La Jornada Semanal, 18 de junio del 2000



Augusto Isla
Luis Hernández Navarro

El estado de la izquierda

Augusto Isla reflexiona sobre Babel, que es ``el relato de la unidad imposible: el del hombre que busca la cercanía de las nubes, la equiparación con los dioses''. Al referirse a la nueva derecha intelectual mexicana, Isla nos recuerda que ``conocemos sus límites y sabemos de qué males sociales desvía los ojos'', pero recomienda a la izquierda escuchar su voz y asumir las críticas que hace desde su ``trinchera cultural''. Luis Hernández Navarro analiza cómo, frente al problema indígena y otras graves enfermedades sociales, la nueva derecha intelectual ``prescindió de su bagaje teórico'' y se largó a vociferar o a ironizar con ingenio más bien escaso. ``La capacidad que mostró en el pasado para fundamentar y desentrañar el estatismo y autoritarismo de la izquierda partidaria, ha estado ausente en la tarea de discernir los movimientos emergentes que no pueden ser documentados como parte de la biografía del poder'', nos dice con toda razón Hernández. Esta ``es la hora de los ciudadanos de Babel, la hora de las ciudadanías iguales y diferentes''.

Cómo salir de Babel
Augusto Isla

Babel es el relato de la unidad imposible: el del hombre que busca la cercanía de las nubes, la equiparación con los dioses. La torre inconclusa, que ha fascinado a tantos pintores, nos arroja al tiempo cuyo signo es la diferencia. ¿Castigo divino, defecto del ser? Mas se trata del drama del ser libre. Quien lo es, está condenado, por designio, a distinguirse de los otros. Del mito hebreo a la sociedad moderna, la libertad arrastra sus paradojas: nacida de la natural igualdad, termina por exigir al sujeto volverse diferente, competir, sobresalir... dominar. Platón le dio el nombre de thymos a esta voluntad de distinguirse.

Donde dos hombres discuten y se enemistan, ahí encontramos los resplandores de la polis. Izquierda y derecha son solamente dos categorías que nos permiten reconocer el drama, que sabemos de carne y hueso, de tomar partido, renunciar a la soberbia metafísica, a ese voraz apetito de unidad, que no expresa sino el triunfo del más fuerte.

La tentación babélica es recurrente. Las utopías y los totalitarismos dan cuenta de ella. Hoy se llama globalización, fementido y bárbaro destino que pretenden imponer los señores del poder mundial que, olvidadizos, tejen meticulosamente la catástrofe. Su thymos frenético no construye: depreda. Sobre la ruina de las certezas, levanta la suya, inapelable y desastrosa: pudre las raíces míticas y éticas de los pueblos, expande las tinieblas de la miseria.

Luis Hernández Navarro (Ojarasca, 10 de abril del 2000) tiene razón al rebatir a Aurelio Asiain. Al separar izquierda y derecha, nos situamos en el corazón de lo político, así sea de una manera provisional. Pero ¿acierta su retórica cuando califica a la nueva derecha intelectual mexicana? Escuchémoslo: ``Rentista tardía de la bonanza planetaria del `pensamiento único', renegada de su identidad, heredera con escrituras de la caída del muro de Berlín, socia y émula del circuito cultural estadunidense, esta derecha está convencida de que la crítica cultural otorga credenciales suficientes para emitir, sin argumentos, juicios sumarios a sus adversarios en el terreno político.'' ¿Este es el tono de la discusión que se merecen? ¿Por qué quejarse de su silencio sobre la situación de los derechos humanos, la militarización de Chiapas, la matanza de Acteal, si conocemos sus límites, si sabemos de qué males sociales desvían sus ojos, si no ignoramos cuándo se enardecen? El arte de la discusión no puede ser sustituido por la descalificación. Los liberales que hablan desde sus ``trincheras culturales'' no sólo tienen derecho a vivir en la casa común, sino son necesarios: a veces dan al clavo, ponen en relevancia las tareas metafísicas de la izquierda, nos recuerdan la historia innegable de las infamias.

Al igual que Hernández Navarro, el Subcomandante Marcos (Ojarasca, 9 de mayo del 2000) dilapida su talento en identificar a los reaccionarios. ¿Vale la pena tal denuedo? Yo al menos preferiría que un intelectual y hombre de acción como él reflexionara sobre su propia función antes que trazar la tipología defectuosa de los adversarios. ¿Por qué despojarlos de prendas que también son suyas? Liberales como Octavio Paz y sus seguidores ejercen la crítica a su modo, aunque a menudo la abandonen, víctimas de sus animadversiones. Es cierto que aportan poco: su mapa de la realidad es difuso; su guía para la acción, precaria. Esto cuenta más que su ``audaz cobardía'' y su ``profunda banalidad''.

