La Jornada Semanal, 18 de junio del 2000



(h)ojeadas

Parcelas excéntricas

Carmen Leñero

Esther Hernández Palacios,
Los espacios pródigos,
Biblioteca Universidad Veracruzana,
México, 1999.

A menudo, los espacios que nos resultan más generosos, aquellos que podríamos calificar como ``espacios pródigos'' donde nos sentimos a nuestras anchas, donde recuperamos la sensación de abundancia, lujo, gratuidad, no son, como se esperaría, ni los más frecuentados, ni los más abiertos, ni los más altos, ni los que brillan al sol en el centro del mundo. Se trata en cambio de zonas en penumbra, de jardines secretos, de rincones muy privados, quizá interconectados con otras intimidades, de pasajes recónditos y enigmáticos en los que reencontramos nuestra precaria libertad, nuestra curiosidad y deseo, y en los que volvemos a sentirnos inspirados para vivir, escribir versos, contemplar amorosamente las criaturas y las cosas.

Los ensayos de este libro son así, espacios pródigos por laterales, por inusitados y periféricos. Y no es que las obras y autores de los que trata no resulten centrales para una historia de la literatura, sino porque aquello que Esther Hernández Palacios explora es siempre un sesgo, la zona ignota, una faceta olvidada, una grieta respecto de lo que las teorías, la crítica literaria oficial o el lector común han dicho; ella prefiere abrevar en una parcela excéntrica, en un núcleo vivo de experimentación, en un aspecto bajo la sombra. Y se detiene sólo en algo que a su entender merezca ser retomado y reconsiderado, rescatado de la indiferencia, defendido o mitigado como un dolor. La autora tiene un cierto modo, una vocación para dar sentido a la adversidad en cualquiera de sus formas, la adversidad que enfrentan los artistas como hombres vivos y fracturados en contacto con la sociedad, el mercado literario, el paso del tiempo, los horizontes restrictivos de la cultura, la estrechez de la existencia, la avidez del cuerpo, las demandas de su mundo afectivo o incluso su propia conciencia desconcertada de artistas, a veces en amistad, a veces en lucha con una vida de carne y hueso.

Así por ejemplo, escribe para defender el valor primordialmente estético y axiológico de una obra como la de Revueltas; o para reflexionar sobre la mirada nada menos que extranjera, ``desde la otra orilla'', con que dibuja Fuentes a México en Gringo viejo; o para revelar la felicidad latente que tanto se ha desconocido en la obra de Sergio Galindo; o para conmoverse ante la fidelidad y devoción con la que Efraín Huerta, el incrédulo y desapegado poeta, canta a una cultura derruida en El Tajín; o para mostrar la presencia contundente que tuvo Tablada como cronista (a contrapelo de olvidos como el de Monsiváis en su Antología de la crónica en México). La escritura de Esther Hernández Palacios ilumina los exilios interiores y ardientes de Enriqueta Ochoa, el trascendentismo de Revueltas, la asertividad profética de López Velarde y Kafka, la frustración bendecida de Owen, la alteridad cultural de Fuentes, la mexicanidad melancólica de Huerta, la constancia de Tablada, la poética clave de géneros considerados ``menores'', como la carta de amor, la novela rosa, la crónica periodística; la dolorosa e inevitable universalidad de la literatura mexicana, que menos cuando recrea tópicos de la modernidad o temas mitológicos, y mucho más cuando expresa su sentimiento de insuficiencia ontológica y de devastación, no hace sino revelar, según dice Emilio Uranga en su ensayo El ser mexicano, la naturaleza auténtica de cualquier cultura, la esencia contingente de lo humano, siendo precisamente ése el aporte que el alma mexicana, su autoconciencia y expresión, hace a la historia de Occidente.

Cuando Esther Hernández Palacios, como mexicana sensible y alerta, medita sobre la carencia, sobre la adversidad y sobre la otra cara de la moneda en cada una de sus lecturas (como en este párrafo, muy a su estilo: ``De esta manera -dice refiriéndose a la imitación que el originalísimo Tablada hace de López Velarde en La feria-, un aspecto que a primera vista podría parecer superficial o hasta negativo, se inscribe en una de las constantes más ricas -aunque problemáticas- del creador.''); cuando hace todo esto, cuando voltea así las cosas, la autora cubre, más allá de una innegable función didáctica, más allá de la tarea de dar voz a lo que permanece injustamente callado o mal comprendido, y más allá, claro, de un mero divertimento de bibliófilo, una de las misiones más jugosas del ensayo: la de dialogar consciente y concienzudamente con otras voces -previas y posteriores-, la de debatir contra el lugar común y el canon; la de situarse, con vehemencia femenina, en un ámbito colectivo de discusión y goce, al tiempo que se adentra en regiones que seguramente le son muy entrañables.

