La Jornada Semanal, 6 de agosto del 2000



Fabrizio Andreella

el estado de las cosas

Rutas de evacuación

Conviene, en estos momentos de viajes programados que incluyen doce países en veinticuatro días y sándwich de jamón frente a la Venus de Milo, recordar a Hugo de San Víctor y su ``mundo medieval descrito por la imaginación y las leyendas, un mundo de enigmas, hipótesis y aventuras, donde la fantasía y la realidad colaboraban para crear los mitos de lo desconocido''. Andreella nos habla del antiguo sentido del viaje y de los actuales viajes que se hacen sentados frente a la computadora o en grupos que siguen rutas horriblemente seguras. ``Se ha dejado de viajar por viajar y se ha empezado a viajar por haber viajado.'' El discurso de Andreella es todo menos reaccionario, pues reconoce que ``la civilización tecnológica nos ha prometido y en parte ofrecido comodidades y posibilidades que no podemos despreciar''. Se trata de viajar en paz y de regresar a un mayor contacto físico con el mundo

La vida es un puente. Crúzalo, pero no construyas una casa en él.

Proverbio indio

En Venecia, atrás de Campo San Lio, se encuentra Fondamenta de le Erbe, una calle que termina en el portal de madera taraceada del Palacio Van Axel, propiedad de una familia de mercaderes de Flandes que lo compró en 1627. En una pared del patio, un bajorrelieve muestra un navío cargado de mercancía y amenazado por un mar borrascoso: Navigare necesse est, vivere non necesse es la frase que lo acompaña. No puedo evitar la reinterpretación en clave posmoderna de esa sabiduría antigua frente a la pantalla de mi computadora donde el loguito de Netscape me invita a otro tipo de navegación. Hasta el día en que se tome conciencia de que internet es simplemente un utilísimo medio para efectuar compras, y no la autopista libertadora que permite de navegar por el mundo, muchos vivirán en la ilusión de abarcarlo todo con un click.

``El hombre que considera a su dulce país como el único es un simple provinciano; el que considera a cualquier país como si fuera el suyo es más fuerte; pero sólo el hombre que considera al mundo entero como tierra extranjera es perfecto.'' Así escribía Hugo de San Víctor, teólogo y místico del siglo XII, sin saber que ocho siglos después, no el misticismo sino la tecnología ofrecería los instrumentos para asegurar ese ``extranjerismo'', a través de internet. Y todo esto sin salir de la celda del monasterio. Que la Red está cambiando las relaciones sociales es algo sabido; sin embargo, cuando analizamos con preocupación sociológica los solipsísticos viajes virtuales por los espacios de la Red de los nuevos internautas, no nos damos cuenta de que el turismo organizado es un precursor de esta manía de viajar sin moverse del ámbito cotidiano. Hordas de jubilados yanquis y de parejitas europeas inundan el mundo, llenando hoteles en playas que han perdido la virginidad por una dote de dólares. La teatralización exótica del mundo turístico se encarga de transformar la realidad en asépticas aldeas inmaculadas donde el turista, seducido por las fotos que le enseñaron en una agencia de viajes, puede encontrar lo que esperaba cuando lo compró. Sin embargo, ese turismo no tiene mucho que ver con el viajar, dado que nace más por el tedio producido por los lugares urbanos y rutinarios que por el interés y la necesidad de conocer lo desconocido. Pero ``no es cambiandoÊde cielo que se puede cambiar de ánimo'', advertía Horacio.

