La Jornada Semanal, 11 de junio del 2000



Mónica Lavín

el cuento del domingo

Los hombres de mar

Mónica Lavín sabe de barcos que tienen nombre de mujer y se quedan quietos en los muelles, en medio de la niebla y de la voz de las sirenas. Conoce Mónica los nombres de los instrumentos marinos y los de las faenas de carga y descarga. Sabe de los tiempos de muelle y de los tiempos de mar, de las soledades de la travesía y de los encuentros en todos los puertos del mundo. ``Los marineros besan y se van'', decía Pablo Neruda. Así es hasta que ``una noche se acuestan con la muerte en el lecho del mar''. Román y Cecilia entran en este juego peligroso. El cuerpo de Cecilia crecía cuando, ``desnudo'', se dedicaba ``a tanto mar por todos lados''. El destino esperaba en la bodega y Cecilia sabía que los cargueros no llevan mujeres.

l jefe de estiba le dio los guantes de cuero grueso que llevaba puestos. Cuando Cecilia se los puso para asirse a la cuerda de la pasarela no pensó en el sudor del hombre allí guardado. Estaba feliz de trepar a un barco de carga en el muelle de Veracruz. Se había adelantado al tema frente a las opciones que exhibió el editor. Los muchachos burlones la miraron con un ``no es sitio para mujeres'' a punto de turrón en la boca, pero no eran tiempos para esgrimir tales argumentos, así es que Cecilia tomó el avión con su cámara y su grabadora.

En el puerto, el chico de la caseta de vigilancia la acompañó en el recorrido por los muelles donde Rita -notó que los barcos llevaban nombre de mujer- parecía engullir una interminable fila de autos, luego pasó por debajo de las bandas que cargaban el maíz hacia los enormes silos metálicos, cuidándose de las grúas almeja que de golpe vaciaban, como dos manazas, el grano pellizcado a otro carguero. Para quien no vive junto al mar, la relación con la costa tiene siempre un matiz turístico, por lo menos así era para Cecilia. Nunca había pensado que el mar y el maíz o el azúcar pudieran estar tan empalmados. En aquel barco mexicano -tuvo cuidado de anotarlo- la descarga se hacía a cuerpo, era más fácil observar sin estar al cuidado de los movimientos mecánicos de las grúas. Los sacos de azúcar eran llevados sobre el lomo y luego vertidos en una bodega profunda que ocupaba la porción central del buque y tenía las puertas abiertas hacia el cielo. Eso lo pudo ver cuando llegó al final de la pasarela, para lo que los guantes -le había dicho el jefe de estiba- eran necesarios, pues la cuerda se ponía pegajosa con el aire húmedo y azucarado. El chico de seguridad anunció que debía volver a la caseta, total, ella se tardaría un rato haciendo sus entrevistas.

Una vez en cubierta y mientras el jefe de estiba daba instrucciones para subir el último montón de sacos, se asomó al fondo de la bodega donde los hombres estaban de pie sobre la duna blanca. Volcaban el azúcar en cascadas polvosas y ensartaban los sacosÊvacíos al gancho de la polea que los devolvía al muelle. Voltearon a mirarla. Los tomó por sorpresa cuando disparó la foto. Allí no subían turistas y menos mujeres. Siguió hacia la parte sombreada de la cubierta del barco donde algunos cargadores reposaban.

Le llamó la atención el tendedero de hamacas meciéndose bajo el fresco del tejabán. Se acercó a donde colgaban las piernas de un hombre. ``Perdón -interrumpió-, ¿puedo hacerle unas preguntas?'' ``¿Qué clase de preguntas?'', le respondió hosco y sin incorporarse. ``Para una revista.'' ``¿De cocina?'', se burló el muchacho. Cecilia miró al piso. No estaba acostumbrada a las majaderías sino a salirse con la suya, era joven y poseía ciertaÊaudaz inocencia. Así que no dijo nada, miró al moreno cerrar los ojos de nuevo y encajar su dorso desnudo en la malla. Regresó hacia cubierta al tiempo que las puertas de la bodega se cerraban despacio. Escuchó una sirena. A su derecha descubrió una puerta pequeña y allí se metió: era un cobertizo oscuro y pequeño. Se sentó sobre una cuerda enroscada y esperó. Estaba dispuesta a viajar con el azúcar, el reportaje tenía que ser completo. Si acaso el jefe de estiba o el chico de seguridad preguntaban por ella, seguramente los hombres del barco le contestarían que ya no estaba allí. Sintió el meneo del barco y el estómago le dio un vuelco. Lo indebido la exaltaba. En la revista apreciarían su transgresión. El barco iba a Marruecos -esa fue su primera pregunta al guardia de seguridad- y eso significaba días de mar y entrevistas, una crónica insuperable: podría detallar las maniobras del viaje y la manera en que los hombres matan el tiempo bajo el horizonte eterno del Atlántico. No preguntó cuántos días duraba la travesía, ¿o sí? No podía revisar sus notas en la penumbra. Sintió el deslizar sobre el agua, se tuvo que figurar cómo la costa empequeñecía y otras embarcaciones flanqueaban la salida del carguero por San Juan de Ulúa. Había visto el ritual desde el balcón del Hotel Emporio.