En su texto sobre la presencia del Libro de Ruth en poemas de Concha Urquiza, Gilberto Owen y Enriqueta Ochoa, Esther habla de los ``espacios de indeterminación'', que según la teoría de la recepción de un buen señor apellidado Ingarden permiten la recreación de detalles en textos posteriores, el llenado de pasajes vagos y, en fin, la reinterpretación. Aunque tales ``espacios de indeterminación'' pueden ser en realidad las fisuras de sentido que Esther gusta tanto de colmar con su corazón y sus ideas. Estos espacios de indeterminación que ella descubre y recubre serían también espacios pródigos donde verter una lectura atenta y propositiva. La tan mencionada recepción se vuelve en este libro acogida de lo que perturba, de lo olvidado, de lo inusitadamente revelador, y se vuelve también llamada de atención sobre aquello que sólo el mirar peculiar y disyuntivo de Esther Hernández Palacios pesca al vuelo. En uno de sus más lindos aforismos, dirá sobre el estrabismo: ``Con el ojo derecho contemplo a mi ángel. Con el ojo izquierdo observo al mundo.''

Cuando se trabaja en la crítica literaria no sólo se va trazando al paso de los años un mapa de afinidades con el mundo de los libros, un cierto itinerario intelectual; también se sigue el hilo de las propias obsesiones y se cumple con las recónditas tareas de nuestro espíritu. No se trata, pues, de atesorar nombres, obras, ideas, radiografías; se trata de conectarse intensamente con lo que amamos, lo que nos duele, lo que perseguimos. En este sentido, una de las preocupaciones que recorre el libro de Hernández Palacios es el dilema en que eventualmente se coloca el arte frente a la vida; la virtual contraposición entre el oficio de escribir y la experiencia. Un cuestionamiento táctico sobre este problema orienta el sentido de muchos de los ensayos, en particular el de López Velarde y Kafka, quienes coinciden en rechazar la fecundidad biológica a favor de la creatividad, pero rechazan también la obra misma a la que ofrendaron su vida, toda su energía psíquica y sus afectos. Frente a esta doble ``negatividad'' (de la vida y de la obra), así como ante la frustración de lo real, sustituido en las cartas de Owen por lo meramente literario, Esther Hernández Palacios escribe: ``y es bien posible que nos veamos obligados a sacrificar el arte a fin de salvar al hombre''.

Pese a todo, la autora de Los espacios pródigos no parece amar las disyuntivas; no se halla a gusto en medio de la escisión. Y aunque en realidad sienta que debe evitarse el sacrificio de cualquiera de los polos del dilema (el del arte frente a la vida, el de la excepción frente al canon, el de la rebeldía frente a la devoción, el de lo autóctono frente a lo universal), motivo por el cual se empeña en validar la coexistencia de opuestos en términos de paradojas ``perdonables'' e incluso ``deseables'', las rupturas siguen lastimando su sensibilidad. Si en su fuero interno tendería a privilegiar la vivencia sobre la letra, y si descree a menudo, sin confesarlo, sin saberlo quizá, y como tantos otros escritores, de la propia literatura, también es cierto que pronto se ve en la necesidad de volver a creer, de salvarla, de reanudar el hilo por lo más delgado. Esto le sucede precisamente cuando mira a la escritura arriesgarse de nuevo, cuando la expresión verbal se convierte en un acto concreto de renovación. De ahí su simpatía por todas aquellas circunstancias textuales en donde la palabra se abre a la aventura, por lo experimental, por la mezcla de géneros, por la peculiaridad como tarea, por las búsquedas solitarias en el pasado común, por los deslices místicos, donde la distancia entre experiencia y expresión se desvanece y la palabra recobra poderes de proferización. Todas estas son condiciones en que la letra, más allá de especulaciones y autocomplacencias líricas, abre la herida de lo real y le da no sólo sentido sino fuerza, fuerza orgánica. Así, en el ensayo sobre Kafka y López Velarde, el dilema arte/vida se resuelve en el descubrimiento de la palabra como decir profético. Allí recobra la literatura sus derechos, allí adquiere su justo sitio en la existencia de los hombres. Así, aunque en vez de cantarla, la literatura niegue y condene a la realidad, resulta que la afirma y protege en términos de esperanza. Así se salvan ambas: palabra y vida; el suceso actual, cotidiano y concreto, tanto como la trascendencia de lo escrito; nuestro pasado devastado y nuestro futuro soñado; el mundo y el ángel.

