La Jornada Semanal, 7 de mayo del 2000



Agata Tuszyñska

el cuento del domingo

Lo extraño, señor Singer...

Encanto, gracia, ternura, senectud, sabiduría: demasiada belleza se reúne en este texto para que pase desapercibido a los ojos del lector(a). La autora, una polaca singularmente hermosa, escogió a un narrador excepcional y entrañable: una enfermera mexicana que atiende el último suspiro del Premio Nobel judío-polaco. Amparo Ruiz fue para Isaac Bashevis Singer lo que Celeste para Proust, un corazón sencillo al que se siente íntimamente unido en su ocaso. La traductora, María Sten -quien acaba de cumplir 101 años-, despliega su doble sabiduría en polaco y español para entreverar ambas culturas afines a su corazón.

Se llama Amparo, Amparo Ruiz. Nació en México. A Estados Unidos llegó en 1960. A Florida. Aquí conoció a su marido, originario de Nicaragua. Durante los últimos tres años de vida de Isaac Bashevis Singer fue su enfermera.

-Trabajaba para una agencia y de allá me mandaron con él. Me llamaron a las once de la mañana y me pidieron que fuera a 9511 Colins Ave., una de las torres cerca del Atlántico. No sabía quién era el paciente. Era un trabajo como cualquier otro. Me vestí y fui. El portero no quiso dejarme entrar, diciendo que nadie contestaba en el departamento. Esperé bastante tiempo, después llamé a la agencia. Estaban ya impacientes porque la señora llamó otra vez y no entendían qué pasaba.

-Estoy abajo -dije-, pero no me dejan entrar.

Después de un momento bajó una señora y me llevó arriba. No era la señora Singer. La señora Singer estaba entonces en el hospital. Todo eso pasó en 1988, en febrero, el 19 de febrero. Subimos al séptimo piso y entramos al departamento. La señora me presentó ante un hombre viejo: el señor Singer. Escritor.

Llevaba un traje que en Florida los hombres usan muy rara vez. Era demasiado elegante y demasiado grueso para el clima de aquí. Me miraba con ojos de un azul muy claro, como diluido. Estaba muy inquieto. Su esposa no se encontraba en casa y a él no le gustaban los desconocidos, no estaba acostumbrado a semejantes situaciones. Se paseaba nerviosamente. La mujer que me lo presentó resultó ser una amiga de la señora Singer. La enfermera que lo cuidaba de noche se iba en la mañana. Todo esto lo irritaba, no entendía quiénes eran estas mujeres.

-¿Quién le dijo dónde vivo?

-Señor Singer -le dije-. Trabajo para una agencia. Me llamaron y dijeron que su esposa está en el hospital y que usted necesita alguien que lo cuide.

-Puedo estar solo -contestó.

-Quizá. Pero a su esposa no le hubiera gustado que se quedara solo. Quisiera que estuviera acompañado.

-Está bien.

Sin embargo, seguía inquieto. No le gustaban las personas desconocidas en casa. Nunca antes oí de él. Nunca leí sus libros. Si leo, es en español. Conozco aquí en Miami muchos judíos y cuando un día le dije a una conocida que trabajaba con el señor Singer, al oírlo exclamó:

-¡No digas que es Isaac Bashevis Singer!

-Sí, dije, es él.

-¿Cómo llegaste con él? -mi amiga estaba muy excitada-. Es un hombre muy famoso.

-¿Famoso? -me sorprendí-. Está bien, pero para mí no tiene importancia. Es un paciente como cualquiera.

Me quedé con él. Caminaba por los cuartos. Ida y vuelta. Abría un cajón, después otro. Esto duró una hora, quizá dos. Finalmente le pregunté:

-¿Qué pasa con usted? ¿Qué busca?

-Todo está perdido -dijo.

-Dígame, ¿qué está perdido?

-No lo comprenderá.

-Pero quizá podré ayudarlo.

