La Jornada Semanal, 4 de junio del 2000



Barbara Gowdy

El cruce del presbiterio

En el relato de Barbara Gowdy, las citas bíblicas, las iglesias y las nociones de lo religioso están en el centro de la preocupación social. El humor y la vieja idea de la religión que ``religa'' a los hombres y a las sociedades, son los temas principales de este ejercicio de realismo eclesiástico.

A veces Beth flotaba. A dos o tres pies del suelo y no por mucho tiempo, diez segundos cuando mucho. En verdad, ella no se daba cuenta de que flotaba mientras lo hacía. Tenía que bajar y sentir ese agradable calor, antes de constatar que acababa de estar en el aire.

La primera vez que ocurrió se hallaba en la escalinata de la iglesia. Miró hacia atrás, en dirección de la calle, y supo que había flotado hasta llegar adonde se encontraba. Un par de días después, bajó flotando sobre las escaleras exteriores que llevaban al sótano de su casa. Corrió a contarle a su abuela, que sacó de inmediato la pluma y la pequeña libreta que guardaba siempre en el bolsillo de su falda, y trazó un círculo con una nariz ganchuda.

Beth miró el dibujo. ``¿También ha flotado la tía Cora?'', preguntó.

Su abuela hizo un gesto afirmativo.

``¿Cuándo?''

La abuela levantó seis dedos.

``¿Hace seis años?''

Negó con la cabeza y detuvo la mano a la altura del regazo.

``Ah'', dijo Beth, ``cuando tenía seis años.''

Cinco años antes, cuando Beth era de la misma edad, su madre se fugó con un hombre que vivía calle abajo y que portaba una peluca que se rizaba con la humedad. Desde entonces, su abuela, la madre de su padre, había venido a vivir con ellos. Hacía treinta años que algún charlatán le había operado las amígdalas, arrancándole de paso las cuerdas vocales y la cara inferior de la lengua.

Fue una verdadera tragedia, ya que ella y Cora, su hermana gemela, se quedaron al borde de la fama (por lo menos eso decía Cora) como dueto de cantantes profesionales. Habían grabado dos elepés: Las hermanas Carlisle. De mar a mar y Navidades con las hermanas Carlisle. A la abuela de Beth le gustaba poner los discos a todo volumen y mover los labios simulando que cantaba: ``Mi casa en la pradera es bonita, pero oh...'' Cuando Beth se animaba a cantar, su abuela se colocaba a su lado contoneándose y agitando la falda, como si Beth fuera Cora y ambas estuvieran de nuevo en el escenario.

La cubierta del disco De mar a mar mostraba una fotografía de la abuela y de la tía Cora, con sus faldas a media pierna y gorros de marinero, protegiendo sus rostros del sol mientras miraban a lo lejos en direcciones opuestas. Su cabello rubio, ondulante bajo los gorros, era encantador, pero, secretamente, Beth sospechaba que aun si su abuela no hubiera perdido la voz, ella y Cora nunca habrían sido grandes estrellas, porque las dos tenían la nariz ganchuda, que Cora llamaba nariz romana. Beth sentía alivio de no haberla heredado, aunque lamentaba no tener ese cabello suave y ondulado que ellas seguían usando largo, arreglado en forma de trenza, o suelto como cascadas de plata sobre la espalda. Cada mañana, la abuela de Beth seguía maquillándose los ojos con sombras azules y se pintaba los labios de rojo. En la casa vestía sus antiguas faldas, las que había lucido en el escenario, largas y vistosas, ahora ya descoloridas, en tonos rojo, naranja, y amarillo, o bien floreadas y adornadas con remolinos de lentejuelas rotas. Para la abuela de Beth, el descuido y la mugre no tenían importancia. La única y notable excepción era el estudio de su padre; el resto de la casa era un desastre -Beth empezaba a darse cuenta de esto con cierta verguenza.