Esther Hernández Palacios ha cultivado en sí misma a una lectora independiente pero respetuosa, peculiar pero consciente de sus compromisos con otros lectores. Por eso, además de ejercer la paciencia del estudioso y la generosa claridad de un portavoz, ilumina los espacios ciegos y pone en práctica un talento característico de su tierra subterráneamente devastada: el talento para ennoblecer lo adverso y volverlo fértil.



cuento

Entre la reflexión y la vida

Marta Donís

Ricardo Piglia,
Cuentos con dos rostros,
UNAM,
México, 1999.

Heredero (completamente a su pesar) de cierta veta reflexiva legada por la literatura borgiana, en Cuentos con dos rostros, Ricardo Piglia ciertamente hace indagaciones y aventura hipótesis sobre el arte de narrar, pero sobre todo desarrolla un trabajo creativo no sólo solvente sino ejemplar.

Cuando se lee la entrevista que le hace Marco Antonio Campos y que aparece en el epílogo del volumen citado, este escritor parece predicar con alguna arrogancia acerca de sus relatos. En esa teorización sobre su propia obra -una reflexión ágil y lúcida que sólo podría hacer el profesor de literatura que también es Piglia-, uno puede pensar que en sus palabras rezuma la petulancia del erudito. Sin embargo, no es así: de sus cuentos se desprende involuntariamente una profunda compasión por las ``pobres gentes'', como la fichera asesinada, su cafishio (padrote) y el periodista que descubre al verdadero criminal en ``La loca y el relato del crimen''; como Esteban en ``El precio del amor'' y, de hecho, hasta cierto grado, como los personajes principales de los otros cuentos (ciertamente Genz en ``La caja de vidrio'', y de algún modo Ratliff en ``En otro país'', así como Artigas en ``El fluir de la vida''. Tal vez sea porque, como dice Campos, son más ricas y complejas las vidas de los fracasados; los que triunfan irritan.

Pero no se trata propiamente de una compasión del autor, como parecería traslucirse en ciertos cuentos de Monterroso -pienso en ``Leopoldo (sus trabajos)''-, en los que se critican, sin moralina, las debilidades humanas; como diría Nietzsche: con mucha ironía pero sin juzgarlos ni pretender dar lecciones. Es más bien la exposición de situaciones cotidianas, en las que los fracasados, entre los que habría que contar a los enamorados sin esperanza -Ratliff y Artigas, que se asemejan en su sentida falta de alternativas al desesperado Grisóstomo de Don Quijote-, llevan necesariamente las de perder.

Por otra parte, todos los personajes de estos cuentos de Piglia están sumergidos, igual que Grisóstomo, que se ha enamorado de una mujer inaccesible, en la más absoluta desesperación. No tienen salida, o las salidas que tienen son la cárcel, la abyección, la inconmovible injusticia del sistema, el suicidio o el asesinato, la traición...

Pero, claro, la compasión que este autor sabe suscitar en los lectores es el resultado de una argucia narrativa, gracias a la cual los personajes han adquirido complejidad -o redondez, como quería Forster en Aspects of the Novel- y muestran varios lados de su condición humana. Y personajes así no sólo despiertan compasión y aun piedad, también despiertan cariño: se han vuelto entrañables. Si en el cuento memorable de Salinger ``Un día perfecto para el pez plátano'', Seymour no despliega ese humor maravilloso con la niñita en la playa, si no exhibe ante ella la delicadeza y dulzura de que es capaz, si es tan sólo el loco que su mujer y la madre de ésta esperan de él, no lo compadeceríamos ni nos pondría tristes su trágico y absurdo final.

