La Jornada Semanal, 28 de mayo del 2000



(h)ojeadas

Mitologias rurales

Carlos Bonfil

Rafael Aviña,
Tierra brava,
Imcine,
México, 1999.

Es una suerte para todos nosotros, cinéfilos y lectores de libros de cine, contar con la energía, al parecer inagotable, de un historiador y crítico de cine como Rafael Aviña. Contar sobre todo con su enorme curiosidad y con su capacidad de asombro. Esa curiosidad lo ha llevado a ocuparse de modo casi maniático de subgéneros fílmicos, de películas olvidadas o de localización difícil, de tramas o propuestas marginales que él sabe presentar y describir con deleite lúdico, desentrañando siempre su significación de manera coherente y oportuna. El especialista del cine de horror y de truculentas monografías de asesinos seriales, del cine norteamericano serie b, del gore y del snuff movie, es también un reconocido experto en cine mexicano, no sólo del cine cuyas creaciones recientes registra puntualmente en su propia labor periodística o en su participación radiofónica, sino del patrimonio fílmico nacional, desde el cine mudo hasta los productos más inverosímiles de la década de los cincuenta, cuya preservación y difusión racional es y será necesario exigir una y otra vez a las autoridades correspondientes. El trabajo de Aviña relacionado con el cine mexicano es recuperación y prolongación de esfuerzos de historiografía fílmica tan notables como el libro La aventura del cine mexicano, de Jorge Ayala Blanco, y la obra de documentación de Emilio García Riera, la Historia documental del cine mexicano, ambas herramientas imprescindibles para todo estudioso de nuestro cine. Tanto Ayala Blanco como García Riera prosiguieron, desde los años sesenta hasta fechas muy recientes, una paciente labor de recuperación de nuestra memoria fílmica, el primero con las armas de la crítica; el segundo, con un inventario de nuestro patrimonio cinematográfico. Antes de los años sesenta no existía un esfuerzo coherente por sistematizar y hacer un balance de nuestras existencias fílmicas; tampoco una mirada realmente crítica que ubicara a nuestra producción en un contexto histórico nacional y en el marco de la creación fílmica mundial. Los autores mencionados colmaron esa carencia, y después de su trabajo sólo vino la revisión o la rutina -o, en el mejor de los casos, los ensayos muy agudos de Salvador Elizondo o Carlos Monsiváis. En fechas recientes se ha manifestado, sin embargo, un nuevo interés por la recuperación histórica de nuestro cine, y en el plano editorial se ha podido destacar la labor de la Universidad de Guadalajara, con su serie de monografías sobre realizadores e intérpretes de nuestro cine, así como la serie de libros de orientación similar que regularmente publica Clío.

A estos esfuerzos se suma el libro Tierra brava, el campo visto por el cine mexicano, de Rafael Aviña, como un breve panorama crítico del cine rural mexicano, desde la época de Allá en el rancho grande, de Fernando de Fuentes, de 1936, hasta el recorrido por la producción de los años noventa, que incluye obras sobresalientes: La mujer de Benjamín, de Carlos Carrera, Dos crímenes, de Roberto Sneider, y Bajo California, el límite del tiempo, de Carlos Bolado, y que podría también haber incluido, de no ser por los tiempos de edición, esa mirada fársica e inclemente que es La Ley de Herodes, de Luis Estrada.