-Nunca lo encontrará.

-Señor Singer, dígame, por favor, ¿qué perdió?

-Mi pasaporte. Mi identidad.

-Me gustaría hablar con usted -dije.

-¿De qué? -preguntó.

-De lo que quiera. Siéntese, hablemos.

Se sentó. Hablamos una hora, más o menos. De varias cosas. De la vida. Me dijo que escribió varios libros, que vivió en Nueva York cerca de Broadway y que le gustaba la vista desde su ventana. Ahora, en Miami, también le gusta mirar el océano desde su ventana

-Qué agradable -dije-. Me hace feliz que sea usted famoso. Estoy segura de que lo conocen en todo el mundo.

-¿Cómo lo sabe? -preguntó.

-Porque los hombres conocidos son siempre admirados.

Después de algunos momentos dijo que quería acostarse.

-¿En dónde?

-Sobre el sofá.

Se acostó y durmió una hora. Al despertar, me preguntó cómo me llamo. Le dije mi nombre. Tuvo dificultad al pronunciarlo. Me llamaba Emparo en lugar de Amparo. Al transcurrir el tiempo comenzó a llamarme: Mi amor.

-Mi amor, ¿puedes sacarme a dar un paseo?

-¿A dónde quisiera usted ir? -no lo sabía.

-Al corredor.

Dábamos varias vueltas. Como diez. Así pasó el primer día. Me tuvo confianza de inmediato y comenzó a interesarse en mi vida. Platicábamos. Con frecuencia leía la Biblia. Le pregunté por qué la hojeaba con tanta insistencia.

-Busco a los hombres.

-¿De qué tipo?

-De cualquiera.

Decía que todo está en la Biblia. Se acostaba en el sofá durante largas horas. Caminaba un rato, se acostaba, comía y se acostaba otra vez. Ya no escribía, pero de vez en cuando dictaba a su secretaria. Más tarde, renunció. No quiso que ella viniera más. Por entonces apareció La muerte de Matusalén y firmaba los autógrafos, lo que le cansaba mucho. No quería firmar más libros. Se sentía agotado. Lo repetía constantemente y decía que quería acostarse.

Hablábamos de muchas cosas. Me decía que cuando era chico tenía mucha curiosidad. Ante todo sobre las mujeres.

-¡Cómo, señor Singer! Un niño no se interesa en las mujeres.

-¿Por qué no? Mi madre llevaba siempre su cabello cubierto, nunca lo había visto. Un día le pregunté: Mamá, ¿tú tienes cabello? ¿De qué color? Entonces mi madre lo descubrió y me lo enseñó. Era pelirrojo, bello, completamente pelirrojo.

A menudo me preguntaba por su hermano Josué.

-¿Ha visto usted a mi hermano?

-No, señor Singer. No lo he visto.

-¿Por qué?

-Porque estamos en Miami y él está en Nueva York.

No quise decirle que su hermano ya había muerto. Estaba muy triste y no quise hacerlo sufrir más. No se acordaba de la mujer de su hermano. Nunca hablaba de Polonia, de su niñez. Solamente de su madre. Tampoco recordaba a su padre. Ni a su hermana. Supe que tuvo una hermana por la señora Singer. El hablaba solamente de su hermano. Que era un gran escritor y que aprendió mucho de él.

-¿Piensa usted, señor Singer, que su hermano recibirá el Premio Nobel? -le preguntaba.

-¿Por qué no? -contestaba-. Es mejor que yo. Yo aprendí mucho de él.

-¿Qué pasará cuando él reciba el Premio?

-Lo tendremos los dos.

Tenía un gran sentido del humor, pero no le gustaba hablar con las personas conocidas por azar. Cuando salíamos, siempre nos sentábamos en un lugar apartado. No le gustaba hablar por hablar. A veces se dormía bajo una palmera, y cuando despertaba seguíamos hablando. Pasábamos juntos días enteros.