Igual sucede con Emilio Renzi, que desarrolla distintas facetas en el diario donde trabaja, en el departamento de policía y cuando descubre al asesino de la prostituta. Pero el sistema autoritario lo devora. Uno siente verdadera congoja por ese destino suyo que tanto compartimos en los países sin libertades. Y en un extraño efecto de espejos enfrentados, que se reproducen al infinito, Piglia termina el cuento haciendo a Renzi su verdadero autor, quien termina el relato empezando a escribir el cuento. Esto recuerda la estructura infinita de Las mil y una noches y aun la sensación especular que a ratos tiene el Quijote cuando se evoca al sabio que escribe la historia de sus hazañas.

Más allá de su ``inteligencia narrativa'' y de sus ``intensas discusiones'' sobre la literatura, como dice Juan Villoro en el prólogo, Piglia nos ofrece historias de seres desdichados que logran estremecernos.



c u e n t o


La pesadilla en el papel

Pablo Ortiz Aguila

Felipe Agudelo Tenorio,
Cosecha de verdugos,
Juan Pablos/Ediciones Sin Nombre,
México, 1999.

Una ciudad como Santa Fe de Bogotá tiene, además de frías y lluviosas noches, una tensión constante en el alma de quienes la transitan. El tema de la violencia en las grandes ciudades puede ser como una gran teta de vaca a la que todos podemos ordeñar aunque sea un poco, de tal suerte que al ir en un taxi consentimos en que sí: cada vez está peor. Sí, ya se anunciaron en pleno Paseo de la Reforma. Sí, ya ni le dan ganas a uno de salir a la calle. En fin, todo puede quedar en una alarmante plática de taxi, o se puede asumir en nueve alarmantes relatos, como lo hace el colombiano/mexicano Felipe Agudelo Tenorio en Cosecha de verdugos, donde, con verdadera pericia quirúrgica, se adentra en la vida de los habitantes del submundo nocturno y sórdido de Santa Fe de Bogotá, tocando al narcotráfico y desentrañando a personajes siempre en el límite.

Como en una película, el autor nos muestra todos los detalles de la imagen mediante un microscopio, y con el realismo escrupuloso del estilo que maneja, parece no dejar huecos en la percepción del lector.

Cosecha de verdugos es la cosecha de las víctimas y los victimarios. Desde la infructuosa lucha de una joven por salir de la miseria por medio del ``suculento'' cuerpo que tiene (``La muñeca de Seattle añora la diecinueve''), hasta el aspecto humano de un par de sicarios, que podría llegar a conmover (``Héroes malignos''). Desde el relato más espeluznante sobre el tráfico de carne (``La luz oscura''), hasta la locura que se guarda por años y encuentra una válvula de escape (``Doña Gertrudis''), pasando por la mecánica del secuestro (``Una sola derrota basta''), sólo por mencionar algunos de sus títulos.

La crueldad, el insomnio involuntario, el asesinato, la prostitución, el trago y las ganas de vivir y de morir siempre presentes, son algunos de los aspectos retratados en los relatos que nos ofrece el novelista (Las raíces de los cielos), cuentista (Las noches del búho) y poeta (Señales de humo), y están enmarcados en la más pura esencia de la narrativa negra, llevándonos, con un lenguaje lleno de metáforas y resonancias barrocas, a tocar la pesadilla que ahora mismo pudiera estar acalambrándonos en esta Ciudad de México, diferente a Santa Fe sólo en el tamaño y la forma de hablar de sus personajes.



b i o g r a f í a


De cómo Silvestre
se convirtió en Revueltas


Rosa Aurora Chávez

Eduardo Contreras Soto,
Silvestre Revueltas. Baile, duelo y son,
Conaculta,
México, 2000.

Tras un arduo trabajo de investigación y escritura, Contreras Soto logra reunir los fragmentos, la información dispersa en publicaciones previas, diarios, cartas, manuscritos y diversos testimonios; documentos íntimos u oficiales. De esta labor historiográfica y musicológica surgen la biografía de Silvestre Revueltas -de quien poco se conoce y a quien mucho se aprecia a nivel internacional-; el análisis de sus recursos melódicos y armónicos; la revisión del estilo, evolución e influencias revueltianas, así como un catálogo selecto de obras del compositor.

