La Jornada Semanal, 28 de mayo del 2000


CONFIGURACIONES

Hugo Hiriart

Memoria y olvido,
nota sobre douglas fairbanks jr.

El pasado 10 de mayo, fecha abominable, encontré de casualidad, paseando por ahí, un ejemplar del diario británico The Independent del día anterior, según mi costumbre inveterada lo abrí y empecé a hojearlo. De pronto en sus páginas apareció una imagen que se disparó como proyectil hacia adentro de mí y ahí detonó activando memorias muy remotas. La memoria se teje en redes, no se recuerdan hechos aislados, sino redes de acontecimientos, es decir, ``tiempos perdidos'' enteros (aunque larvados en el recuerdo). La carga de profundidad que me sacudió venía de una fotografía, la foto de estudio (pose rebuscada, claroscuro intencionado, Hollywood en los años treinta) de un actor. En mi infinita ingenuidad me pregunté: ``¿Por qué traerá el periódico un artículo sobre Douglas Fairbanks Jr.?'' De él se trataba y está olvidado desde hace muchos años. Entonces levanté la mirada y vi que la sección donde estaba el artículo decía ``Obituarios''. ``¿Cómo -me pregunté extrañado-, todavía vivía Douglas Fairbanks Jr.?'' Sí, acababa de morir a los 91 años. Compré el periódico y me fui a mi casa a leer la nota luctuosa.

A la inmensa mayoría de la gente ese nombre, Douglas Fairbanks Jr., no le dice nada, jamás lo habían siquiera oído. Son demasiado jóvenes. Pero mi generación puede definirse así: ``Es aquélla, que vio Gunga Din en la infancia y se emocionó con ella.'' Gunga Din fue una película basada remotamente en Kipling, se desarrollaba en la India y en ella actuaba Douglas Fairbanks Jr., se rodó en 1939, la dirigió Georges Stevens y era una redonda y total maravilla. Digo ``la generación que se emocionó con ella'' porque las cosas, este es un curioso punto estético, han cambiado tanto que emocionarse con ella es tan imposible como emocionarse o asustarse viendo King Kong (que en aquella infancia también fue emocionante, me acuerdo muy bien). Ese paraíso está también perdido y clausurado.

Douglas Elton Ulman Fairbanks nació en Nueva York y fue hijo de uno de los más célebres actores del cine mudo, Douglas Fairbanks Sr. Ese no me tocó a mí, pertenece a la generación anterior y no me acuerdo haber visto nunca una película suya completa. Escenas aisladas sí, desde luego, era gran espadachín y héroe acrobático, representó a Robin Hood, D'Artagnan, el Ladrón de Bagdad, el Zorro y otros esforzados caballeros siempre con gentileza, agilidad cirquera y una sonrisa alegre en los labios. Con esa sonrisa, que lo haría famoso, llegó muy lejos: dicen los críticos que los cuatro grandes mimos del cine mudo fueron Chaplin, en primer lugar, Buster Keaton, Harold Lloyd y Douglas Fairbanks, justamente. Cuando casó con Mary Pickford, ``la Novia de América'', en 1920, su fama creció al delirio, y no sólo su fama, también su fortuna personal. Así, formó con Chaplin y D.W. Griffith la United Artist Corporation (qué grupo, algo así como que Calderón, Lope y Cervantes hubieran puesto una editorial). En 1936 el inquieto Fairbanks se divorció de la Pickford y casó con una lady británica. Pero en 1939, murió.

Lo primero que me parece notable de Fairbanks Jr. (su madre fue la primera esposa de su padre, Anna Beth Sully, de la que se separó para casar con la Pickford) es que no se dejara aplastar por semejante padre. Siguió sus pasos, heredó la sonrisa legendaria, la ligereza cordial, y, por decirlo así, el cargo del padre. No llegó tan lejos, pero cumplió con las obligaciones heredadas. ¿Por qué no llego tan lejos?

Churchill dijo alguna vez que le agradaba mucho la gente que pelea con ahínco pero riéndose. Esta cualidad describe la grandeza y miseria del arte de Douglas Fairbanks Jr. Peleaba riéndose, distanciado, elegante; y también besaba riéndose o se preocupaba riéndose, su ligereza podía ser encantadora, pero no sólo de ligereza vive el actor (menos en esa época de grandes galanes románticos como Cary Grant, Gary Cooper, Ronald Colman o William Powell, por nombrar unos cuantos). Por eso dice de él Gilbert Adair: ``con frecuencia había algo de dilettante en sus trabajos, una ausencia de hondura y espiritualidad que le impidió siempre explorar los límites últimos de su arte. Su infalible urbanidad tendía a sugerir que no estaba tremendamente interesado en la actuación como tal, sino que actuar para él era un ejercicio ocasional en autodominio y autolaceración''.

Dicho de otro modo actuar es un juego, pero es un juego serio, comprometido, apasionado. Se le perdonan, desde luego, estas limitaciones, no sólo porque actuó en Gunga Din o en Los hermanos corsos (película de aventuras en la que, tampoco he olvidado, hacía dos papeles) sino, sobre todo, porque, como decía Goethe, ``donde están nuestras cualidades, están nuestros defectos'', es decir, porque la sonrisa y la ligereza encantadoras, tienen también un precio.