La barquilla de la democracia se hunde en el borrascoso mar del capitalismo: es la coartada de una nueva servidumbre, el espacio que se abre para la queja banal. Pero algo significa para quienes viven una tiranía, una prolongada simulación. Sin embargo, más allá de este pan para nuestra indigencia histórica hay indicios de la bancarrota del liberalismo: los desarreglos del mercado son evidentes; el minimal state, una mentira: cada mañana invocamos a ese dios mortal para evitar el caos.

Los liberales, viejos o nuevos, son reaccionarios no tanto por rendir culto a la inmovilidad como por temer el cambio que proponen los otros, a su juicio asociado a ideales condenados a fracasar. Les sirven de escudo unas cuantas grandes palabras: sustantivos que resplandecen en su sagrada desnudez, como democracia y libertad. El resto de su discurso es parásito; se alimenta de la sangre enemiga. El brillo eventual de las palabras les puede conceder un triunfo de papel, pero resulta ineficaz en la acción. Sobre las palabras victoriosas se extiende, como una gran sombra, la mancha de la ingobernabilidad: el ``sobrecargo'' de las tareas públicas exige algo más que democracia sin adjetivos.

La agenda de la izquierda, atenta a los problemas de la desigualdad social, es más compleja. ¿Qué hacer en mitad del desastre? ¿Reemplazo del capitalismo o reformas modestas y experimentales, como piensa Richard Rorty? ¿Grandes teorías que promuevan el cambio radical o destellos de imaginación que respondan con eficacia a una circunstancia dada? ¿Métodos democráticos de transformación o rebeldías que transiten por los caminos de la transgresión? El movimiento zapatista optó por la guerra y las empedernidas abstracciones. Juegos peligrosos. El temor de Kant a la guerra no provenía tanto de ella misma como de los crímenes atroces que propicia, y de los cuales son responsables todos los contendientes. Al iniciar la guerra, los zapatistas despertaron las fuerzas diabólicas que dormitan en su vientre: astucia y rabia del poder puesto en entredicho, locura represiva de sus siervos más abyectos. Ningún hombre responsable de su determinación belicosa debería ignorar el guión previsible de la tragedia.

Para la lucha india, la guerra es una trampa: busca la paz ``justa y digna'' y es, al propio tiempo, un movimiento de resistencia frente al neoliberalismo y la globalización. ¿Quién medirá los criterios de justicia y dignidad? ¿Los que la exigen? Como todo léxico último, tales palabras pueden ser inaccesibles. Detrás de ellas puede agazaparse una inconformidad que no tenga fin. ¿Y el sacrificio de los suyos, de los miles de desplazados, de los que sufren la crueldad de la aventura? No pongo en duda la legitimidad de sus reclamos. Pero también la virtud tiene límites, a decir de Montesquieu.

Para un intelectual ``progresista'' -término ambiguo, pues el progreso, desde otra perspectiva, podría significar la dinámica que se rechaza-, el problema principal no son los otros, sino el esclarecimiento de su propia función y el cómo lograr que su aspiración timótica sea reconocida, a partir de una pluralidad que implica el combate y, a la vez, el compromiso de una convivencia civilizada. La tentación de levantar de nuevo la torre de Babel anida en unos y otros, en el ``pensamiento único'' y en la inconformidad romántica, en la teología neoliberal y en la arrogante metafísica que legitima la guerra santa.

Ciudadanos de Babel
Luis Hernández Navarro

Vivimos en Babel. Unos como ciudadanos, otros como parias. Las fronteras nacionales en Europa, que parecían definitivas hace apenas diez años, se han vuelto a trazar, a veces sobre la base de acuerdos amistosos, y en ocasiones a golpes de bombas y bayonetas. El acelerado movimiento de mercancías, capitales e información ha forzado la creación de un planeta ilusoriamente homogéneo. Los migrantes coloniales han invadido silenciosa e ilegalmente las metrópolis. Su presencia está lejos de ser un hecho provisional o anecdótico. En lugar de sumarse a la utopía del melting pot reivindican su diversidad. Los pueblos originarios y las minorías reclaman, cada vez con mayor sonoridad, el reconocimiento de derechos específicos dentro de los Estados nacionales. A la aspiración de uniformidad de las fuerzas del libre mercado se opone la resistencia de los particularismos. El mundo entero es una nueva Babel. Nuestro país no es la excepción. Con una migración que no cesa en ambas fronteras, la expansión vigorosa de la cultura popular estadunidense, la polarización social y la explosiva reconstitución de los pueblos indígenas, nuestra realidad se ha vuelto -si no lo era ya- crecientemente multicultural. El hibridismo y la heterogeneidad de códigos de identidad y de culturas llegaron para quedarse. El mestizaje como sinónimo de lo mexicano está en entredicho.