Hugo de San Víctor vivía en un mundo medieval descrito por la imaginación y las leyendas, un mundo de enigmas, hipótesis y aventuras, donde la realidad y la fantasía colaboraban para crear los mitos de lo desconocido. Con la narración de su viaje -que tal vez fue resultado más de su imaginación despierta en la cárcel de Génova que de un verdadero recorrido por el mundo asiático-, Marco Polo nos regaló el testimonio de la necesidad medieval de completar la descripción del mundo desconocido valiéndose de la fantasía. Hoy por hoy, el impactante encuentro con realidades desconocidas ya no existe y es aniquilado y vigilado por las guías protectoras de MasterCard, BigMac y ClubMed. English spoken, of course. Si se pudiera transportar Cancún y su sol tropical a Coney Island o al Báltico, la experiencia turística no sería muy diferente. Sin embargo, el turismo es hoy también símbolo de estatus, certificación social de un bienestar que se luce con un buen bronceadito en invierno y con las artesanías exóticas en el salón de la casa. Como dijo Alfonso Karr, se ha dejado de viajar por viajar y se ha empezado a viajarÊpor haber viajado. Estamos muy lejos de las infancias que cultivaban la fantasía y la lectura con las páginas de Salgari, Defoe, Stevenson, Conrad. ¿Dónde está el capitán Ahab que Melville nos hizo descubrir en nuestro interior? ¿Hoy, Moby Dick es simplemente the ultimate site de la Red? ¿El Viernes de Robinson es altavista.com? Ulises, Dante, Marco Polo, Colón, ¿son hoy imposibles sin un password?

El movimiento siempre ha sido consustancial al hombre: su aventura en el mundo empezó con el castigo de Dios a Caín, condenado a una vida errabunda para sustentarse; empezó con el nomadismo y sólo en el 4000 a.C. aparecieron las primeras ciudades. El movimiento parece ser tan necesario al hombre que las mamás mecen a los bebés para que se tranquilicen. Bruce Chatwin, ese extraordinario inventor de viajes, formuló la hipótesis de que las religiones trascendentales nacieron para reparar los daños causados por la sedentarización: según el escritor y viajero inglés, ``los pueblos indolentes y sedentarios [...] proyectan en el mundo del más allá [...] los viajes que no han hecho en este mundo'' (Songlines), y los grandes maestros religiosos -Buda, Cristo, Mahoma- aparecieron en sociedades donde se estaba afirmando el mundo urbano. Para los nómadas, sostiene Chatwin, ``la migración primaveral es un ritual que satisface todas sus necesidades espirituales. Los nómadas son notoriamente irreligiosos. El camino que los lleva a los montes es el sendero de su salvación'' (Anatomy of restlessness). Quedarían así explicados psicológicamente el viaje a la Meca de los musulmanes, los peregrinajes cristianos y la insistencia sobre ``el Camino'' de todas las grandes religiones.

Hoy, en una sociedad donde los medios de comunicación más avanzados son también medios de sedentarización, donde hemos perdido el sentido ritual y simbólico del viaje (¿recuerdan el Gran Tour que los aristócratas nórdicos hacían en la Europa mediterránea?), no quedan muchas alternativas para viajar. Abandonados los viajes existenciales del nomadismo, imposibilitados para los viajes místicos de una espiritualidad inquisitiva, aburridos de los viajes narcisistas del psicoanálisis y rechazados los viajes literarios por su lentitud, hoy por hoy tenemos cuatro posibilidades:

1. El viaje inmóvil del turismo organizado.

2. El viaje de las drogas.

3. El viaje virtual de la Red.

4. El viaje real y retador del viandante.

Sobre el turismo ya hemos hablado, y Chatwin describe con lucidez el viaje de las drogas: ``los pueblos sedentarios han identificado ingenuamente a Dios con el vino, el hachís o un hongo alucinógeno; pero rara vez los verdaderos vagabundos han caído en la trampa de esa ilusión. Las drogas son vehículos para gente que ha olvidadoÊcómo se camina'' (Anatomy of restlessness). El viaje en la Red impide las sensaciones que hacen de un viaje una experiencia existencial. Robert Byron escribía que ``el viajero es un esclavo de sus sentidos; su toma de posesión de un acontecimiento puede ser completa sólo cuando es reforzada por la prueba sensorial. Puede conocer el mundo sólo cuando lo ve, lo siente, lo huele''.