La señora Singer salía, arreglaba varios asuntos, iba de compras, visitaba a los amigos. Al principio, él quiso llamarla por teléfono. Preguntaba dónde estaba Alma.

-Señor Singer -le decía yo-, ¿no le basta una mujer en casa?

Estaba de acuerdo con todo lo que yo decía. Solamente preguntaba:

-¿Piensa usted que Alma regresará?

-Sí, señor Singer. Dentro de una o dos horas.

Cuando su esposa regresaba, él se tranquilizaba; con el tiempo dejó de preguntar.

Yo le preparaba el desayuno, la comida y la cena. Lo afeitaba, lo lavaba y lo vestía. Cuando lo bañaba, él tenía la costumbre de decir:

-¡Oh, Dios! Si mi padre me hubiera visto con una mujer en el baño.

-¿Le parece muy mal? -le preguntaba.

-No -contestaba-. Pero si mi padre supiera que estuve en la tina con una mujer...

Sí, me quería mucho. Cuando llegaba en la mañana y me paraba cerca de su cama, decía:

-Buenos días, mi amor, me da mucho gusto verla.

Cuando yo no iba los domingos, se ponía muy triste. Nunca pude leer sus libros. No tengo tiempo, de verdad. Tengo una casa, un marido y un hijo. Le dedicaba a él los días enteros y no tenía tiempo para sus libros. Además, algunos son demasiado difíciles para mí, no entiendo el significado de varias palabras. Por ejemplo, La muerte de Matusalén. Cuando apareció el libro, escribió una dedicatoria especialmente para mí. Me gustan algunos de sus cuentos. Se ponía muy excitado cuando sus libros tenían éxito y buenas críticas. Se volvía alegre, sonreía. Estaba más amigable que de costumbre. Cuando aparecía una foto suya en un periódico, lo compraba y lo enseñaba. Se sentía feliz. Pero en los últimos meses, era consciente de que ya no era capaz escribir nada más.

-Es el fin -repetía.

-Señor Singer, ha escrito usted tantos libros que todo el mundo lo conoce. Todo el mundo conocerá su nombre -le gustaba que yo dijera eso y la señora Singer sonreía: ``Usted siempre sabe qué decirle.''

Era un hombre muy simpático pero al mismo tiempo muy caprichoso. Era difícil prever qué haría. En un segundo cambiaba de humor. Le hablaba a la señora Singer de mis observaciones. Parece que siempre fue así. Cambiante. Amigable y después, de un momento a otro, sin ninguna razón, desagradable. O de repente no quería hablar ni contestar; sin embargo, conmigo siempre se portaba bien. Parece que nadie fue tan simpático con él como yo. Se reía: ``¿Por qué no te había encontrado antes?'' La señora Singer me decía: ``La espera a usted como a un Mesías...''

¿Le gustaban las mujeres? Las adoraba. Muy a menudo me hablaba de ello.

-¡Pero usted es un hombre casado! -le decía.

-Eso no es un pecado -contestaba.

-¿Le gustaría que su mujer tuviera citas con otros hombres? -le preguntaba.

-No. Pero con los hombres la cosa es diferente -repetía-. Son cosas muy complicadas.

Decía que le gustaba encontrarse con varias mujeres. Fue su pasión. Me decía cosas que nunca le contó a la señora Singer. Por lo general, hablábamos sentados afuera. Me pregunta por mi familia en México. Repetía: ``Usted tiene algún secreto. Si me lo cuenta, lo escribiré.''

-No tengo ningún secreto -contestaba.

-Lo tiene, solamente que no quiere decírmelo.

-No voy a confiar mis secretos a nadie, ni siquiera a mi marido; a nadie en el mundo -a esto él replicaba:

-Pero quizá puede decírmelo a mí.

