La Jornada Semanal, 4 de junio del 2000



Lynn Suderman

Un relato aleccionador

La maestra Lynn Suderman hace en este ordenado ensayo un recuento de la vida literaria escrita en lengua inglesa en Canadá. Partiendo de Robertson Davies, ``el patriarca de la literatura anglocanadiense'', pasando por la obra de Margaret Atwood y Margaret Lawrence, Mordecai Richler y Michael Ondaatje (El paciente inglés), hasta llegar a los novísimos que publicamos en este número, Lynn Suderman construye una teoría sobre la cultura canadiense y la intensa actividad artística y literaria de un país bilingue y pluricultural. ``Esta crónica de las letras canadienses no deja de ser una advertencia'', dice Lynn cuando observa los avances del horror neoliberal, su degollina de apoyos y de subsidios y su drástico recorte de ``gastos frívolos y superfluos como las artes''.

Cada otoño, en Queen West Street, el epicentro de moda en Toronto -la ciudad más populosa de Canadá-, se bloquea el tránsito de vehículos. Word on the Street, el festival literario popular, se ha apoderado de la calle con sus centenas de quioscos en donde se apilan los libros de pequeños y grandes editores. Enormes tiendas de campaña amuebladas con sillas plegadizas se han erigido en los estacionamientos; se convierten en verdaderos auditorios y, en su interior, el público se amontona incómodamente para escuchar a autores como Anne Michaels, quien da lectura a pasajes de su poética novela Fugitive Pieces, que recibió el Premio Orange, o ver a Nino Ricci leer extractos de Lives of the Saints, novela galardonada con el Premio Governor General en 1990.

En medio de esa cornucopia literaria se arremolinan más de cien mil personas que recorren la calle de arriba a abajo para comprar, entre empujones, las ediciones de lujo de los últimos libros de sus autores favoritos y después formarse durante largas horas para que les sean autografiados.

Internacionalmente, la literatura canadiense atraviesa también por un momento dorado. En 1993, Carol Shields obtuvo el Premio Pulitzer por su novela The Stone Diaries. Durante la ceremonia de los Oscares de la Academia Cinematográfica de 1996, El paciente inglés, basada en la asombrosa novela evocativa de Michael Ondaatje del mismo nombre, recibió el codiciado premio como la mejor película. Las novelas A Fine Balance de Rohinton Mistry y Alias Grace de Margaret Atwood fueron citadas, en 1996, entre los candidatos al prestigioso premio británico Booker Price. En los mercados internacionales más importantes, incluyendo Alemania, Estados Unidos y Gran Bretaña, se han vendido los derechos de Fall On Your Knees, la gran saga familiar de Ann-Marie MacDonald. Este otoño, el libro se traducirá al español para ser publicado por Grijalbo-Mondadori.

La vertiginosa ascensión por la que atraviesa actualmente la literatura canadiense es motivo de perplejidad y de asombro en los círculos literarios y entre los lectores. ¿De dónde proviene este éxito? ¿Por qué razón todas las prestigiosas casas editoriales reparten fuertes adelantos por los derechos de traducción? Entonces, se publica otra lista de autores con posibilidades de recibir algún premio literario de prestigio, y, de nuevo, uno o hasta dos autores canadienses son mencionados.

A pesar de su enorme tamaño, Canadá es un pequeño país. Su población no excede por mucho la de la Ciudad de México y, desde un punto de vista cultural y político, se debate entre su rol histórico como colonia británica, o como puesto de avanzada francés, y su proximidad geográfica con Estados Unidos.

Estas influencias ciertamente son profundas pero se matizan por el hecho de ser una nación de inmigrantes. Ya sea que se trate de una quinta generación de canadienses originarios de Europa Occidental o de nuevas llegadas, provenientes de Europa del Este, Asia, el subcontinente indio, Africa o Sudamérica, cada ola sucesiva de inmigración trae consigo nuevas tradiciones, nuevas preocupaciones y nuevas influencias literarias.

A pesar de esta riqueza cultural, no fue sino hasta fines de los años ochenta cuando se inició, localmente y en el exterior, la lectura de los escritores canadienses en números sustanciales. La razón de este prolongado silencio es sencilla: la población era escasa y el país muy grande, por lo que la promoción de los escritores en nuestro propio territorio demandaba una gran inversión financiera de parte de editores que contaban con pocos recursos. Como se sabe, obtener el apoyo local representa el primer paso para lograr el éxito en el negocio de la cultura; a falta de tal apoyo, los autores canadienses, sin importar cuán grande fuera su visión del mundo, eran leídos en su mayoría por un público regional.

A nivel internacional, lo anterior dio origen a la reputación de que la literatura canadiense era coloquial. Tal vez eso implica un desaire pero, hasta cierto punto, es un comentario bien fundado.