Entiendo que el libro de Aviña no pretende ser una mirada exhaustiva a un tema que requiere un espacio editorial mayor y un análisis más detenido. Tierra brava proporciona valiosas pistas de trabajo para una labor más ambiciosa, y lo hace de manera muy profesional, con intuiciones muy atinadas y una prosa transparente y precisa. La estructura del texto es rigurosa y sus divisiones temáticas guías muy cómodas que lo serían todavía más si la edición contara con un índice que de inmediato orientara al lector sobre lo que encontrará a lo largo de las páginas. Es interesante notar, por ejemplo, que Aviña no sigue rutinariamente un orden cronológico, lo que le permite transitar libremente de una época a otra, según los requerimientos del tema, ya sea el estudio del paisaje en el capítulo segundo, o el de los personajes, en el cuarto y último. Esta libertad se topa, sin embargo, con una limitación constante: la desproporción entre el volumen del texto y la enorme riqueza del tema central. Esto hace que una investigación tan interesante como la que emprende Aviña, y que sin duda será un instrumento de trabajo indispensable para cinéfilos, alumnos y académicos interesados, tenga que sobrevolar temas tan interesantes como el del cine de Eisenstein o el de la mancuerna Indio Fernández-Gabriel Figueroa. ¿Cómo entender el trabajo de Figueroa, por ejemplo, sin la influencia no sólo del realizador soviético, sino también del camarógrafo Gregg Toland, maestro suyo y responsable de la fotografía de El ciudadano Kane? Al no poder explorar holgadamente las múltiples posibilidades que ofrece cada tema, Aviña procede a una selección de aspectos relevantes, y lo hace muy bien, con enorme aplicación y entusiasmo, pero frustrándonos por conocer muy bien los amplios espacios de investigación profunda que él es capaz de abarcar y, en lo posible, agotar.

Lo sorprendente es que, a pesar de tales limitaciones de espacio, el autor consigna proponer a sus lectores un recorrido muy sugerente por ese subtítulo del libro que es ``el campo visto por el cine mexicano''. Al término del viaje podemos constatar el reflejo, a lo largo de casi siete décadas, del predominio de una retórica oficial (la del partido en el poder durante el mismo periodo), de la que el cine rural mexicano es máxima ilustración y memorial. Aviña alude a la épica revolucionaria y a sus saldos, de Vámonos con Pancho Villa, con su heroísmo pendenciero, hasta Los indolentes, crónica del resentimiento social de los vencidos; analiza igualmente el reflejo del nacionalismo revolucionario de Lázaro Cárdenas en cintas como La rosa blanca, de Roberto Gavaldón, enlatada durante once años, y Un embrujo, de Carlos Carrera. A través de las líneas de análisis de Tierra brava es posible ubicar las diversas etapas de una moral social que concentra en el campo, y en su visión de la provincia, los valores tradicionalistas y sus arquetipos de conducta más persistentes. El campo mexicano es generador de mitologías, con una fuerza casi tan grande como la del cine de las urbes, y sin embargo ha sido menos estudiado, más desdeñado, como si se tratara de un tema menor, apenas atendible. Durante muchos años el cine de la ciudad conservó un atractivo especial. El cine de las barriadas populares, el de las vecindades de Ismael Rodríguez, la saga sentimental de Pepe el Toro y la Chorreada en Nosotros los pobres, pero también el cine de prostitutas y rumberas, cautivó (y sigue cautivando) al imaginario popular, de un modo incomparable a lo que proponían las visiones fílmicas del campo, convertidas, por su vocación pintoresca, en productos de exportación, desde María Candelaria, que conquistó al público europeo de Cannes en los cuarenta, hasta Como agua para chocolate, que distribuyó imágenes sonrientes de nuestro optimismo salinista en el mundo entero.

Aviña explora las mitologías que genera el cine rural, y una de las principales es el afianzamiento de la imagen masculina -el macho- en las dos vertientes que señala el autor: airado bravucón y taimado enamoradizo o, para resumir, Jorge Negrete y Pedro Infante en Dos tipos de cuidado, de Ismael Rodríguez. Naturalmente aparece, como contrapartida, la mujer abnegada y sumisa, temerosa de Dios y obediente al cacique hogareño. La imagen límite es Dalia Iñiguez (Bibiana) en La oveja negra. Al macho mexicano no lo inventan ni la revolución mexicana ni el cine rural, pero ambos fenómenos contribuyen poderosamente a cimentar su mito y a diseminar sus patrones de conducta. Muchos años después, Arturo Ripstein elabora en El lugar sin límites una implacable disección de ese arquetipo.