Le estorbaron los guantes que echaría de menos su dueño y se los quitó. En la estrechez de la covacha sintió el olor intenso a sudor y azúcar que había quedado en su piel. Imaginó sus manos con rayas negras de mugre ajena. Quiso lavárselas cuanto antes. Cuando se asomó con cautela, la deslumbró el sol reflejado en el metal. Un hombre barría el azúcar salpicada en cubierta, se escuchaba el cepillar sobre la plancha de acero. Caminó hacia él, que la miró incrédulo conforme ella se acercaba.

-¿Dónde hay un baño? -preguntó como si nada.

El hombre tardó en emitir palabra. Hizo que la muchacha lo siguiera y esperó a que saliera del pequeño baño bajo las escaleras metálicas, a un costado del cobertizo donde pendían las hamacas. Cuando salió tocó su brazo. Fue un simple pulsar con el dedo. Parecía comprobar si era real. A Cecilia le dio un poco de asco aquel dedo largo y encorvado como el hombre. Fue tras él en silencio para recargarse en el costado de la torre. El hombre volvió a sus faenas. Cecilia se quedó allí mirando el azul cielo azul mar al frente; tuvo que aferrarse al muro con esas manos oliendo a cuero sucio y azúcar porque sólo entonces sintió el vértigo de estar en alta mar, muy lejos de los muelles a los que había ido para hacer un reportaje y que ahora, girando la cabeza sobre su hombro izquierdo, alcanzaba a distinguir como una evanescente línea verde y amarilla.

Se quedó un buen rato con la mirada anclada al horizonte de tierra hasta que las voces de los hombres la sacaron del ensimismamiento. Provenían del cobertizo. Era la hora del almuerzo. Lo supo cuando se acercó y los vio sentados alrededor de la mesa de madera. Eran cinco, sólo cinco, que comían frijoles y huevo en platos de peltre y que detuvieron el vaivén de las cucharas cuando la vieron con su grabadora pendiente del cinturón y la cámara colgándole al cuello. Esperaba que la invitaran a sentarse, pero nadie rompió aquel escándalo de bocas masticando.

Ella tampoco se atrevió a dar un paso más.

-No se puede viajar con mujeres -dijo uno de ellos, un hombre grueso y moreno que ahora Cecilia recordó haber visto resaltar sobre la duna blanca. Seguramente estaba registrado en el rollo de la cámara.

-Es que yo vengo a hacer... -comenzó Cecilia, temerosa.

-Las mujeres, aunque sean periodistas, no pueden viajar en un barco -la calló el que antes había estado en la hamaca-. Es de mala suerte. ¿Acaso no sabes de creencias?

Cecilia se sintió intimidada con aquel tuteo vejatorio. Tenía hambre y ahora la invadió la sensación de haberse equivocado. Ninguno levantó la vista del plato, ella se alejó hacia la portezuela del cobertizo para deslizar su cuerpo contra el muro de lámina y sentarse en el piso fresco. La vista no era despejada: una porción de la bodega rebasaba el nivel de cubierta, más allá las grúas y mástiles, fierros lacerando la suavidad del cielo. Ni siquiera podía entrevistar a los hombres del barco. Se consoló porque al fin y al cabo escribiría sobre una travesía inevitable. No había marcha atrás.

Se quedó quieta durante horas. Suponía que deambular por los pasillos y mirar en popa la estela blanca que dejan los barcos era agredir a los hombres de mar. Sintió que la buena fortuna del viaje dependía de ella como nunca antes nada, ni la nota que era preciso escribir a las dos de la mañana, ni la entrevista que alguien debía concederle. Del semanario no dependía la vida de nadie. De los azares del clima y otras contingencias, sí aquel viaje para el que ella resultaba un ave de mal agüero. El mar calmo y el ruido del motor la adormecieron. Cuando despegó la cara del piso frío y sintió las huellas del metal en los pómulos, observó a su costado. En un plato de peltre amarillo esperaban un plátano y una concha humedecida. Se incorporó y los comió con avidez. Dio sorbos al líquido en un pocillo al lado del plato. Era café frío. El sabor azucarado la reconfortó. Pensó en la panza blanca del buque, en tanto dulzor escondido.

Más tarde supo que el hombre que barría fue quien le llevó la comida. Lo supo porque al anochecer, cuando se restregaba los brazos ateridos de frío, se acercó con una cobija y le hizo señas para que fuera detrás de él. Se dirigieron a donde las hamacas vacías se mecían. Había puesto una almohada contra el muro; la hizo sentar allí recargada y ahora le colocaba la cobija sobre los hombros para que la cubriera como un manto. A Cecilia le dieron ganas de llorar. ``Gracias'', dijo. Pero el hombre no la miraba a los ojos. Desapareció y volvió con una veladora que encendió frente a ella. El hombre se inclinó hasta el piso, juntó sus manos y empezó a rezar.

