La Jornada Semanal, 30 de julio del 2000



José Blanco Regueira

M aría Zambrano:
exilio y ficción

El maestro Blanco Regueira dialoga con María Zambrano y le plantea sus adhesiones y sus discrepancias sobre el tema de los exilios y, en particular, del exilio español. Advertimos a los lectores que se van a encontrar con un texto duro y sin concesiones, que no tiene el propósito de escandalizar al proponer una perspectiva distinta para observar los exilios, sino el de abrir una discusión sincera e inteligente. Blanco enfrenta todos los aspectos sentimentales del exilio y del patriotismo y propone un tema de reflexión (puede provocar reacciones parecidas a las de la Convcención de Aguascalientes ante los estrujones de bandera de Soto y Gama): ``Y del mismo modo, siguiendo el corolario político de esa ilusión, que uno no puede imaginarse sin patria sólo revela un deplorable estado de astenia imaginativa: tampoco el paralítico de nacimiento puede imaginarse sin muletas.''

A los exiliados nos acompaña siempre la patria como un tumor de ficción. Sólo podemos pensarla por analogía con los apostemas que incuba el cuerpo canceroso: algo que evoca una ablación imposible y que rara, muy rara vez, escapa a la tentación de revestirse con el estúpido manto de la nostalgia.

Mucho antes de poder figurar en nuestro espíritu como algo de lo cual fuimos alguna vez arrancados, regazo imaginario donde trata de guarecerse la desdicha, se deja vivir como la insistencia de algo por arrancar: prurito abyecto nunca del todo deyecto, pesadilla que acompaña a la de los nombres propios. Y es que siempre que se habla de patrias se trata de propiedades y de nombres: exilio como expropiación, quimera trashumante de la reapropiación o -dicho con más propiedad- sueño febril de lo impropio, invención de un régimen para nuestra deriva. El solo hecho de experimentar la vida como ``nuestra'', ¿no habla acaso de un intento siempre fallido de domesticar el devenir, de someterlo a un régimen?

El concepto de régimen presenta al menos dos facetas cuya articulación convendría pensar. Es a la vez dietético y político, ya que un régimen de la índole que sea sólo puede ser soportado por un enfermo o por un súbdito: en todo caso nos habla de un estado de propiedad del cuerpo, individual o social, valetudinario o ciudadano. Se trata de traer gobernado un cuerpo de suerte que cada parte en devenir haga lo propio; pero la naturaleza de lo propio consiste precisamente en ser determinado como tal. La esencia de la propiedad, en cualquier sentido que se tome, es la determinación, y determinar no es otra cosa que regir. La determinación es el acto violento por el cual el pensamiento fija términos, instaura lindes, pone marcas. Toda patria es un linde y una marca, un límite y un signo, es decir siempre y en todo caso una promesa, una reglamentación bastarda del juego del deseo y la ficción.

A la ficción de la patria no se puede oponer nunca con éxito algún ideal cosmopolita, como noblemente pensaran los estoicos, pues cuando los límites de la patria se ensanchan hasta confundirse con los del mundo, y como quiera que éstos nunca serán determinables para el pensamiento, la patria entonces, en vez de desvanecerse, tiene el recurso de volverse celestial, nutrida por suspiros firmes como columnas.

Se trata de un fantasma metafísico y político, siempre pronto a mostrar su triste faz religiosa cada vez que lo ``terrenal'' desmiente las pretensiones de nuestros deseos. Y es que la confusión de la patria con un territorio, siempre fomentada por todosÊlos Estados, no consigue nunca ocultar su esencial idealidad, su enemistad profunda con la tierra.* Antes y después de conquistar para sí una siempre contingente demarcación geográfica, es una idea parasitaria que se nutre con la sangre de los pueblos. Lo que más quisiera el exiliado (¿y qué pueblo no es, en el fondo, exiliado en su ``propia'' patria?) sería poder arrojar lejos de su corazón ese forúnculo que alimenta el prurito de su vida corrupta y que hace de él, como bien dijera María Zambrano, una criatura devorada, un breve charco de sangre mezclada con ponzoña. Pero ese movimiento de ablación gloriosa que lo mudaría de exiliado en apátrida se le torna una y otra vez imposible: para eso está el Origen, para eso la Memoria.