Otro de los fenómenos que explora Aviña es la manera en que de una década a otra se modifica la visión tremendista de la ciudad, la cual se advierte, desde la provincia idealizada, como una capital de la corrupción moral, hasta que en los años sesenta Alcoriza ofrece las visiones desencantadas de Tlayucan, y Cazals, en los setenta, el horror de intolerancia de Canoa. El autor refiere igualmente el lirismo presente en la búsqueda de una identidad personal ligada al campo, tanto en El abuelo Cheno y otras historias, como en la cinta de Carlos Bolado, Bajo California, el límite del tiempo. El campo sugiere búsquedas alegóricas, como La orilla de la tierra, de Ignacio Ortiz, o Rito terminal, de Oscar Urrutia, y también los viajes iniciáticos, las celebraciones indígenas y el sincretismo religioso que registra en sus documentales el estupendo realizador Nicolás Echevarría. Habría que añadir ahora la excelente secuela de Juan Carlos Rulfo, Del olvido al no me acuerdo, y la interesante exploración en el tema de la identidad en la cinta de Salvador Aguirre, De ida y vuelta.

El cine rural no sólo afianza algunas de las mitologías que la ciudad incorpora de inmediato (un caso típico, la urbanización de Cantinflas, a finales de los treinta, el rancherito ladino que se transforma en pícaro capitalino, en peladito), sino también se vuelve emblema de la resistencia cultural a una americanización de la vida urbana que inicia con ímpetu singular en la época de Miguel Alemán. El campo aparece así como refugio de la cultura tradicionalista y, en más de un sentido, como último reducto de la reacción. No sorprende por ello la paradoja de un cine que inicialmente registra el estupendo eco fílmico de la gesta revolucionaria, para después sumirse en lo que Ayala Blanco llama la ``añoranza porfiriana'', ni tampoco el registro de la revuelta de los cristeros -hoy canonizados-, en De todos modos Juan te llamas, de Marcela Violante, o el enardecimiento de una muchedumbre agraviada en La ley de Herodes.

Rafael Aviña rechaza los planteamientos esquemáticos, pero no deja de advertir las constantes del cine rural de una época a otra. Señala el cambio de atmósferas, la densidad y negrura que intervienen en el paso de El gallo de oro, de Roberto Gavaldón, a su versión más reciente, El imperio de la fortuna, de Arturo Ripstein. No emite juicios de valor o descalificación; sólo constata tendencias, recurrencias, contrastes, dejándole al lector la responsabilidad de extraer sus propias conclusiones. Y algo raro en nuestro medio de crítica cinematográfica: Aviña trabaja en libertad y respeta la libertad del lector al no imponerle denuestos intempestivos o juicios sumarios. De esta manera, su trabajo es, felizmente, una labor inconclusa. Solicita no sólo lectores atentos, sino también estudiosos que prosigan y enriquezcan la investigación planteada. El suyo es un trabajo profesional, al que anima no sólo el talento del investigador y crítico, sino también, de modo mucho más contagioso, su entusiasmo.



n o v e l a


Un quijote por las tardes

Marta Donís

Benjamín Valdivia,
Veleidades de Numa Fernández
al caer la tarde,

Ediciones La Rana,
Guanajuato, México, 1999.

Con una amplia trayectoria académica y literaria, Benjamín Valdivia emprende en esta novela -ganadora del Premio Nacional de Novela Jorge Ibarguengoitia 1998- una ambiciosa empresa: contarnos la historia de un Quijote moderno, Numa Fernández, combinando la erudición, el homenaje a Cervantes, la teoría literaria y la inspiración en los clásicos latinos.

Valdivia toma como punto de partida la visita a la tumba vacía de su padre por parte de Ario Fernández y un amigo suyo. Toda la primera parte gira en torno a esta conversación, que el autor logra entretejer hábilmente con el resto de los acontecimientos sobre los que se habla. El amigo recibe una confesión de Ario: extrañas circunstancias lo obligaron a simular el entierro de Numa Fernández, su padre. Todo se complica, señala, cuando una muda les llevó una carta de Numa a él y a su madre. Movido por la carta, el muchacho va a la casa paterna con las llaves que le ha dado la muda; revisa la casa, busca documentos importantes, la pone en venta y sepulta oficialmente la memoria de su padre. Entretanto, éste desaparece dejando todo preparado: su testamento, su acta de defunción... Ario señala: ``Lo que mi padre buscaba era dejar todo, buscando o persiguiendo un algo que sin duda valía más que lo que dejaba.'' Ario vende la casa, pero no puede hacer a un lado la sospecha de que allí se esconde un tesoro, por lo que contrata a un detective privado, que se roba los papeles originales de las Veleidades, el relato de un desfacedor de entuertos contemporáneo.