A principios del siglo XX, la literatura canadiense reflejaba la parte oscura del realismo. Numerosos rasgos caracterizaban a la literatura brutal de los inmigrantes: la prosa era magra, los personajes adustos y, en cuanto a las ideas sobre el futuro y la esperanza, era mejor olvidarlas. Libros como Wild Geese de Martha Ostenso y Settlers of the Marsh de Philip Grove, se encargaban de confirmarleÊa cualquier interesado que aquí la vida era cruel y amarga, y que Canadá era una tierra desolada y fría.

La cuestión no es que todos los escritores canadienses fueran inmigrantes obsesionados con esa nueva tierra infértil, sino que toda su enajenación se dirigía hacia fuera, en contra del paisaje y de las barreras culturales, en lugar de enfocarla hacia adentro, en la exploración personal o interpersonal.

¿Y los lectores? Tenazmente, continuaban leyendo novelas canadienses, más que por gusto, porque pensaban que serían de provecho, como las medicinas.

Desde mediados del siglo y hasta los años setenta, las excepciones eran como rayos de luz. Robertson Davies, el patriarca de la literatura canadiense moderna, escribió novelas mundanas e irreverentes, tan divertidas como importantes. Las heroínas creadas por Margaret Atwood y Margaret Lawrence eran modernas, inteligentes y audaces. A su vez, Mordecai Richler, el niño malcriado de la literatura judía de Montreal, nos presentó la rebelión urbana a través de su personaje más memorable, Duddy Kravitz. Este fue el legado que heredaron los escritores y lectores al adentrarse en la impetuosa década de los setenta, transformadora de la cultura.

En la casa de al lado, la industria editorial americana se volvía cada vez más monolítica, lo que representó un estímulo para el primer movimiento concertado con el propósito de subvencionar las artes en Canadá. El modelo europeo de programas de becas a gran escala para los escritores daba muestras de agotamiento; sin embargo, era suficiente para crear las bases financieras que le permitían a los autores y editores practicar su oficio.

Para citar tan sólo a dos autores, Margaret Atwood y Michael Ondaatje admiten abiertamente que pudieron llevar a cabo sus carreras literarias gracias a los múltiples programas nacionales, provinciales y municipales.

Estos programas no sólo reconocían el mérito artístico de propiciar un clima de apoyo para los escritores, sino que enfatizaban la necesidad de cultivar una audiencia. Se establecieron programas de becas para apoyar a las casas editoriales en la publicación de los libros, para financiar viajes de escritores a lo largo del país y para el pago de publicidad (en resumidas cuentas, para informarle al público que existía un animal que respondía al nombre de literatura canadiense).

Sin embargo, el dinero no daba para más y los escritores continuaban batallando contra esa etiqueta de grupo aburrido que amasaba libros interminables sobre la alienación y la inhóspita tierra canadiense. Sin duda lo eran, pero ya se vislumbraban dos giros fundamentales.

El primero ocurrió dentro de la misma comunidad editorial. Jack McClelland, de McClelland y Stewart, ``logró que la edición se volviera sexy y excitante'', según palabras de un agente literario de Toronto en un reciente artículo publicado por el diario nacional de Canadá, The Globe and Mail. Otros editores siguieron el ejemplo. Se abandonó esa anquilosada tradición británica, según la cual el hecho de promover un libro le restaba, de algún modo, méritos artísticos a la obra. Era hora de emplear el mercantilismo descarado al estilo americano.

El segundo movimiento tuvo que ver con el creciente número de escritoras dispuestas a abordar temas típicamente canadienses y hacerlosÊsuyos. La teoría feminista y el espiritualismo aparecieron en las obras de escritoras de renombre: Surfacing, de Margaret Atwood, y The Diviners, de Margaret Lawrence, no sólo representaron novelas cautivadoras sino que transformaron nuestra propia opinión sobre las vivencias canadienses.

A finales de los setenta y principios de los ochenta, el número de escritoras creció. Aritha Van Herk publicó The Tent Peg, en el que describe la búsqueda del personaje principal de su propia identidad, en medio de un campo minero al norte de Canadá. Se trata, sin embargo, de una búsqueda llena de humor y de sexo. A su vez, Obasan, la novela de Joy Kogawa, ofrece una apasionante y dura descripción de la experiencia japonesa-canadiense durante la segunda guerra mundial.

Aun cuando las mujeres recibieron los mayores elogios, convirtiéndose de hecho en embajadoras oficiosas ante el mundo, muchos escritores masculinos relevantes continuaron cimentando su incipiente estrellato. Michael Ondaatje, Mordecai Richler y Robertson Davies publicaron libros exitosos, al igual que Brian Moore -tres veces nominado al Booker-, Timothy Findley, W.P. Kinsella y Rudy Wiebe.