El Origen es el guardián de lo Imposible, el sello que asegura el fracaso de la libertad, el émulo siniestro de la vida infinita. Siempre a un tiempo memoria de sí mismo y de nada, poder de la memoria como victoria de la nada, invita a la pesadilla de la anamnesis sin fin, la horrible conversión hacia ``la noche de los tiempos'' donde habrá de suponerse guarecido si queremos soportar las torturas de ``nuestro'' presente. El Origen se anuncia a sí mismo como la Patria de todo devenir, como el fundamento perdido de toda historia. Concebir el proceso histórico como un exilio (``exilio del universo'', dice María Zambrano) será siempre una gran verdad y una verdad a medias. Es que en materia de verdades la grandeza sólo se alcanza por rebajamiento. Sólo las pequeñas verdades conservan su entereza; la grandeza de las otras es a menudo efecto de un modo de callar. Que la historia sea exilio, errancia constante, deriva tragicómica, parece cosa cierta; la falacia comienza cuando ese devaneo se remite a un origen perdido (llámese universo, naturaleza, esencia primera, patria al fin). Entonces se vela irremediablemente lo que de interesante podría ofrecer la palabra exilio tanto para el pensamiento como para la vida misma: exilio que ya no sería de nada ni de nadie, exilio sin referencias, orfandad sin origen. Nos volvemos incapaces de descubrir, tras el devenir del exiliado hecho historia, la condición apátrida que lo sustenta y desborda. Paradójicamente, la noción de Origen nos condena a dos incapacidades simétricas: oblitera el camino hacia un pensamiento de la génesis de nuestra condición de exiliados y suprime también la posibilidad de pensarla como una desembocadura en el océano de la simpatria, en la gloriosa amnesia del devenir que Nietzsche alguna vez se atreviera a nombrar inocencia.

Ni remotamente parece haber vislumbrado María Zambrano los efectos mutiladores del Origen a lo largo de todas sus espléndidas descripciones del exilio. Incluso tras sus devoraciones se adivinan siempre las dentelladas de un Padre, aún cuando -como en Notas de un método- el lugar del Padre (la Patria) parece ceder su preeminencia al lugar de la Madre (valdría decir la Matria) pensada como Carne, subsuelo sensible de la inteligencia. Siempre la remisión al Origen y el tema concomitante del retorno imposible: los que fuimos arrancadosÊa España, los que fuimos vomitados por España seríamos los únicos todavía obligados a creer en España. ¿Y cómo no habríamos de serlo si insistimos en ser aún piadosos? Pues el Origen hermana el dolor con la piedad, el sufrimiento con la prótesis del ``sentido''.

La Patria -se dice- produce sus exilios. Y es verdad. ¿Se concebiría acaso un Padre cabal sin hijos pródigos? Pero reparemos en el movimiento inverso: es el exiliado quien inventa todas las patrias mucho antes de que éstas reciban constitución, envergadura y nombre. El efecto de anterioridad que luego rige sólo puede ser producido a posteriori, es el nombre de nuestra verguenza, es decir, de nuestro dolor presente sometido ya a una filiación, a un pasado imaginario. En el dolor de existir insistimos en leer la marca de un desprendimiento original, de una especie de parto metafísico cuya factura infantil es tan evidente que hace superfluas las explicaciones del psicoanálisis. El discurso infantilizante de la metafísica y de la política de Estado nos embrutece con tanta o más eficacia que las religiones del Padre, en la medida en que determina las más llanas convicciones del ``sentido común''. ``Todo tiene un origen'', afirmación en apariencia tan inocua como huera que, sin embargo, entronizada filosóficamente bajo forma de principio (de causalidad o de razón), atestigua un singular efecto de parálisis del pensamiento. Que no podamos pensar nada sin el recurso repetido a tales principios no demuestra en absoluto la ``verdad'' de los mismos, sino únicamente la atrofia consuetudinaria de nuestra capacidad pensante. Y del mismo modo, siguiendo el corolario político de esa ilusión, que uno no pueda imaginarse sin patria sólo revela un deplorable estado de astenia imaginativa: tampoco el paralítico de nacimiento puede imaginarse sin muletas.

Todo esto es bien sabido, pero está mal saberlo. La experiencia política del exilio lo muestra a ojos vistas cada vez que se atreve, aunque sólo sea por instantes, a arrancar de sí las prótesis interpretativas que se le injertan desde el nacimiento. ¿Pero cómo concebir una experiencia liberada permanentemente de tales aditamentos? Tal vez la secreta respuesta la tienen los nómadas, es decir, aquellos para quienes el exilio ya no es un acontecimiento sino una condición de vida, en la cual toda patria posible se encuentra destituida en su identidad fantasmal, privada del prestigio ciego que le hace ser precisamente eso, una patria siempre posible. Pues es la categoría de lo siempre posible (que los cristianos de toda laya llaman ``libertad'') la que nos hace la vida imposible. La vida, es decir, el devenir apátrida, atraviesa todas las patrias en un movimiento vertiginoso que casi nunca podemos seguir, ya no con la existencia entera, sino ni siquiera con la mirada. ¿Y cómo habríamos de poder, si hemos venido a hacer depender nuestra sobrevivencia de los lastres que al devenir impone una memoria enferma? En nosotros la potencia de volar y de ver, de ver volando y de volar mirando, ha sido ya sometida a la pesada obligación de recordar. Muertos en vida, exiliados de la vida, eso de vivir se nos ha transformado en un trabajo: la grave tarea de conjurar el vértigo.