A partir de este punto, Valdivia nos cuenta la historia de Numa Fernández, quien, al igual que el personaje de Don Quijote de la Mancha -libro que nunca leyó-, decide acometer aventuras jamás vistas. La historia de este personaje se entrevera en lo que resta de la narración con la historia del nacimiento de Ario y el acuerdo que hace con su madre, con las pesquisas de Sh. H. Gonzaga, el investigador privado, y con otros personajes.

La anécdota no carece de humor ni sus defectos ocultan a un autor con oficio que sabe jugar diestramente con tiempos y espacios, y cuya prosa en muchos momentos es fluida. Tampoco se nos esconde que Valdivia es un autor que se deleita en la erudición. Sin embargo, para los fines de la narración, del mundo en el que se mueven los personajes, muchos de los nombres, citas y culteranismos salen sobrando. En una novela la erudición sobra, a menos que sea estrictamente indispensable para el universo de sus personajes (tal es el caso del escrutinio que hacen el cura y el barbero en la biblioteca de Don Quijote). Este tipo de recursos le dan a la obra un tono hierático.

No obstante, tal vez ese tono de rigidez podría pasarse por alto si mostrara equilibrio o cierta socarronería. Pero el autor incurre en un error imposible de ignorar, y es su falta de economía: abundan las explicaciones y repeticiones innecesarias (las disquisiciones legales sobre cadáveres no agregan nada a la trama y sí cansan al lector); la adjetivación excesiva; el regodeo con las imágenes (``el amigo estaba ávido de verdad, quería sentir en sus orejas trashumantes el mundo verdadero; sentirlo a fondo del pellejo, retozarlo como un perro celoso, lamerlo al pie del árbol de la imaginación''); las descripciones innecesarias (como cuando Ario va a anunciar la casa en venta: se desperdician quince líneas); las digresiones y reiteraciones inútiles (por ejemplo, la distinción entre erratas y erratones se convierte en doce líneas absolutamente ineficaces).

Lamentablemente, lo anterior se acompaña de un estilo completamente rimbombante que es antiestético, chocante e innecesario. Si esta fastuosidad se hubiera utilizado como recurso humorístico -y no niego que el autor lo haga a ratos-, es muy probable que la obra hubiese discurrido con más agilidad y eficacia.



b i o g r a f í a


Un tigre ¿de a deveras?

Alejandro Sandoval Avila

Claudia Fernández y Andrew Paxman,
El Tigre Emilio Azcárraga
y su imperio Televisa,

Grijalbo,
México, 2000.

La biografía como género literario nunca ha sido debidamente valorada. Es más: en torno a esta posibilidad hay diferencias de criterios que, me parece, ni siquiera han llegado a polémica. En nuestro país, la biografía ya no como literatura, sino como simple documento de vinculación social y conocimiento, es bastante desafortunada. Sus posibilidades han sido muy limitadas y su cultivo apenas comienza a tomar visos de actividad que puede apoyar el desarrollo cultural. Las biografías concebidas como libros han servido más bien como detonadores del escándalo o como aburridísimos panegíricos.

El libro de Claudia Fernández y Andrew Paxman es un raro caso en México. Aunque con fines puramente mercantilistas la editorial lo ha promovido como una ``biografía no autorizada'', lo cierto es que es un trabajo para el cual no había que pedir ninguna autorización. No se vitupera a nadie, no se busca hacer escándalo ni se concede el elogio gratuito. En torno a la figura central circulan otros personajes no menos importantes para la vida en México, en términos culturales, políticos y financieros: Miguel Alemán Velasco, Miguel Sabido, Guillermo Cañedo, sólo por citar tres nombres. Se busca una cierta objetividad, si esto es posible ante una figura de tantos claroscuros como lo fue Emilio Azcárraga Milmo. Se da una clara constancia de su trato con el poder, los hombres del poder y las reacciones que mutuamente se provocaban.