Contreras Soto parte de una pregunta: ¿qué hizo que Silvestre se convirtiera en Revueltas? El autor de Redes y Sensemayá nació el 31 de Diciembre de 1899, en un ambiente de provincia porfiriana y bajo una educación tradicional, donde el arte era visto como recreación, nunca como vocación. Fue el primogénito de doce hermanos, seis de los cuales -los que tuvieron más oportunidad de educación- se dedicaron al arte: Fermín, pintor y muralista; Emilia, pianista; Consuelo, pintora; Rosaura, actriz; y José, escritor. Silvestre escuchó música por primera vez cuando era muy pequeño: se trataba de una orquesta de pueblo que tocaba en la plaza. Fue tan grande su emoción que se quedó bizco durante tres o cuatro días. De grande lamentaba no poder ya quedar bizco frente a otros músicos. Soñaba con música y países lejanos. A los siete años de edad, su padre le regaló un violín y Silvestre tocó por primera vez en público, en el Teatro Degollado de Guadalajara, a los once años. Fue un niño que retenía inmediatamente las obras que tocaba, que ``en vez de practicar lo que se le asignaba, se pasaba el tiempo combinando notas y descubriendo sonidos, con una digitación muy poco convencional''. Su mente independiente se irritaba ante las restricciones, parecía tener un propósito definido. En un ambiente musical dominado por el romanticismo conoció la música de Debussy. ``Lo perturbó su novedad porque era idéntica a la música que él deseaba componerÉ se propuso crear un lenguaje musical que pudiera considerar completamente propio.'' Estudió en Durango, en la Ciudad de México, en Austin, en Chicago. A los diecinueve años inició el consumo intenso de alcohol. A los veintidós ya era profesor en la escuela Julliard de Nueva York, se había casado y era padre de Carmen Revueltas Klarecy; pero se separó de su familia por conflictos derivados de su dependencia etílica. Regresó a la Ciudad de México, donde conoció a Carlos Chávez, quien lo alentó a componer y a dirigir, y con quien posteriormente tuvo una ruptura que Eduardo Contreras Soto trata de documentar con objetividad. Silvestre Revueltas era especialmente sensible a todo lo que ocurría en su entorno, como la muerte trágica de García Lorca, a quien dedicó una de sus más hermosas producciones: Homenaje a Federico García Lorca, que sintetiza su propio ser, en el que Baile es la inocencia, Duelo la tragedia y Son el sentido rítmico. Para Revueltas lo fundamental era el ritmo; él mismo decía percibir la naturaleza de un modo peculiar: Todo es ritmo. Un ritmo ostinato y creciente, un manojo de ritmos diversos superpuestos sin restricción de volumen.

Silvestre Revueltas inició formalmente la composición de obras musicales cuando tenía treinta y un años y murió a los cuarenta. Fueron diez años de intensidad creativa. Algunas puertas se abrieron, como las del cine sonoro, ávido de temas musicales; otras se cerraron, como las de dirección orquestal. Silvestre Revueltas optó por la composición y la docencia, la militancia política comprometida y las ideas republicanas; viajó a España junto a Octavio Paz, entre otros, y fue elogiado por Rafael Alberti y León Felipe. Contrajo nupcias en tres ocasiones y de su tercer matrimonio tuvo cuatro hijas de las cuales sólo una sobrevivió: Eugenia, quien guarda actualmente los manuscritos de las partituras de su padre. Revueltas murió a los cuarenta años, agobiado por su severa dependencia al alcohol y a causa de una neumonía fulminante.

Este libro de Eduardo Contreras Soto nos permite apreciar quién fue Silvestre Revueltas, desde la obra y desde la intimidad. Para admirarlo con mayor nitidez, el autor sugiere acompañar la lectura con música del compositor.



FICHERO

Ensayo

La coreografía, un caso concreto: Nellie Happee, María Cristina Mendoza Bernal, Serie Investigación y Documentación de las Artes, Segunda época, CONACULTA/INBA, México, 2000, 286 pp.

Ensayo (científico)

La biotecnología, Agustín López-Munguía C., Col. Tercer Milenio, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2000, 64 pp.

Ensayo (filosófico)

La hermenéutica, Maurizio Ferraris, traducción de José Luis Bernal, Editorial Taurus, México, 2000, 179 pp.

Ensayo (fotográfico)

La ciudad revelada. Imágenes de Aguascalientes en los años veinte, fotografías de José Villalobos Franco, Ayuntamiento de Aguascalientes, Aguascalientes, México, 2000, 205 pp.