A fines de los ochenta, la lectura de los escritores canadienses dejó de considerarse una obligación cultural. La experiencia de los inmigrantes y el aislamiento social eran aún temas crónicos (fundamentales, me atrevería a decir), pero estaban comenzando a ser opacados por un sentimiento más definido de identidad nacional y por el convencimiento imperante de que los canadienses merecían un lugar en la escena mundial.

De pronto, en los noventa estalló el pandemónium. Una joven generación de escritores desechó la noción de que la literatura debía ser un arteÊde altura y, por lo mismo, que era forzoso contar con valores literarios de acuerdo con la vieja escuela. Evelyn Lau, niña de la calle y ex prostituta de Vancouver, publicó Fresh Girls y Other Stories, una colección de viñetas oscuras y lascivas. Sus personajes practican asiduamente el sexo, usan drogas y, en general, viven al margen de la sociedad. Generation X de Douglas Coupland -que no pasa de ser una novedosa y sobrediseñada libreta de apuntes, vendida a precios de remate en pequeñas tiendas- resultó ser todo un éxito comercial en Canadá y Estados Unidos. Neuromancer, la novela de William Gibson, se convirtió en poco tiempo en el modelo de esa nueva rama de la literatura de ciencia ficción bautizada como cyber-punk.

A pesar de que los escritores canadienses nunca adoptaron de lleno el fácil mercantilismo de los bestsellers americanos, gente como Gibson y Coupland demostraron que había espacio para la pop fiction al lado de la literatura. Quedó establecido que también había lugar para toda una gama de voces, experiencias y estilos literarios, y que existía público para todos estos libros.

La diversidad y la profundidad presentes en la obra de estos nuevos escritores fueron un gran estimulante. En 1992, Eric McCormack publicó Mysterium, una novela perturbadora, casi policiaca. Thomas King escribió Medicine River en 1990 y Green Grass Running Water en 1993; ambos son relatos agudos e ingeniosos sobre los indios Pies Negros de Alberta. En su novela Some Great Thing, de 1992, Lawrence Hill describe la experiencia de los negros en Canadá, a través de la violenta historia de un joven periodista que se muda a Winnipeg, Manitoba. La temática de Jane Urquhart es más cerebral: hizo su aparición en 1986 con The Whirlpool, su primera novela, y después publicó en rápida sucesión Changing Heaven (1990) y Away (1993). Su prosa se caracteriza por un estilo lírico y complejo a la vez, cercano al realismo mágico.

La identidad, las experiencias de los inmigrantes, el paisaje ... todo estos temas perduran en la novela contemporánea canadiense, pero ahora aparecen como una especie de telón de fondo, como una de tantas madejas que deben tejerse para crear un tapiz.

Esta crónica de las letras canadienses no deja de ser una advertencia. A finales de 1980, los subsidios del gobierno federal para las artes llegaron a un punto culminante. Después, ante el agobio de sus enormes deudas, el gobierno recortó drásticamente aquellos gastos considerados frívolos o superfluos, como las artes. El resultado fue demoledor. En años recientes, muchas de las compañías editoriales, pequeñas pero de importancia, tuvieron que cerrar sus puertas. Entre ellas está Coach House Press, conocida como una imprenta impulsora de jóvenes talentos.

En resumidas cuentas, Canadá carece de una población suficiente para financiar a una clase literaria tan rica y variada si no se cuenta con el apoyo del gobierno o bien si no hay interés proveniente del exterior. De manera que los editores andan a la caza de ambos.

Se trata de una labor de equilibrista pero, por el momento, parece dar resultados. Los escritores que hemos citado aquí son ejemplos perfectos de ello. La primera novela de Kerri Sakamoto, The Electrical Field, fue detectada por un editor alemán que ya la ha promovido como su revelación del verano. Greg Hollingshead logró sobrevivir durante años gracias a la ayuda del gobierno, que le permitió publicar dos colecciones de cuentos y una novela. Su libro más reciente, The Healer, saldrá a la venta en otoño y sus derechos se adquirieron simultáneamente en Gran Bretaña, Estados Unidos y Canadá; un extracto de esta novela será publicado en una próxima edición de The New Yorker, el influyente semanario estadunidense. Las obras de Rohinton Mistry reciben premios con regularidad: el Governor General's Award, el Commonwealth Prize para obra de ficción, así como el premio Giller, y se han vendido en Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, India, Alemania, España, Grecia, Japón e Italia. Los cuentos y novelas de Barbara Gowdy no sólo se encuentran en una docena de idiomas, sino que dos de sus obras se han convertido en películas. The White Bone, su más reciente libro, se publicará también durante el otoño.

Traducción de Alfonso Herrera Salcedo T.