La Jornada Semanal, 23 de julio del 2000



Arnoldo Kraus

el estado de las cosas

La relación médico-paciente

Arnoldo Kraus nos dice que ``el universo médico-paciente es algo más que inmenso: todos enfermamos alguna vez''. Han reflexionado sobre este tema otros médicos-escritores: Chéjov, Duhamel, Marañón, Ramón y Cajal, Bulgakov, Peón Contreras, Miguel Torga, González Martínez, Azuela, Nandino... y todos han insistido en la necesidad de retomar el discurso moral y de reformar la preocupación humanística. Kraus cita un texto de Karel Capek que es una apología de la utilidad del saber: ``La sabiduría no puede ser cruel, ya que es amabilidad y simpatía en y para ella misma; no busca beneficios comunes, sino gente que persigue una meta más allá de ellos. Si encuentra una debilidad, perdona y se apiada. Conduce a la armonía.'' En fin, como decía Ionesco: ``Todos los médicos son unos pillos y los pacientes... también.''

A diferencia de las personales, la mayoría de las obsesiones colectivas tienen explicaciones que podríamos catalogar como lógicas. Mientras que las repeticiones y reiteraciones individuales suelen rayar en lo patológico, la búsqueda iterativa de la verdad en la comunidad obedece a una demanda, a un hueco, a un error, o a un desencuentro entre lo esperable y lo observado. Es poco común que muchos se quejen de lo mismo sin causa. Es infrecuente que grupos disímbolos se sientan perturbados sin razón por motivos similares. Y es improbable que la comunidad llame a la cordura si la lógica impera. La evocación de la otrora mágica relación médico-paciente en sitios distantes, por sociedades diferentes y por diversos mass media en múltiples idiomas, tiene suficiente razón de ser como para seguir dilatando discusiones pertinentes. En síntesis, vindicar y reinventar la relación médico-paciente es una obsesión comunitaria cargada de lógica.

El universo médico-paciente es algo más que inmenso: todos enfermamos alguna vez. De ahí la pertinencia de repasar los reclamos no sólo de la sociedad, sino de algunos médicos cuya preocupación por la ética médica y el ejercicio contemporáneo de la medicina, sobrepasan las fronteras de la necesidad de saber e investigar. Incluso hay voces que denostan las bondades del conocimiento al advertir sus caras amorfas y la inequidad en su distribución; estas voces suelen recordar que antes de la molécula están el nombre, la cara y el alma del paciente.

En su autobiografía, Norberto Bobbio comenta que ``al progreso moral no le acomoda ninguno de los atributos de la aceleración, de la imparabilidad, de la irreversibilidad que conviene al progreso hostil, tanto respecto a las insidias de la naturaleza como respecto a las ofensas de sus semejantes''. Si leo bien a Bobbio es lícito preguntar: ¿dónde y cómo queda el ser humano? ¿Se convierte en rehén de sí mismo, de sus semejantes, de la ciega tecnología o del amorfo e impenetrable fenómeno del poder? Y, a renglón seguido, cuestiono, en la medicina contemporánea, ¿cuáles son los significados del poder?

Englobados en el fenómeno de enfermedad, muchas veces transitorio y por ende finito y atemporal, se encuentran, no se enfrentan, dos seres humanos iguales que ocupan lugares diferentes, en muchas ocasiones, sólo fortuitamente. La etiología más común de las enfermedades -no pido disculpas por mi aparente negación de la ciencia pues únicamente reproduzco la realidad-, es el azar. Las palabras ``esencial'', ``desconocido'', ``aún no se sabe'' o ``es un virus'', son lugares comunes en el lenguaje de cualquier doctor. El desconocimiento de las causas íntimas de las patologías no debe avergonzar; al contrario, puede ser factor de encuentro con lo que sí se sabe: enfermo y doctor suelen ser iguales. Los médicos que se conviertenÊen pacientes bien saben que las sillas que acostumbran ocupar son transitorias; las fronteras entre salud y enfermedad son tan frágiles como las diferencias entre médico y paciente.

Recapitulo: paciente y galeno pueden ser el mismo. Mientras que uno ejerce su oficio, el otro, dueño de otras artes, requiere, por un tiempo, del primero. La vieja frase que asevera que los médicos no tenemos pacientes sino que los pacientes tienen médicos, reproduce los vaivenes de esa relación. Otra vez recapitulo: el poder que suele ejercer el doctor depende de una imagen transitoria, y necesariamente de otra persona: el enfermo. Si no existe la solicitud de cura, la posibilidad de ejercer poder no existe.

La elección de un doctor, cuando es factible -inútil recordar que para la mayoría de los mexicanos eso no es posible-, supone una miríada de situaciones. Para el propósito de estas palabras destaco dos: confianza y reconocimiento. Confianza implica entregarse, creer, y la certidumbre de que parte de la cura será por lo que representa la figura del médico. La expectativa final de esta interacción, y que por supuesto es la que espera el enfermo, es que se establezca un vínculo empático. Reconocimiento entraña la idea del saber, de la experiencia, del conocer. Al acceder a determinado tratamiento, se confía en la certeza del conocimiento y en el manejo ético del saber, de la ciencia, y, por supuesto, del médico. La receta con la que abandona el enfermo el consultorio es tan sólo el eslabón final de la cadena que resume confianza y conocimiento. El beneficio de los medicamentos ahí anotados será más útil si confianza y conocimiento se amalgamaron adecuadamente durante los encuentros entre doliente y doctor. El feliz destino de tal amalgamamiento -pacientes y médicos que se escuchan entre sí- depende, otra vez, de varios factores. Sobresalen dos: el conocimiento como servicio y no como poder, y el diálogo como arte terapéutico.