Una figura recurrente, por el oficio de los autores y por lo que en sí mismo representa, es Jacobo Zabludowsky. No ocultan la admiración que sienten por él, peroÊtampoco dejan de condenarlo. Llegan a decir que el noticiario que conducía era el trono de la información y también sostienen que llegaba al descrédito casi total. Si uno ha vivido en México en los últimos veinte o treinta años, puede decir que las dos cosas son ciertas: recuerdo a un maestro universitario que decía que si ``Jacobo'' aseguraba, en pleno verano, que al día siguiente iba a nevar, lo más seguro era que la mitad de la población del país, al día siguiente, saliera a la calle con ropa de invierno. Pero la gente aprendió a diferenciar la información general de la información política. Y en este rubro es donde recae el descrédito de Zabludowsky en sus últimos días de gloria.

El libro es un trabajo acucioso, bien estructurado y bien escrito. Está redactado con conocimiento del idioma y el desarrollo del texto obedece a su lógica interna, que no necesariamente es la lógica de la progresión vital del biografiado, aunque ésta sea una referencia indispensable.

Tal vez en eso radica la sensación de que, en algunos párrafos, se cae en desaciertos al conectar hechos que temporalmente estuvieron distanciados. Pero eso sería hacer una lectura ingenua. El texto tiene un trabajo literario que le permite a los autores dar saltos hacia atrás o hacia adelante con el fin de ampliar la visión de lo que el lector está percibiendo. Este es un libro al que, necesariamente, debe volverse en la relectura. Y es en aras de la necesidad de proporcionarle al lector un panorama más amplio de lo que se está narrando, que se cae en ciertas repeticiones, imperdonables en términos literarios, explicables y hasta justificables en el ámbito del periodismo académico.

El Tigre Emilio Azcárraga y su imperio Televisa aventura algunas tesis sobre las que los expertos podrían polemizar: las telenovelas, los noticieros, el PRI, los satélites, los negocios a nivel mundial, la riqueza descomunal... Lo cierto es que aglutina muchísima información. Algunos datos son novedosos, otros no tanto, y hay otros más que de plano son lugares comunes. Pero los presenta de manera desenfadada y hasta con sentido del humor. Tal es el caso, por ejemplo, de la contratación que Azcárraga hizo de John Gavin, una vez que concluyó su encomienda como embajador, para que, entre otras cosas, le consiguiera un permiso over fly (un papelito para que el potentado pudiera surcar los cielos gringos sin problemas). Después de años de disfrutar un salario muy generoso, el actor fue liquidado por la empresa sin haber conseguido nunca ``el pinche over fly''.

Televisa será, por muchos años, sinónimo de ``el Tigre''. Y en la historia contemporánea de México ambos serán referencia obligada, con todo lo negativo que han tenido para el devenir social y político y, tal vez, con algunas cosas aceptables que irán dilucidándose al paso de los años. En esa tarea, este libro es un buen comienzo.



FICHERO

Artes plásticas

Fábrica de Santos, ensayo fotográfico de Tomás Casademunt y textos de Alvaro Mutis, Col. Libros de la espiral, Artes de México/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Embajada de España/Cooperación Española, México, 2000.

La trama bajo las apariencias. La pintura de Fernando Espino, Hugo Gola, Juan José Saer, Hugo Padeletti, Col. Tiempo detenido, Artes de México, México, 2000, 80 pp.

Ensayo (filosófico)

Progreso, pluralismo y racionalidad en la ciencia. Homenaje a Larry Laudan, Ambrosio Velasco Gómez (coordinador), Facultad de Filosofía y Letras/Instituto de Investigaciones Filosóficas/UNAM, 1999, 321 pp.

Resurgimiento de la teoría política en el siglo xx: Filosofía, historia y tradición, Ambrosio Velasco (compilador), Col. Filosofía contemporánea, Serie Antologías, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1999, 374 pp.