Cada una de las faldas de la abuela tenía cosida una bolsa en la que guardaba su libreta y su lápiz. A causa de la artritis que padecía en el pulgar, tomaba el lápiz entre el dedo cordial y el índice; aun así, dibujaba más rápido que cualquier persona que Beth hubiera conocido. Siempre dibujaba a la gente en lugar de escribir su nombre o sus iniciales. Por ejemplo, Beth era un círculo rodeado de cabellos rizados. Amy, la amiga de Beth, era un signo de exclamación. Cuando sonaba el teléfono y no había nadie en casa, la abuela contestaba y daba tres pequeños golpes sobre el auricular con su lápiz, para hacerle saber a quien llamaba que se trataba de ella y que dejara un mensaje. ``Llamar a'', escribía, y después hacía un dibujo.

El dibujo de un sombrero de hombre representaba al padre de Beth. Era un abogado muy trabajador que permanecía hasta tarde en su oficina. Beth tenía el recuerdo borroso de una ocasión en que le había dado un baño, probablemente antes de que se fuera su madre. El recuerdo la avergonzaba. A veces se preguntaba si su padre habría preferido que ella se hubiera marchado con su madre, o si esto hubiera sido lo correcto; cuando la veía, a su regreso del trabajo, parecía sorprendido. ``¿A quién tenemos aquí?'', decía. Prefería siempre la paz y la tranquilidad. Cuando Beth se mostraba particularmente inquieta, entrecerraba los ojos como si su hija despidiera una luz brillante y dolorosa.

Beth sabía que todavía amaba a su madre. En el primer cajón de su cómoda, al interior de una vieja billetera que nunca usaba, guardaba una fotografía de su madre vestida únicamente con un fondo negro. Beth recordaba aquel fondo y el entallado vestido negro de su madre, con el cierre en la espalda. Recordaba también sus uñas largas y rojas que tecleaba sobre las mesas. ``Tu madre era demasiado joven para casarse'', era el único comentario que repetía su padre. Por su parte, la abuela no comentaba nada y fingía una sordera absoluta cuando Beth le preguntaba sobre su madre. Beth recordaba que solía llamar a su padre para pedirle dinero y, cuando la abuela contestaba y tomaba el recado, dibujaba un gran signo de dólares y, al lado, una letra ``v'' al revés sobre una línea recta -el sombrero de una bruja.

El trazo de una ``v'' invertida sin una línea por debajo representaba una iglesia. Cuando construyeron un templo presbiteriano cerca de la casa, Beth y su abuela comenzaron a asistir; a la abuela le dio por leer la Biblia y empezó a darle consejos a Beth empleando citas bíblicas. Meses más tarde, un cruce de peatones apareció al final de la calle y, durante varios años, Beth creyó que se trataba de un cruce ``presbiteriano'' en lugar de ``peatonal'', y que el letrero advertía: ``Cuidado con los presbiterianos.''

Su maestra de la escuela dominical era una mujer anciana de ojos lacrimosos que iniciaba las clases cantando ``Cuando las madres de Salem'', mientras los niños colgaban sus abrigos y se sentaban en el suelo con las piernas cruzadas frente a ella. Ese himno, y en especial la parte que describe cómo Jesús deseaba acercar a los niños a Su ``seno'', le hacía sentir a Beth que algo sobre Jesús era incorrecto. Ese fue el origen de seis meses de ansiedad pensando que terminaría en el infierno. Todas las noches, después de rezar sus oraciones, dedicaba unos minutos a repetir una y otra vez: ``Amo a Jesús, amo a Jesús, amo a Jesús'', con la idea de que al hacerlo acabaría por convencerse. No pretendía sentir un amor terrenal; más bien esperaba ese sentimiento desconocido que llamaban gloria.

El día que comenzó a flotar, se dijo a sí misma: ``Esto es la gloria.''

Traducción de Alfonso Herrera Salcedo T.