Cuando le contaba a la señora Singer sobre mi familia, ella me aconsejaba: ``Dile, va a hacer de esto un cuento.'' Mi abuela se casó cuatro veces, y cada vez sus maridos morían de manera misteriosa. Tuvo once hijos. Era una mujer bella.

Siempre trabajé con judíos. Nunca con nadie más. Son gente buena, siempre me ayudaron.

El señor Singer no era religioso, pero creía en Dios. ``Creo en Dios, aunque peco'', repetía.

-¿En dónde se encuentra Dios? -le preguntaba yo.

-En alguna parte... También creo que Dios va a ocuparse de ti, mi amor, porque eres demasiado buena conmigo.

-Dios se ocupa de todos sus hijos, contestaba.

-Así pienso, porque la mandó aquí.

Quiso que le prometiera que no lo abandonaría hasta su muerte. Lo prometí. Y así fue.

Cuando yo no regresaba demasiado rápido de la tienda, salía de casa y me esperaba frente al elevador.

-¿Qué hace usted aquí, señor Singer? -preguntaba yo, sorprendida.

-La espero a usted, mi amor.

-Tuve que hacer las compras.

-Lo sé, pero no pude aguardar.

Un viejo necesita a alguien como si fuera un niño. Eso me gusta. Sentí que el señor Singer me necesitaba de verdad. Siempre llegaba al trabajo sin perder un solo día. Sentía que él me necesitaba. No hablaba de la muerte. Se daba cuenta de que estaba enfermo. Seis meses antes de morir tenía dolores. Le preguntaba:

-¿Qué le duele, señor Singer?

-No lo sé. Quién sabe...

-Entonces, nada le duele. Trate de calmarse.

-¿No me crees? -protestaba.

Le gustaba caminar, pero ya no tenía fuerzas para salir de casa. Entonces nos paseábamos por el balcón.

-¡Señor Singer, tengo una idea!

-¿Cuál? -preguntaba

-Un paseo.

-Imposible.

-Le demostraré que es posible.

Y así nos paseábamos a lo largo del balcón con la vista sobre el océano. Era muy feliz. No quiso pasearse con nadie más. Me parece que no confiaba en nadie que no fuera yo. La señora Singer estaba inquieta. ``El haría todo lo que tú le dijeras, Amparo'', me reprochaba. ``Nadie tiene un poder tan grande sobre él como tú.''

No quiso comer sin mí. La señora Singer se encontraba con bastantes apuros los domingos. Cuando yo llegaba los lunes, lo afeitaba, peinaba, lavaba y le decía:

-Señor Singer, ¿vamos a la cocina?

-¿Para qué? -bromeaba.

-Para comer algo.

-Magnífico -se ponía alegre-. Vamos.

Le gustaban los omelettes, el queso blanco, el café, un jugo de fruta. Comía de todo, no era remilgoso. Cuando todavía podía moverse sin dificultad desayunaba abajo, en la cafetería, al lado de la calle que hoy lleva su nombre, pero después ya no íbamos allá. Era demasiado difícil, y además le molestaba el ruido.

No solía hablar de su mujer. Alguna vez dijo que le había dado un regalo: un suéter. Le pregunté si la amaba. Dijo que sí. Pero aunque la amaba, andaba con otras. Sin embargo, siempre regresaba con ella. Quizá eso significaba que fue la más importante. Decía:

-Flirteo un poco, me voy de juerga y después regreso a casa.

Cuando tenía que arreglar algún asunto con la gente era simpático. En otras ocasiones se impacientaba. No quería que lo distrajeran. Por ejemplo, cuando nos sentábamos a la mesa y comenzábamos a hablar con la señora Singer, se levantaba y se iba. No le gustaba y se ponía nervioso. ``Hablan puras tonterías.''

-¿Cómo? ¿Y cuando usted y yo hablamos?

-Es otra cosa -contestaba.

Tenía sueños pero, cuando despertaba, no los recordaba.

-Tengo pesadillas -se quejaba.

-Quisiera saber, ¿qué tipo de pesadillas?