Los exorcismos de nuestra razón enferma no se dirigen tanto hacia la muerte cuanto hacia la vida misma, si por vida se entiende la puesta en juego vertiginosa de la muerte que contrariaría toda voluntad de asentamiento. ¿No es el hombre -y sobre todo el hombre moderno, ese enfermo terminal- una especie de ave de corral que no sabe qué hacer con el peso de sus enormes alas atrofiadas? De ahí una desvirtuación radical de la voluntad de territorio: la patria como cárcel protectora, como redil o corral, como territorio de Otro que nos vigila y cuida. De ahí también la interpretación del exilio como penitencia o expiación sin término de un pecado que, lógicamente, ha de evocarse siempre teñido por los prestigios de lo ``original''. Nos quedamos boquiabiertos al comprobar cómo un espíritu tan vivaz como el de Zambrano ha podido evitar la náusea y la repulsa ante todas esas inmundicias propias de un entendimiento cristiano, que Kierkegaard sólo pudo hacer suyas con el corazón delirante de la ``enfermedad mortal''. Pero es propio de muchos espíritus poderosos el retroceder horrorizados por su propia clarividencia. En ellos lo que mueve a la fe no es una falta, sino un exceso de luces. La desesperación, aunada a un exceso de acuidad en la mirada, mueve fácilmente a la pérdida del pudor.

La génesis de las abstracciones edificantes (el Bien, el Mal, la Esencia, el Fenómeno, el Origen, la Verdad, el Error, el Principio, lo Principiado, el Logos seminal, la Materia marcada, etcétera) está aún por escribirse en gran medida. Las incursiones de Nietzsche en ese sentido siguen aún siendo, y lo serán por mucho tiempo, lo único digno de tomarse en serio. El resto son conatos solamente, muñones abortados más que órganos. Así, por ejemplo, la crítica marxista al concepto de Patria tiende sobre su propio cuello una soga criminal: los proletarios no tienen patria (sólo a la burguesía le serviría aún para algo esa noción), pero a cambio les toca ser los representantes de lo Universal, triste papel que de golpe sitúa sus luchas en el marco de una concepción cosmopolita, tributaria de los conceptos edificantes de cosmos y de polis. ¿Da Marx con ello un solo paso allende la perspectiva del estoicismo decadente? Una vez más el pensamiento crítico retrocede ante el vértigo de sus consecuencias y en ese retroceso funda la positividad de su acción, su carácter ``propositivo''. Seguimos aún historizando el devenir bajo el modelo del ``proyecto'', proyectamos aún una vida que habría de ser ``nuestra''. ¿Cómo no habremos de terminar entonces por echar mano de los conceptos universales para formular aún una esperanza? Si el marxismo se revuelve contra ciertas abstracciones, es para echar mano de otras profundamente vinculadas al fraude cristiano. También Marx habría sido, a pesar suyo, zambraniano avant la lettre. Y si nosotros tenemos que serlo, si podemos aún soportar al dictado de la pluma de María Zambrano el despliegue de una cosa tan desconsolante como una filosofía de la esperanza, ello no es por ninguna suerte de simpatía o complacencia, sino por una obligada confesión de invalidez.

Si todavía no pensamos -tal como recordara Heidegger- es porque todavía no vivimos. La esperanza es el taparrabos de la impotencia.

* Por supuesto que no basta con oponer la idealidad de la patria a la materialidad del territorio. Es una distinción insuficiente pero indispensable. Insuficiente por la deuda obvia que aún contrae con los repartos categoriales de la metafísica, pero indispensable por cuanto hay que seguir pensando (conformes a la vez con el marxismo y con la genealogía nietzscheana) que las tareas de descripción de las idealidades ``ideológicas'' en su fundación misma serán siempre vigentes, es decir pendientes. A este respecto, los análisis de Deleuze-Guattari -desde el Anti-Edipo (1973) hasta ¿Qué es filosofía? (1991)--conservan el valor único de geniales esbozos.

Ilustraciones: Margarita Sada