¿Y el viaje real? ¿Qué decir del camino que cruza paisajes, climas, caras, casas, comidas diferentes, si hoy nos transportamos en carros, trenes y aviones? Cuando tenía dieciséis años, Albert Einstein cruzó los Apeninos caminando para ir de Milán a Génova a visitar a una tía. El hombre que revolucionó nuestros conceptos de espacio y de tiempo contó que ese viaje le sugirió las primeras ideas sobre la relatividad y comentó: ``Si yo no viajara sobre mis piernas lentas, sino en aquel rayo de luz, con aquella velocidad, ¿cómo me parecería el mundo?'' No es una casualidad que el hombre haya dado a las distancias nombres de partes del cuerpo -pies, pulgadas, brazos, etcétera. El espacio real que el hombre experimenta es una extensión del cuerpo, y sólo a través del cuerpo el hombre puede definir el espacio viviente. Recuerdo que un día, volando sobre Houston, Texas, vi la extensión urbana manchada de puntitos azules, como si la ciudad sufriera una epidemia desconocida. En el lapso que me llevó captar que eran las albercas privadas de un suburbio residencial, mientras el mantra de las aeromozas chicken or beef?- se acercaba en el pasillo, sentí toda la inconsistencia de mis impresiones aéreas, sentí mi viaje por avión como un paréntesis de mi vida, sentí que había dejado mi cuerpo en México para retomarlo en Nueva York, donde terminaba mi vuelo, y que mi viaje era un viaje cartesiano, en el que para saber que estaba vivo debía decir cogito ergo sum.

La civilización tecnológica nos ha prometido y en parte ofrecido comodidades y posibilidades que no podemos despreciar. No se trata de negar la importancia y las extraordinarias oportunidades que nos dan las tecnologías de transportación y comunicación, sino de ser conscientes también del precio que el hombre paga por esos privilegios. Como nunca antes, vivimos gran parte del día encerrados en cubículos, oficinas y automóviles que, si sumamos sus superficies, no llegan a los veinte metros cuadrados. Si las sagradas autopistas de la información vía internet nos abren espacios virtuales infinitos, la vida real se desarrolla cada vez más en jaulas funcionales con sus correspondientes enfermedades psíquicas. El concepto de transportación está cambiando. Lo que se mueve ya no es la parte física sino las intenciones y los mensajes. Nuestro contacto físico con el mundo es siempre más reducido, independientemente de cuántas vacaciones tomamos.

El viandante que hace del camino el sentido de su movimiento -si todavía es posible su existencia- no se reconoce en los conceptos de territorialidad y propiedad. Pasa de un sistema de leyes a otro, de un sistema de costumbres a otro. Territorialidad, propiedad y ley son producto de la sedentarización. Los valores que definen al viandante son los que encuentra en el camino. Es extranjero siempre, y extranjero incluso para sí mismo, ya que se ve obligado a poner en tela de juicio todas sus costumbres, formas de pensar, prejuicios y fantasías. Su viaje es una experiencia de desorientación del alma, que se vuelve instinto, que confía a los sentidos y a la intuición la decisión de abrirse o de defenderse. El viandante descubreÊque la identidad es sencillamente la elección de algunas costumbres. ``Son pocos los hombres que aman viajar por largo tiempo; pues se trata de una fractura continua de todas las costumbres, de un mentís infligido continuamente a todos los prejuicios'' (M. Yourcenar, Memorias de Adriano). Chatwin anotó en sus libretas de viajes que ``gran parte de la población mundial está en movimiento como nunca antes: turistas, hombres de negocios, mano de obra emigrante, vagos, activistas políticos'' (Anatomy of restlessness). Y yo agregaría jefes religiosos, exiliados políticos, reporteros, becarios y enamorados. Sin embargo, toda esa gente en movimiento no esta viajando propiamente. El viaje es un desafío a las certezas asentadas en la rutina cotidiana, es una exploración de la interioridad sin la seguridad de los mecanismos aprendidos para relacionarse con el mundo exterior.

Quizá este recorrido sin brújula alrededor del viaje nos permita entender mejor la frase de Hugo de San Víctor que cité anteriormente, y podamos viajar en paz ya se trate de internet, las drogas o el turismo organizado.

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