-Yo también.

Una vez sonó el teléfono. ``¿Quién habla?'', pregunté. Resultó que era su hijo, desde Israel. Me sorprendí. Lo llevé al teléfono. Hablaron. Después le pregunté:

-Señor Singer, ¿por qué no me dijo que tiene un hijo?

-Pues ahora ya lo sabe.

-¿También tiene nietos?

-Sí.

-¿Cuántos?

-Quién sabe.

Lo que más le gustaba era hablar yiddish. Era feliz si alguien le hablaba en ese idioma. Aprendió algunas palabras en español.

Tanto él como su esposa gastaban poco. En esto hacían buena pareja. No, no eran pobres, pero cuando uno crece en la miseria, más tarde es difícil ser derrochador. Yo lo entiendo. Si desde el principio uno tiene todo, no existe el miedo de que no alcance para sobrevivir al día siguiente. El tuvo hambre cuando era joven; por eso, cuando pudo, le gustaba tener dinero. Sencillamente tenerlo. Lo mismo la señora Singer. Por ejemplo, cuando íbamos de compras y ella veía algo bonito, decía: ``Esto me gusta, me gustaría tenerlo, pero no quiero gastar tanto dinero.'' ``Señora Singer'', le explicaba, ``vivimos solamente una vez. ¿Qué haría usted con este dinero en el más allá? El dinero es para usarlo.''

Nunca me daban regalos, pero me permitían comer con ellos. Ya no tenía que llevar mi comida. Después de la muerte del señor Singer, recibí como regalo su escritorio. Está en mi cuarto. Sé que tuvo muchos malentendidos con su hijo a causa del dinero.

Ahora me ocupo de la señora Singer. No sé si ella lo extraña. Se siente bien, sale, visita a sus amigos. Dice que lo echa de menos, pero continúa viviendo su propia vida. No lo pasa mal. Es libre, hace lo que le da la gana. Pertenece al tipo de gente que aun cuando la pasan mal, no lo demuestran. Cuando él murió, yo lloraba. Ella no. El no era así. Mostraba más sus sentimientos. Pero nunca vi que llorara. La gente como él no llora. La señora Singer no lloró ni cuando se enteró de la muerte de su hija. Esto aconteció un año antes de la muerte de su esposo. Estuve allí justo cuando ella lo supo. Un momento más tarde, la vi en traje de baño. ``¿Va usted a la piscina?'', pregunté. ``Sí'', contestó.

Me quedé con el señor Singer hasta su fin. Tuvo varias hemorragias. Durante seis semanas estuvo en el hospital, más tarde lo llevaron a un clínica particular. Allí permaneció alrededor de dos semanas. Estaba muy tranquilo. No decía nada. Al principio, cuando estaba en el hospital pedía que lo dejaran salir. ``Está bien, cuando se sienta mejor.''

No dijo nada. Pero tampoco repetía que lo sacaran. Mientras estuvo en la clínica ya no habló. Nada. Pero sabía que yo estaba allí. Cuando me alejaba, él me llamaba. ``Aquí estoy, ya voy'', decía yo, para que no tuviera miedo. Se tranquilizaba inmediatamente.

Aquel día, miércoles en la tarde, abrió los ojos como si estuviera completamente consciente y comenzó a mirar el techo. Miraba hacia el techo blanco. ``¿Qué cosa busca, señor Singer?'', le pregunté.

Entonces me miró y después cerró los ojos. Después de algún tiempo me di cuenta de que no se movía. Estaba muerto. Murió unos minutos después de las cuatro de la tarde.

Yo le pregunté: ¿Usted piensa que él se encuentra aquí, en alguna parte?

-No. Ayer lo enterraron. ¿Y usted sigue pensando que está aquí, en alguna parte?

-Sí.

-Si de verdad está aquí, me gustaría que hiciera una señal, que me hable. Lo extraño...

Traducción de María Sten