Al citar a Bobbio líneas atrás, cavilaba sobre las dos caras del conocimiento: la que olvida y la que incluye. La que logra desmenuzar a la célula y la que enferma de amnesia, olvida problemas más ingentes como el sida o la tuberculosis. O al propio enfermo como persona para reducirlo a órgano, queja o anomalía de laboratorio. La que es amable y reconforta y la que es utilizada como poder. Poder que cuando se mal usa controla y no explica. Control que se convierte en monólogo cuando los galenos investidos de ciencia y sapiencia pretenden suministrar sus saberes sin considerar que el de enfrente es también responsable de su cura. Si la medicina se ejerce de esta forma, es decir, autoritariamente, es probable que el enfermo no comprenda la naturaleza de su mal y, como consecuencia, no modifique conductas físicas o del alma que contribuyan a su saneamiento y bienestar posterior. La relación autoritaria, por ende, no es óptima en medicina. Desafortunadamente nuestra medicina, sobre todo la institucional, está enferma de autoritarismo.

El ejercicio del poder bien entendido implica la libertad para comentar, aceptar o no, y criticar bilateralmente. Compartir conocimiento construye vínculos invaluables y fertiliza la mejor comprensión de la enfermedad por parte del paciente. Lo anterior supone conquistar una de las metas más preciadas del saber médico: pacientes independientes que reconocen en la figura del doctor sabiduría y dirección.

Conocer puede ser también una enfermedad del ego, de endilgarse la sensación de superioridad, del no reconocimiento del otro. En contra del glamour de la ciencia siempre es oportuno embarrarse de una dosis de modestia y distinguir algunas diferencias entre los saberes para recordar que buena parte del conocimiento, médico y no médico, termina pronto y no en pocas ocasiones en el cesto de la basura. Karel Capek, filósofo y escritor checoslovaco de principios de siglo expuso, quizáÊmejor que nadie, la utilidad del saber. Recurro a él. En una historia que lleva por título Agathon o sobre la sabiduría, Capek propone una reflexión sobre la inteligencia, la razón y la sabiduría. De ahí leo:

¿Cómo contextualizar inteligencia, razón y sabiduría en la relación médico-paciente? ¿Cómo leerla bajo el juego de la enfermedad? La sabiduría, y ahí englobo la forma más pura del conocimiento y del saber del doctor, es la experiencia personal. Experiencia que si se humaniza -y eso es precisamente medicina- atrapa a enfermo y doctor en un mismo camino, en un sino idéntico, en un diálogo terapéutico.

Tratamiento implica no sólo dos personas, sino dos lenguajes provenientes de la mezcla de la solicitud y de la escucha. ``Diálogo'' es el término que resume esas actitudes. La palabra alemana Behandlung, siguiendo al filósofo Hans-Georg Gadamer, significa tratamiento o manejo cuidadoso del paciente. Cualquier médico conoce el valor de la palpación y del tacto como arma terapéutica. Sabe también que el poder encerrado en la bata y los diplomas que afean los consultorios se mitiga cuando al diálogo sigue la palpación, que no es más que otra forma de hablar. No hay duda de que la distancia entre paciente y médico se acorta con el diálogo. No sobra tampoco recordar que buena parte de los pacientes se encuentran indefensos y vulnerables, por lo que el buen uso de la palabra, su progresión a diálogo y la consecuente discusión pueden ser remedios altamente curativos.

Es evidente que, en el mundo moderno, el tiempo como medida y como cartabón de toda historia y toda acción funciona en contra del diálogo. Suele no haber tiempo, suele no entablarse relación porque asedia el tiempo o por las mil preocupaciones externas que demarcan la cotidianidad de enfermo y doctor en este convulso mundo. Si esa plaga, llamémosla ``no tiempo'', acecha a la medicina privada, ni qué decir de la institucionalizada, en donde la despersonalización de todos es universal; ahí, caras y nombres son excepción.

De cualquier forma, no sobra enfatizar que el diálogo no sólo es un arma que disminuye el significado del poder, sino que es pilar en el éxito del tratamiento y su importancia persiste durante toda la enfermedad. Importancia que pervivirá entrado el milenio siguiente, a pesar de que sigan naciendo nuevos Julios Verne médicos que penetren y desmenucen las células del cuerpo humano. No hay molécula que sustituya a la voz.

Vale la pena recordar que la palabra ``clínica'' proviene del griego clinos, que significa ``al lado de la cama'', mientras que la palabra ``terapia'' tiene también raíz helénica, therapeia, que implica servicio. ``Al lado de la cama'' debe entenderse como la escucha cuidadosa, mientras que servicio o therapeia, como una relación respetuosa que preserve la sana distancia entre médico y enfermo. La suma clinos-therapeia equivale a diálogo. El diálogo fructífero implica además la participación del enfermo. Ni la clínica ni la terapia pueden ejercerse sin la escucha y la réplica bilateral. El poder bien utilizado en medicina debe entenderse como el puente que se construye a partir del dolor y la demanda de restauración de un bien perdido con los frutos del conocimiento. Entre la enfermedad y la ciencia, la patología y la clínica, la cura no sólo depende de los fármacos sino de la sana autoridad moral.