Ensayo (político)

Asilo diplomático mexicano en el Cono Sur, Silvia Dutrénit Bielous y Guadalupe Rodríguez de Ita (coordinadoras), Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora/Instituto Matías Romero/Secretaría de Relaciones Exteriores, México, 1999, 157 pp.

Deslinde. La UNAM a debate, Delia E. Tello Peón, José Antonio de la Peña Mena, Carlos Garza Falla (coordinadores), UNAM /Escuela Nacional de Trabajo Social/Cal y Arena, México, 2000, 577 pp.

La democracia ausente. El pasado de una ilusión, Roger Bartra, Col. Con una cierta mirada, Ed. Océano, México, 2000, 225 pp.

Los veinte octubres mexicanos. La transición a la modernización y la democracia 1968-1988, Ciudadanías e identidades colectivas, Sergio Tamayo, prólogo de Bryan Roberts, UAM /Area de Estudios Urbanos/Evaluación del Diseño en el Tiempo, México, 1999, 422 pp.

Historia

La iglesia de Santa Prisca de Taxco, Elisa Vargaslugo, UNAM/Instituto de Investigaciones Estéticas/Coordinación de Humanidades/Coordinación de Difusión Cultural/Seminario de Cultura Mexicana, México, 1999, 553 pp.

Misión de Luis I. Rodríguez en Francia. La protección de los refugiados españoles, julio a diciembre de 1940, Prólogo de Rafael Segovia y Fernando Serrano, El Colegio de México/Secretaría de Relaciones Exteriores/Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, México, 2000, 604 pp.

Narrativa

El gato y el ratón, James Patterson, traducción de Eva de Aguirre, Grupo Editorial Norma, Santa Fe de Bogotá, Colombia, 2000, 456 pp.

Los ministerios del miedo, Leonides Alfaro B. y Héctor López Palma, Godesca Editorial , Sinaloa, México, 2000, 399 pp.

Nerea. Revelaciones del linaje del señor nahual don Jorge Elías, Enrique Rojas Páramo, Editorial Grijalbo, México, 2000, 377 pp.

Tierra Blanca, Leonides Alfaro B., Godesca Editorial, Sinaloa, México, 2000, 229 pp.

Poesía

Cantares del escriba, Oscar Wong, Col. Cuadernos de Malinaco núm. 45, Instituto Mexiquense de Cultura, México, 1999, 58 pp.

Desnuda en el viento, María del Socorro Soto Alanís, Sociedad de Escritores de Durango, A.C./LXI Legislatura del Estado de Durango, Durango, México, 1999, 115 pp.

Recuerdos de Coyoacán, Adolfo Castañón, Col. Las cascadas prodigiosas, núm. 45, Verdehalago, México, 2000, 61 pp.

Revistas

Cantera verde, núm. 30, enero-marzo 2000, año 12, textos de Israel García Reyes, Froylán Baños, entre otros, órgano del taller literario de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca/Juan Pablos Editor, Oaxaca, México, 36 pp.

Crónicas y Leyendas. De esta noble, leal y mefítica ciudad de México, número 1, nueva época, Las azoteas, El pirata y la Santa Inquisición, Icaro en el aeropuerto, entre otras, Colectivo Memoria y Vida Cotidiana, México, 2000, 80 pp.

Crónicas y Leyendas. De esta noble, leal y mefítica ciudad de México, número 2, nueva época, Semana Santa en 1582, El evangelista, La dama enlutada, entre otros, Colectivo Memoria y Vida Cotidiana, México, 2000, 80 pp.

La tehuana, núm. 49, año 2000, textos de Alberto Ruy Sánchez Lacy, Charles Brasseur, Serguei Eisenstein, entre otros, Artes de México, México, 100 pp.

Teatro

Julio César, William Shakespeare, traducción de Alejandra Rojas, Col. Shakespeare por escritores, Grupo Editorial Norma, Santa Fe de Bogotá, 1999, 153 pp.

La Malinche, Víctor Hugo Rascón Banda, Col. Son de teatro, Plaza y Janés, México, 2000, 283 pp.

Medida por medida, William Shakespeare, traducción de Circe Maia, Col. Shakespeare por escritores, Grupo Editorial Norma, 1999, 174 pp.