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

Segundos

Desde hace dos años he estado ahorrando un promedio de un segundo por día en una caja que guardo en el armario. La caja, hay que decirlo desde ya, aumenta su tamaño. Antes solía perder hasta tres segundos un día cualquiera, sin darme cuenta, tomado por sorpresa, con los ojos fijos en la ventana y la taza de café en la mano. Y, de pronto, algo -un niño arrastrado por su madre hacia la escuela, una motocicleta tambaléandose, cargada de periódicos, un hombre que miraba histéricamente al suelo como si hubiera perdido la llave de su auto- hacía que me despertara. Entonces me daba cuenta de que mis dos o tres segundos se habían esfumado en el tiempo irrecuperable. Hasta que aprendí a atraparlos. El procedimiento, aunque sencillo, requiere dominar dos disciplinas, la distracción y la atención. Pongamos el caso más común, el de la taza de café petrificada en la mano modorra, todavía tatuada con las arrugas de las sábanas. Uno tiene la cara hinchada y siente que los ojos no son todavía herramientas de la mirada (en rigor, la luz entra por las pupilas, pero el cerebro sólo registra: ``mira, entra luz'', sin darle forma de nada) y se fijan en un terreno intermedio entre el cristal de la ventana y el aire que lo recubre (en rigor, no importa dónde se posen, el cerebro seguirá con su ``mira, la luz entra''). Es en ese instante en el que hay una suspensión, una especie de imbecilidad, que los segundos aprovechan para huir. Entonces, uno, sin hacer gesto alguno ni hacer bizcos, los sorprende con una grito y ¡zap! caen a la alfombra. Después, uno simplemente los recoge con el cuidado necesario (el índice y el pulgar, si es que uno ya ha readquirido la capacidad prensil perdida durante la modorra) y los almacena.

Decía que llevo dos años guardando un segundo al día. Los apilaba todas las mañanas, justo antes del primer cigarro. Abría la caja, metía la mano con el segundo, y la cerraba. Olvidé comentar que tanto la pizca del segundo como su posterior depósito deben hacerse a ciegas: mirarlos significaría reintegrarlos al tiempo y perderlos para siempre. No se debe, siquiera, verlos caer tras el grito. Eso lo supe casi desde el principio: al guardar el segundo segundo, me detuve a echarle una ojeada al primero (que era, en realidad, el cuarto atrapado, pero el primero en ser localizado en la alfombra, tomado entre dos dedos y almacenado, todo a ciegas) y desapareció. Cometí entonces la impericia de voltear a ver si todavía tenía yo el segundo segundo entre los dedos y también se esfumó. Así que, al quinto día de tratar de ahorrar tiempo, estaba como al principio: con nada. Pasé varias noches insomne recapacitando sobre mi técnica. Y decidí que durante el grito debía guardarse la suspensión de la mirada como si fuera un asunto de vida o muerte y, después, hurgar la alfombra con los ojos cerrados para luego, de igual manera, caminar de regreso a la recámara, abrir la puerta del armario, tentalear en busca de la caja, abrirla y posar el segundo en el fondo. Excuso decirles la cantidad de moretones en las rodillas y golpes entre los dedos del pie que me ha reportado la técnica del ciego, pero no me arrepiento. Con cada nuevo día, digo, la caja aumenta de tamaño.

Hoy, tras dos años de esfuerzos, a una hora de la mañana cuya naturaleza no es habitualmente productiva, he logrado ahorrar casi doce minutos. La caja es doce veces más grande que al principio. Ustedes podrán argumentar que es muy poco para tantas angustias. No lo es. Yo fumo una cajetilla desde los quince y, sin caer en alarmismos, supongamos que cada cigarro en el cenicero representa un segundo menos de vida. Eso quiere decir que he perdido día y medio. Si sigo acopiando con el ritmo que me he autoimpuesto, pienso que en quince años más habré recuperado el día y medio perdido hacía quince años. Ustedes, suspicaces, dirán que, ya para entonces, habré perdido otro día y medio a base de caladas hasta el filtro. Y tendrán razón. Pero seguiré ahorrando. Es mejor ganar un día y medio que perder cinco días completos, estarán ustedes de acuerdo (asentirán con sus cabecitas).

Pero imagínense el día que, presintiendo la muerte, vaya yo hasta el famoso armario por la caja del acopio. Entonces, la abriré y miraré, pausadamente (con la lentitud que permite un segundo) mi tiempo ahorrado. Sumará un día y medio extra. Podré dotar a cada uno de ellos de una particular variación en su cacería, de cierta diferencia inexpugnable en su textura en la alfombra, de cierta resistencia imperceptible entre los dedos, de un sonido inaudible al caer al fondo de la caja. Y tendré un día y medio. Pero ustedes, crueles como son, argumentarán que yo habré muerto día y medio antes de ese momento. Y tendrán razón. Pero los doce segundos han desaparecido: al describirles mis segundos los he reintegrado al tiempo ahora mismo, mientras escribía esto. La caja en constante expansión habrá desaparecido. ¿Había estrellas, planetas, vidas ahí adentro? Sí, eso es lo que supongo. Acaso adoraban ahí adentro a un dios del tiempo que los creó, alguna vez, de la nada, del principio de una enésima de segundo. Quizás dentro de la caja sin mirar existían estos pequeños seres que diaramente hacían rituales para detener el tiempo, circularlo, tenderlo sobre una línea recta hacia una meta o, simplemente, fumaban en silencio, garabateando cálculos, pensando en su propio inicio y en un posible final. Ahora, mientras los escribía, han desaparecido. Y ustedes, inocentes como son, los han consumido conmigo sin darse cuenta, tomados por sorpresa, perdiendo un tiempo que, en quince años, encontrarán irrecuperable.