La Jornada Semanal, 14 de mayo de 2000



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

Monsiváis: ``Y mientras lo escribía
ya era posteridad''

El emperador de China -según el cuento de Borges- manda hacer un mapa tan exacto de sus dominios que el papel sobre el que está trazado termina por abarcar el territorio mismo del Imperio. De alguna forma, a Carlos Monsiváis le ha sucedido algo parecido con la cultura popular mexicana: su creación de un canon de personajes, lenguajes e iconos no sólo nos convence de que el pasado sí existió, sino también de que todos somos ya efecto de él. Incluidos en la crónica de lo fugaz que nunca desapareció (Días de guardar y Entrada Libre), en la historia de las emociones que caben entre el sentimentalismo y la reciedumbre (Amor perdido y Escenas de pudor y liviandad), y en el huracán de las muchedumbres que dejan intacta la continuidad (Los rituales del caos), los que crecimos escuchando, leyendo y repitiendo a Monsiváis ya no sabríamos discernir entre su mapa y lo que alguna vez estuvo debajo. Pero tampoco importa. Que el mapa preceda al territorio es sólo una forma de recuperar lo ``verdadero'' desde los márgenes de la imaginación en un país que exterminó lo ``falso'' a latigazos de realidad: ``Si esto alguna vez fue cierto ya ha dejado de serlo.''

En Aires de familia (Premio Anagrama de Ensayo), Monsiváis ensancha hacia el sur (Argentina, Brasil, Perú y Cuba, sobre todo) sus certezas mexicanas sobre los vínculos entre literatura, cine, moral, historia oficial y televisión, y los sucesivos simulacros de Pueblo y vida comunitaria que engendran. Se trata del mapa de los mercados simbólicos que le dan sentido a los latinoamericanos: ``las grandes instituciones formativas: el idioma español, la religión católica, la Familia Tribal, la metamorfosis incesante de las costumbres hispánicas, los procesos de consolidación histórica, el autoritarismo y los reflejos condicionados ante la autoridad. A los países de Iberoamérica los va uniendo el culto al Progreso, el otro nombre de la azarosa construcción de la estabilidad que pasa por el desarrollo educativo, las doctrinas filosóficas (el positivismo, muy señaladamente), las Constituciones de las Repúblicas, la disminución de los aislamientos geográficos, la exasperación ante lo indígena (considerado el peso muerto), la mitificación del mestizaje, el afianzamiento de los prejuicios raciales, las corrientes migratorias, el frágil equilibrio entre lo que se quiere y lo que se tiene''. Los ``aires'' de la familia son ese sistema de signos creados en el conflicto por asimilar la modernidad. Su principal misterio es la producción del Pueblo como un conjunto de exclusiones hechas para que después no cueste tanto trabajo integrarlo a la nación. ``Metáfora en busca de mitología'', el Pueblo pasará de ser una alegoría (para quitarle su gesto amenazante), a retrato sin maquillaje de los ídolos del cine, a ``lo clásico marginal'' de la cultura alternativa, al televidente que prefiere las telenovelas en lugar de aburrirse con sus pensamientos.

El recorrido que traza Monsiváis es, de alguna rara manera, optimista, porque apunta a una utilización cada vez más relativizadora de las jerarquías entre moral y cultura, entre costumbre y estética. Así, los poetas de principios de siglo o los novelistas del boom, a pesar de escribir para sociedades analfabetas, terminaron venerados por las multitudes que buscaron en sus apariciones razones para la identidad íntima (``el romanticismo aporta una mitología que todavía perdura: la correspondiente a la sinceridad, `el corazón en la mano', la noción de los poemas como depósitos de la sensibilidad exasperada'') o nacional (``oponer al desprecio de las potencias mundiales la certeza de una grandeza''); el cine latinoamericano, cuya originalidad frente a Hollywood -como demuestra Monsiváis- surge de la falta de recursos, desliga a la tradición de los márgenes estrechos de la fe y la costumbre para hacer de lo ancestral algo pintoresco (``al integrar ferozmente la pareja, la familia, el barrio, la región, la nación, funcionan simultáneamente para el arraigo y la huida''); el tango, el bolero, los ritmos caribeños y sus representaciones visuales produjeron las fantasías de las noches urbanas, la educación sentimental, y actitudes a la vez uniformes y personales frente al deseo (``cualquiera que sea el modelo de comportamiento que se elija entre las mayorías, lleva adjuntos el ritmo, las melodías y la filosofía de la vida de las canciones''); las fronteras entre masculino y femenino, así como entre respetabilidad e informalidad, se han ido atenuando y se ha alcanzado la ``despenalización moral del aborto''; y, para terminar aquí la lista, los logros culturales de las izquierdas latinoamericanas entre 1920 y 1960, a pesar del Pensamiento Correcto y la transformación del Hombre Nuevo en Presidente del Tribunal Revolucionario, son una de las formas no tecnológicas de aclimatar la modernidad (``se sostiene cuando nadie más lo hace la defensa de los derechos humanos, se produce una literatura valiosa, se genera una solidaridad antes inexistente en América Latina, se unifican visiones del mundo, se destruye la mentalidad aislacionista''). La lista de Monsiváis cobra relieve por sus ausencias: la cultura del narcotráfico, la ilegalidad y la violencia, y la teología de la liberación.

Pero este extraordinario mapa de la brega latinoamericana -donde a cada ilusión le sigue un desencanto- no concluye con notas promisorias. El pasado que nos angustiará es el de la televisión unida a la campaña de una sola ideología: el consumo, el tener-ser de los Elegidos, la censura católica que receta mensajes de resignación hasta cuando transmiten concursos. La identidad social basada en el consumo es uno de los efectos más devastadores de la psique continental: ``el público es siempre un menor de edad, y se representa por un ama de casa que se ríe de todo, un señor a quien la fatiga sólo le permite ver la pantalla seis horas seguidas (...) y el tedio es la peor amenaza: si te aburres te quedarás sin tu identidad predilecta, la del que la pasa bien con lo que le den''. Aires de familia es también una pregunta por el presente de la identidad del consumo en sociedades de millones de pobres y con clases medias en extinción. La respuesta estaría en la vitalidad de la cultura popular y su mapa de sentidos diversos: ¿qué podrían hacer Civilización y Barbarie contra la Crisis?