Ensayo (histórico)

La obra política de Manuel Gómez Pedraza, 1813-1851, investigación, compilación y selección de Laura Solares Robles, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora/Instituto Matías Romero-Acervo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores, México, 1999, 470 pp.

Ensayo (literario)

Historia y muestra de la literatura infantil mexicana, Mario Rey, Prólogo de Felipe Garrido, Sm de Ediciones, México, 2000, 448 pp.

La luna en el pozo. Ensayos sobre el arte teatral, en torno a Enrique IV de Pirandello, Carmen Leñero, Sello Bermejo/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2000, 157 pp.

Narrativa

Albina y los hombres-perro, Alejandro Jodorowsky, Grijalbo Mondadori; México, 2000, 135 pp.

Detrás del vidrio, Sergio Schmucler, Ediciones Era, México, 2000, 164 pp.

El daño, Sealtiel Alatriste, Col. Narradores contemporáneos, Editorial Joaquín Mortiz, México, 2000, 181 pp.

Fahrenheit 451, Ray Bradbury, Col. Para leer en libertad, núm. 15, Gobierno del Distrito Federal, México, 2000, 234 pp.

Fin de verano en Donosti y otras historias, Roberto Vallarino, Col. Lecturas mexicanas, conaculta, México, 2000, 178 pp.

Generación X, Douglas Coupland, núm. 223/2, Ediciones B/Grupo Zeta, Barcelona, España, 2000, 308 pp.

Lo fabuloso de la rueda -y otras confabulaciones-, Pedro E. Parra Reynoso, Cuadernos del oficio, taller de letras, Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Morelos, México, 1999, 69 pp.

Novelas y cuentos, José María Roa Bárcenas, Col. La serpiente emplumada, Factoría Ediciones, México, 2000, 319 pp.

Sin novedad en el frente, Erich María Remarque, Col. Para leer en libertad, núm. 14, Gobierno del Distrito Federal, México, 2000, 251 pp.

Uno soñaba que era rey, Enrique Serna, Col. Bolsillo, Editorial Planeta, México, 2000, 326 pp.

Vámonos con Pancho Villa, Rafael F. Muñoz, Factoría Ediciones, México, 2000, 222 pp.

Poesía

Destierro y otros poemas en la sombra, Jaime Torres Bodet, edición y prólogo de Gustavo Jiménez Aguirre, Col. Lecturas mexicanas, conaculta, México, 2000, 228 pp.

El poeta esteta, Gabriela León, Aura María Vidales, Armando González Torres, et al., Obra Negra, México, 2000, 45 pp.

La Divina Comedia, Dante Alighieri, Edivisión Compañía Editorial, México, 2000, 302 pp.

Ruego albanés, Xhevdet Bajral, Versión de Ramón Sánchez Lizarralde, Edición bilingüe, Acrono Producciones/Casa Refugio Citlaltépetl, México, 2000, 95 pp.

Semilla de ficus, Laura Solórzano, Ediciones Rimbaud, México, 1999, 62 pp.

Vocación de viento, María Guerra, Col. Minimalia, Ediciones del Ermitaño, México, 2000, 48 pp.

Revistas

Alforja, núm. XII, primavera 2000, textos de Víctor Hugo, Francis Mestries, José Vicente Anaya, Alda Merini, Mark Weiss, Francisco Sánchez, Benjamín Valdivia, entre otros, Fraternidad Universal de los Poetas, México, 154 pp.

Equis, núm. 26, junio de 2000, textos de Carlos Monsiváis, Rafael Muñoz Saldaña, Amira Armenta, Jennifer Clement, entre otros, Ulises Ediciones, México, 80 pp.

Tierra adentro, núm. 104, junio-julio del 2000, textos de Daniel Sada, Edgar Reza, José Ramón Ruisánchez, Gonzalo Vélez, Celso Santajuliana, Gaspar Orozco, entre otros, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 95 pp.

Ventana interior, núm. 8, mayo-junio del 2000, vol. II, año 2, textos de J. Cruz Oliva, Rafael Zamarripa, Edgar García, Manuel Anaya, Manuel Cruz, entre otros, Fondo Regional para la Cultura y las Artes del Centro Occidente, México, 64 pp.