La Jornada Semanal, 4 de junio del 2000



Kerri Sakamoto

La campiña eléctrica

Para los obsesionados por las purezas raciales, linguísticas o de cualquier otro tipo, Canadá no es el país más adecuado para vivir y trabajar. Así lo demuestran estos relatos, caracterizados por las mezclas de colores, sabores y clamores. Sakamoto nos habla de los frijoles de soya remojados para la cena y de los pepinos salados para el sunomono. En su relato, la sensibilidad refinada del Japón clásico se une a la apabullante juventud de lo canadiense. El resultado es notable, tanto como ver florecer cerezos en las faldas del Mackenzie.

Al subir los escalones de la puerta principal, me di cuenta de que la había dejado totalmente abierta. Cualquiera podría haber entrado y llevarse lo que hubiera querido. Me recordé a mí misma que debía quitarle el polvo a la estatua de Buda que se encuentra en el altar del comedor y rezar una oración, por más inútil que pareciera. Sería la primera vez en mucho tiempo. Lo haría por Sachi, sin importar cómo me había hablado. Mi padre me llamaba. Podía oírlo incluso a través del biombo, ese quejido ronco e intermitente que debió iniciarse desde antes de mi regreso. Dejé mis zapatos llenos de lodo en la entrada. Chotto matte -un momento, un momento-, pensé mientras deslizaba los pies en las frescas pantuflas. Seguían los quejidos. A mi alrededor todo tenía ese halo opaco que uno percibe al apartarse de repente de la luz brillante del sol. Me dirigí a la cocina y bebí un vaso de agua fresca del grifo antes de subir las escaleras.

Dudé un momento frente a la puerta antes de entrar. Esto me sucedía de vez en cuando. Sus ojos giraron hacia mí en cuanto me detuve bajo el umbral de la puerta.

``¿Nani?'', dije finalmente, acercándome a la cama. ``¿Qué, qué?'', sabiendo lo que quería y haciéndolo esperar un momento más. Cerró los ojos y emprendí mi tarea, con la eficiencia que da la verguenza. De un tirón separé la sábana de su cuerpo encogido; bajé los pantalones de su pijama sin parpadear ante el espectáculo o el olor, desabroché los seguros, lo limpié y lo cambié. Se estremeció apenas al sentir mi último movimiento, el de arropar su espalda con una sábana fresca, perdiendo en ese instante todo su poder y misterio.

En la planta baja, sobre la orilla de la ventana, había aparecido de nuevo esa capa fina de polvo plateado que había limpiado apenas el día anterior. No había señales del Pontiac de Yano. Recordé que debía colar el agua de los frijoles de soya que había puesto a remojar durante la noche para la cena, y también rebanar y salar los pepinos para el sunomono.

Los frijoles habían subido a la superficie y flotaban hinchados junto a las vainas, inmóviles como pequeños cadáveres. Los vacié en el colador, apelmazados, parecidos a un enjambre. Me estremecí al contemplarlos. Empezaba a ser uno de esos días en los que todas las cosas me parecían diferentes. Arrojé los frijoles al fregadero y regresé a la ventana del frente de la casa.

Allí estaba mi Sachi, atravesando el campo, como la había visto cientos de veces cuando se iba de pinta para reunirse con Tam. Experta en las cosas de la vida, sabedora de todas sus posibilidades, más allá de cualquier conocimiento mío. Jamás logré engañarla, ni atraerla con mis tontos abanicos plegadizos, mis arreglos florales sobre cielo-tierra y hombre, o con mi pretendida lectura de las hojas del té. Nunca pude enojarme con ella durante mucho tiempo. No en vano, su madre no sabía qué hacer con ella.

Se hallaba a la mitad del campo cuando volteó como si supiera que la estaba observando, aunque le era imposible verme con el reflejo del sol en la ventana. Su cabello era como un manchón negro, lo más negro que se veía en el campo. Salí a la terraza. Ella se llevó una mano a la boca y pude ver un cigarrillo entre sus dedos. Le daba un aire ridículo y de maldad a la vez; mostraba un hombro desnudo, donde la blusa se le había bajado -una camiseta de verano, demasiado delgada y corta para mediados de mayo. Luché contra los sentimientos que me invadían al observarla, con su delgada cadera por delante, resaltando bajo la falda de algodón. Todo en mí odiaba esa pose. Arrojaba el humo con furia, mediante pequeñas y rápidas bocanadas, como un pequeñoÊmotor acelerando. De pronto se detuvo al observar algo a lo lejos, donde las brillantes torres eléctricas se erguían como gigantes, más allá de las casas. Después corrió y se detuvo al pie de una torre, la del norte, cerca del monte Mackenzie. Parecía muy pequeña junto al gigante y, sin embargo, yo adivinaba todo en su postura, en su cadera desafiante, en su cabeza altiva. De nuevo miró hacia atrás, retadora, convencida de que yo no bajaría de la terraza a detenerla y se asió a la primera trabe. Comenzó a trepar, lentamente, porque las trabes se levantaban diagonalmente y el espacio entre ellas era muy grande, hasta para sus piernas larguiruchas. Su falda se alzaba por momentos, y se veía el destello de sus calzones blancos, tan blancos como las nubes.