Dos días después comprendió que ese era su destino: ser una virgen, una diosa, a la que Vicente -escuchó que así le decían los demás que no se atrevían a burlarse del altar donde había colocado a la intrusa- cuidaba, alimentaba, acompañaba a la puerta del baño, traía cubetas de agua y jabón para que se acicalara en el baño y hasta un poco de pasta carbonatada para que se frotara los dientes, y finalmente proveyó con una sábana percudida con la que Cecilia se fabricó una túnica, una ropa más allá de los pantalones de mezclilla y la playera roja con que había subido al barco.

El pasaba la noche tendido en las hamacas mientras el resto de los hombres dormía en el interior que ella no había podido ver para incluirlo en la descripción de la travesía. Bajo la túnica, aprisionadas por el resorte de los calzones, cargaba la libreta y la pluma. Cuando Vicente no la miraba, las sacaba y apuntaba. Hubiera sido más fácil grabar, pero ya no poseía ni la cámara ni la grabadora que Vicente había tomado por ser impropias -seguramente- de una deidad a bordo. No se atrevía a preguntar dónde estaban. Ser virgen en lugar de demonio le permitía la convivencia en el barco, el silencio absoluto le ganaba la comida, el agua y el arropo de una cobija para las horas de sueño. Así que asumió su papel. Ese papel le permitía pasear por cubierta durante el día, arrastrando la sábana, cuyo borde se iba volviendo una delgada línea negra, sujeta al cuerpo por el cinturón de cuero. Podía recorrer las pequeñas salas con Vicente siguiéndola para que no fuera a quebrarse por las escaleras.

Román, el de la hamaca, miraba con el rabillo del ojo mientras Cecilia ostentaba su paso de diosa. Le mirabaÊel pedazo de pierna que se asomaba por las ranuras de la sábana. Una pantorrilla blanca, más blanca que los cristales de azúcar con que había llenado el barco. Y Cecilia advertía que el hombre detenía sus quehaceres cuando ella pasaba y rozaba con la túnica su brazo duro. Román se alertaba con esas pequeñas llamadas de auxilio, leves caricias de tela para que la liberara del yugo de ser pieza de altar. Tanta hora solitaria sin más paisaje que el azul había afilado sus percepciones. La blancura satinada de aquellas pantorrillas se le metió en el entrecejo y en el golpeteo de la sangre.

Era el cuarto día de posar en silencio durante las horas de sol y escribir por las noches, pero el mar, la quietud y ese tenue aroma de miel que emanaba de las rendijas de la bodega trastornaban los sentidos de Cecilia y le provocaban un hambre de piel caliente. Vicente en la hamaca y la veladora a sus pies la hastiaban. No pudo escribir nada durante la cuarta noche porque sus pechos crecían con el viento fresco que se entremetía por la sábana holgada y pensaba en su cuerpoÊdesnudo dedicado a tanto mar por todos lados.

Al día siguiente, aunque ella acostumbraba mirar de frente o bajar la vista como si fuera una estatua y así cultivar el fuero que la libraba de agresiones, miró a Román. El también. Ese atardecer, sentada como siempre en flor de loto y recargada en el muroÊmetálico, escuchó las risas de los hombres que bebían en la mesa a la que ya no dirigió la vista. Eran Vicente y Román, las palabras chiclosas de Vicente se fueron estirando indescifrables hasta el silencio. Cecilia cerró los ojos, sintió las piernas entumidas en aquella absurda posición de divinidad. Cuando los abrió, Román estaba frente a ella. Le extendió la mano y la puso de pie, dieron la vuelta y en la parte opuesta de la torre, donde ella se había paseado y lo había rozado, la recargó en el muro y metió la mano por las aberturas de la túnica. Cecilia se dejó tocar y hacer, adivinando el mar oscuro a espaldas de Román mientras sentía la ligereza de su condición mortal y lentamente recuperaba la vehemencia por la historia que debía escribir. Entonces Román comenzó a adorar su blancura.

Ser diosa o virgen exigía los sacrificios que Román y Cecilia descuidaron durante las tres noches que antecedieron al desembarco. Cuando comenzó la tormenta, en las proximidades de la costa africana, Vicente, que había advertido que por las noches la veladora parpadeaba solitaria y Cecilia tardaba mucho en reaparecer, dejó de llevarle comida. Dejó de hincarse a rezarle y dejó que Román asumiera su responsabilidad de hombre que había aceptado a mujer en el barco. Pero cuando arreció la tormenta aquella noche y no hubo veladora y la lluvia entró en el cobertizo y los hombres todos se refugiaron en la barraca, Román no fue por ella ni le dio asilo. Cecilia entonces tuvo miedo, no de la lluvia, ni de las olas hinchadas que golpeaban el fuselaje, tuvo miedo de ser mujer y supo que no había más resguardo que aquella panza metálica repleta de cristales nacarados. Buscó la manera de abrir la bodega con las poleas frente a las que caminara tantas veces y, desde el borde alto, saltó sobre el azúcar que se iba mojando con la lluvia y que sería carga inútil cuando el sol brillara en Marruecos y encontraran su cuerpo blanco hundido en lo dulce y un bloc de notas entre la túnica arrugada.