero contenido que sus ambiciones merecen: la primera fotografía que aparece al abrir el libro es un complicado collage donde el rostro de sabe Dios quién aparece enmascarado, a la manera de nuestro antiguo y ritual ``tapado'' priísta que sufrimos durante 71 años; los ojos y la nariz son un hueco enmascarado, la boca está desgarrada hasta la altura de la corbata del rostro ahora anónimo y secreto, íntimo insulto a quien desea acceder a la fama y el poder mediante la transformación de su rostro en icono mediático. A medida que va uno (h)ojeando las páginas surgen los rostros nacionalmente conocidos, así como las fugaces caras de aquellos que no volveremos a ver pero que nos ``representarán'' en las cámaras o nos administrarán desde las delegaciones -todos, sin falta y sin mengua, mostruosamente deformados, casi irreconocibles: un cíclope femenino que nos observa incrustado sobre el rostro de otra quimera cuya sonrisa aspira a gobernarnos; la firma del gallito inglés aplicada sin rubor a las bocas de las bellas aspirantes; un moño con el arrugado rostro de algún contrincante adornando la cabeza de Labastida; los hermosos ojos y la frente de María Rojo aparecen firmados por una pluma atómica que sostiene: ``no sabe de política''; la motherna efigie de Santiago Creel se transforma, gracias a un mecate de tianguis amarrado a medio cartel, en la faz del hombre lobo, con todo y colmillos; una interrogación sustituye los cuadros mondrianescos de Cuauhtémoc; bajo un enfático ``¡defendámoslo!'' aparece Camacho Solís con cuernos y piochita y los ojos vaciados, ausentes, huecos; la cara de Fox, que arriba dice ``mejor pagado'' está rayoneada con odio y furor de desempleado. Nadie se salva, nadie queda redimido del comentario popular. Este libro-crónica-testimonio-ensayo histórico-reseña popular dice tautológicamente en el colofón: ``esta publicación, al igual que sus autores, no tienen vínculos con ningún partido político[É] Este libro es una producción de Fuera de RegistroÉ'' Consignemos ahora los nombres de quienes, llenos de imaginación, creatividad y voluntad ciudadana, hicieron de este libro sin palabras la glosa más puntual de la transición democrática: Eduardo Barrera, Erick Beltrán, Ana Bertha Madrid, Alejandro Magallanes, Héctor Montes de Oca, Claudia Prado, Sebastián Rodríguez Romo, Leonel Sagahón y Mauricio Volpi. Les damos las gracias a estos muy jóvenes diseñadores y fotógrafos por devolvernos un pedazo de esperanza.

Carlos García-Tort
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