Me cubrí la boca con la mano. Estaba a punto de pronunciar algo -¿un sonido extraño?, ¿tal vez su nombre?-, de gritarle: ``Baja de allí en este instante'', como la madre preocupada que jamás sería. Mantuve la mano ahí, viéndola subir afanosamente, cada vez más alto, como nunca lo había hecho con Tam, hasta donde se divisaba el sol. Entonces se detuvo y estiró sus frágiles hombros y el cuello en dirección del arroyo, donde éste se desviaba y se ocultaba detrás del monte Mackenzie; deteniéndose con una mano asida a la barra de acero. Sabía que estaba en busca de Tam, con la esperanza de que él también quisiera hallarla. Sentí la humedad en la comisura del labio -mi boca permanecía abierta - y reconocí la palabra al primer movimiento de mis labios: ``¡Baka!'', grité. Como lo hacía mi padre. ``¡Estúpida!, ¡Bájate!'' Apenas había dado un paso cuando mi voz fue acallada por los gritos que provenían de la parte más lejana del campo. Era Tom, Nakamura-san, su padre, en su día libre, que atravesaba el campo a grandes zancadas, tratando de no correr, ``¡Hey, hey!'', gritó, como lo hacía siempre, sin emplear su nombre, como si no fuera nadie para él.

Llegó al pie de la torre y ella, al verlo, se rindió de inmediato. Como si fuera precisamente lo que había estado esperando, que él viniera a buscarla. Lo sabía. ¿Acaso no había yo empleado esa misma jugarreta de niña? Ella recogió su falda y empezó su descenso, ahora con delicadeza. Sin embargo, cuando estaba a punto de alcanzar a su padre, se detuvo. Gritó y señaló un punto más allá de mi casa, en dirección del arroyo. Escuché gritar el nombre de Tam y ella tensó las piernas, lista para trepar de nuevo. Entonces él la atrapó. Entretanto, yo había bajado de mi jardín, había cruzado la calle y, mientras me precipitaba hacia el campo, pude ver cómo el tosco puño del hombre agarraba la falda de Sachi y la jalaba, mientras ella gritaba una y otra vez, abriendo mucho los ojos y luego cerrándolos, como las luces de una sirena. Ya en sus manos, se echó a la niña al hombro, como si fuera uno de esos tablones de dos por cuatro que iba a clavar a su sótano, aún inconcluso. Sin embargo, ella no era una tabla, se agitaba y pataleaba. Al verme corriendo hacia ellos, el hombre inclinó la cabeza, en un leve gesto de cortesía. Casi sin alzar la mirada del suelo, tratando de mantener el equilibrio, con el rostro enrojecido por el calor. ``Lo siento, señorita Saito'', dijo, y mientras se dirigía hacia su casa, Sachi me miró furibunda a través de la maraña de cabellos. Me enseñó un dedo, con ese mismo ademán grosero que solían usar entre ellos el resto de los niños de la escuela. ``¡Está allá atrás!'', gritó. ``¡Ve a buscarlo! ¡Andale! ¡Hazlo por mí!'' Y se estiraba sobre el hombro de su padre, atrapada, a punto de zambullirse en el campo, retenida por la mano fuerte del carpintero que sujetaba su espalda.

En un momento, desaparecieron dentro de su casa y yo me quedé ahí de pie, ridícula, como de costumbre. Los gritos de la niña aún retumbaban en mis oídos, y estuve a punto de dirigirme al arroyo, pero me contuve y regresé a la casa. Me enfureció que Tom me llamara señorita Saito, como a una maestra de escuela, como a una vieja, a pesar de que él era apenas más joven. Incluso Yano me llamaba Saito-san. Moví la cabeza, pensando en lo que le esperaba a Tom al llegar con ella a la casa. Imaginé esas manos aferrándose a las perillas de las puertas, las piernas pateando a diestra y siniestra, resistiéndose y luchando en su contra, entre sus brazos, a cada paso que diera hasta llegar al cuarto de ella.

Eran más de las once y media. El sol ya estaba en todo lo alto y ellos andaban por algún lado: Yano y Chisako adelante en el auto, Tam y Kimi en la parte de atrás, como una familia. Sobre un camino hermoso en el campo, rodeados del verde y de los brotes de primavera que surgían como pequeños destellos de color a orillas del camino. En cierto lugar, juntos por una vez. Tomándose unas pequeñas vacaciones, por capricho, uno o dos días sin trabajar, queriendo olvidar la luz de la sala y quién sabe qué más. Tal vez yo le hubiera propuesto a Yano hacer eso mismo, si hubiera sido capaz de pensarlo.

Traducción de Alfonso Herrera Salcedo T.