Expresiones de nuestra Babel, el levantamiento armado del EZLN en 1994, la expansión de la nueva lucha india, el reconocimiento legal en Oaxaca del nombramiento de autoridades en 412 ayuntamientos por medio del mecanismo de ``usos y costumbres'' y la firma de los Acuerdos de San Andrés, levantaron una verdadera tormenta sobre el significado y alcance de la cuestión indígena en la vida del país. Los contornos de nuestra identidad nacional, las políticas de combate a la pobreza, la transición hacia a la democracia, la naturaleza de un nuevo régimen, las relaciones entre moral y política adquirieron, con la movilización de los pueblos originarios, nuevos contenidos.

Durante más de seis años se ha debatido la cuestión indígena con una intensidad, apasionamiento y virulencia inusitados en nuestra historia reciente. De manera destacada, la nueva derecha intelectual se ha involucrado en esta discusión. Según ella, existe una abierta incompatibilidad entre la reivindicación de reconocimiento de representación política basado en la cultura india y las exigencias de la democracia, pues los usos y costumbres indígenas son vestigios de un pasado antidemocrático; lejos de fortalecer a la sociedad civil siembran semillas de violencia, que son fuente de conflictos. Levantando la bandera de un liberalismo decimonónico, esta nueva derecha afirma que existe el peligro de que en nombre de la autonomía, los indígenas sean apartados en reservaciones. Propone responder a estas demandas por la vía de la asimilación impuesta y la segregación. En la era de la ideología de la globalización, el mito de la ``raza cósmica'' vasconceliana se ha transformado en la fantasía de la homogenización cultural de las almas morenas.

Con mucho, la fuerza catalizadora de la insurgencia pacífica indígena ha sido la rebelión armada zapatista. Su declaración de guerra no fue -como señala Augusto Isla- una trampa, sino el último recurso para enfrentar una acción bélica no declarada en su contra, la vía para hacer oír su voz, el camino para conquistar la dignidad en una sociedad basada en su negación. Dignidad entendida no como una abstracción, sino como el rechazo a aceptar la humillación y la deshumanización; como la negativa a conformarse y la no aceptación del trato basado en los rangos, las preferencias y las distinciones.

Atento al reflejo de su imagen en la sociedad nacional, el zapatismo requería, para su transformación, de la crítica seria de una nueva derecha intelectual que había trabajado con éxito tanto en la reinterpretación de la historia nacional como en la denuncia y el análisis de los regímenes totalitarios soviéticos o en la divulgación del pensamiento de autores como Cornelius Castoriadis o Daniel Bell. Esa crítica nunca llegó. En su lugar, la nueva derecha intelectual prescindió de su bagaje teórico, e incapaz de reconocer lo que de novedoso había en ella, sólo atinó a llamar a la restauración de un Estado de derecho que nunca existió en Chiapas y a explicar la insurrección como una iniciativa nacida del encuentro entre marxismo-leninismo universitario y teología de la liberación. Más tarde, desarrolló la teoría del complot y de la impostura, utilizando para ello fuentes provenientes del Ejército a las que no identificó. Engolosinada con la ideología de la globalización y del libre mercado, anclada en 1989 y sin una lectura del significado de la revuelta de los globalizados en Seattle, la nueva derecha intelectual no ha podido explicar la dinámica del multiculturalismo democrático presente en la actual lucha india y el zapatismo. La capacidad que mostró en el pasado para fundamentar las infamias y desentrañar el estatismo y autoritarismo de la izquierda partidaria, ha estado ausente en la tarea de discernir los movimientos emergentes que no pueden ser documentados como parte de la biografía del poder. Y, ya encarrerada y fortalecida por su cada vez más estrecha relación con los medios de comunicación electrónicos y con el Príncipe, ha emprendido la tarea de demoler sin rigor y sin pudor los iconos y las figuras de la intelectualidad de izquierda que son un dique a su urgencia de legitimidad.

Una nueva Babel ha emergido dentro de nuestro país y no hay forma de salir. Llegó para quedarse. Allí conviven ciudadanos de excepción y excluidos, personas que reclaman privilegios y grupos que exigen reconocimiento de derechos. La álgida confrontación entre candidatos y partidos que se vive en estos días expresa, lejana y difusamente, este nuevo entorno, pero no se subsume en él.

¿Cómo hacerle frente? ¿Cómo convertirlo en fuerza transformadora? La respuesta no puede venir de la derecha intelectual, desconcertada y reacia a validar la legitimidad de la exigencia de reconocimiento legal de la identidad cultural de los pueblos indios. Alain Touraine ofrece una pista en el carril de reflexión de la nueva izquierda: ``El multiculturalismo democrático -dice- es hoy el objetivo principal de los movimientos sociales reformadores, como hace años lo fue la democracia industrial. No se reduce a la tolerancia ni a la aceptación de los particularismos limitados; tampoco se confunde con un relativismo cultural cargado de violencia. En los países liberales su fuerza principal es su resistencia a una globalización que sirve a los intereses de los más poderosos, y en los países autoritarios está al servicio de la laicidad y de los derechos de las minorías.'' Es la hora de las ciudadanías iguales y diferentes. Es la hora de los ciudadanos de Babel.