La Jornada Semanal, 30 de abril del 2000



(h)ojeadas

Marinero en tierra

Enrique Héctor González

Richard Sennett,
La corrosión del carácter,
Anagrama,
Barcelona, 2000.

Cualquier empleado ha padecido en algún momento, tan lejos o tan cerca como su necesidad laboral lo determine, la impoluta prerrogativa de verse en la ocasión de soportar el dictamen infalible de algún superior que endurece la voz para deducir que lo que se necesita en la compañía equis -dicho con la más deleznable metáfora al uso- es que todo el mundo ``se ponga la camiseta''. No falta curso de adoctrinamiento (o capacitación), lo mismo que junta de vejación en la obediencia (lo que a veces se llama actualización bajo nuevas directrices) en los que la frase de marras no sirva de motivo o corolario a las importantes noticias y acuerdos tomados por la empresa: una especie de epítome falsamente entusiasta gracias a su torpe, tramposa configuración. Porque, ¿qué mayor peligro hay que el riesgo de untarse en la piel el logo de una firma que te va a despedir en el próximo recorte? Si el pegamento fue de veras firme y el compromiso (ingenuo o urgido por la necesidad) realmente devoto, la búsqueda de un nuevo empleo, con aquella impronta adherida hasta los mismos huesos, será sin duda una apuesta al fracaso. Sin duda la preservación de la salud individual recomendaría, antes bien, lo contrario; si continuamos la metáfora, se trataría menos de saber cómo ponerse o no ponerse con decoro cualquier camiseta, que del hecho fundamental de hacerse de un cuerpo, de construirse a sí mismo como ente al que se le puedan colgar prendas suficientes como para vestir a un regimiento, o una sola camisa de lavar y usar, o dos o tres blusas sublimes, antes de dar el salto a la apetecible independenciaa laboral, en caso de que ello no fuera tan remoto como ganarse la lotería, pero siempre con un cuerpo, recuerda, cuerpo -diría Cavafis...

El estudio de Richard Sennett no se refiere, propiamente, a este conflicto de identidad textil porque, entre otras cosas, la ética laboral vigente en la globalización ya ni siquiera contempla la posibilidad de la lealtad o la adhesión irrestricta al empleador o al trabajo desempeñado, en aras de una flexibilidad bajo cuyos rigores el trabajador ha de estar dispuesto a marcharse (sin considerarlo un oprobio) o a fundirse, incorporarse y separarse, libre o sectorialmente, sin posibilidad de entenderlo como una propuesta indecorosa. Todo ha de ser veloz e higiénico, como en el cuento de Cortázar: uno vomita un conejito y no se pregunta por su suerte (la propia y la del animal) sino por la administración del esfuerzo para ocultar el hecho lo más rápido posible. Estamos en una era donde toda tara es etérea y cualquier instinto de permanencia una fijación, entre fotográfica y freudiana, frente a la que habrá de responderse en el tribunal del olvido. El trabajo en mangas de camisa y con las manos sucias, en el que el ser humano y su medio de subsistencia se volvían una confusa aleación de materia y energía, va convirtiéndose poco a poco en la virtud de ``no dejar que nada se te pegue'', como lo entiende Rose, uno de los personajes del estudio de Sennett.

Porque -con todo eso- La corrosión del carácter es un ensayo fresco que ha sido construido, como corresponde al enfoque de los hechos, con la conciencia de que el testimonio personal no es un número en una gráfica sino la propia voz con todas sus inflexiones, la naturaleza viva de hombres y mujeres que trabajan y corroboran a diario la insensatez de sus esfuerzos por comprender lo que está pasando. De modo que, junto a la reflexión autorizada, en medio del cuidadoso discurso exegético que desarrolla Sennett en su límpida prosa, cinco personajes o grupos de personajes sostienen el peso argumental del texto con su testimonio de primera mano: son gente que el investigador ha conocido en la inmediata intimidad de una conversación de años, lo que no sólo vuelve psicólogo al sociólogo (Dr. Durkheim y Mr. Fromm) sino hombre de imaginación al investigador lleno de razonamientos: una especie de Proust kantiano, de Berlin vertido en Günter Grass.

El trabajo está dedicado reverencialmente al inefable Isaiah y, sin embargo, las referencias a Hesíodo, Virgilio, Oscar Wilde y Salman Rushdie no dejan lugar a dudas sobre la trascendencia que la reflexión no especializada asume en La corrosión del carácter, obra que tampoco esconde su deuda con Las heridas ocultas de la clase, influyente estudio del mundo obrero norteamericano escrito al alimón por Sennett y Jonathan Cobb, sin duda un libro más ortodoxo y menos ameno. La pentagonía actancial -si vale aquí la jerga greimasiana- de la historia de cómo la nueva concepción flexible del trabajo devasta la personalidad, está conformada por Rico y Enrico (el hijo plurimarketing y el padre de un solo trabajo); Rose la bar tender; los desempleados por un recorte monumental en IBM; los panaderos griegosÊ de una tahona de Boston y los genios de Davos, el lugar donde sesionan anualmente los hombres fuertes del capitalismo internacional para compartir imagen y relajar las formas en las colinas nevadas de Suiza. No se trata de una sociología novelada sino de un estudio, académico como el que más, que no prescinde del testimonio directo ni tampoco lo vaporiza en visiones atomizadas de la realidad laboral en el mundo moderno. La gracia de la perspectiva consiste en refrendar las palabras de los personajes con los hechos en que se hallan inmersos, de los que sólo son parcialmente conscientes y sesgadamente responsables (aun los hombres de Davos, pues la obra, antes que la denuncia flamígera de falsos culpables, refiere una conversación entre la realidad real y la reflexión inmediata que de ella se desprende: ``dejémonos de tonteorías'', casiÊparece decir Sennett en la voz de Julián Ríos.

Visto que está de más la lealtad innegociable a una firma que virtualmente reside en el ciberespacio (la estadística -ese bikini que deja ver lo sugerente pero esconde lo vital- demuestra que la población laboralmente fija pierde terreno, literal y metafóricamente, frente a quienes trabajan desde su casa en un ordenador) y que considera a sus trabajadores como una función en la pantalla, la existencia misma, de por sí fugaz, deviene anatomía de la impaciencia, y la angustia se convierte en una forma de la respiración. El animal anónimo (pero con e-mail) sabe que la ética inescapable de su fuerza laboral (y psíquica) se traduce en la fórmula: ``Nada es a largo plazo.'' Es el ámbito de H.C.E., el Here Comes Everybody que protagoniza Finnegan's Wake, novela que no en balde Joyce escribió en una lengua ilegible: el hombre intercambiable no necesita entender sino mimetizarse. La incertidumbre es el marcapasos que regula la circulación del individuo en el flujo de la nueva conciencia empresarial: la inseguridad es su mansión desesperada.

El retrato de Sennett, en este sentido, no es un llamado reaccionario a la economía feudal o a la prehistoria donde el trueque y el regateo se producían en los gestos del rostro antes que en la ventana luminosa del telemarketing. Su trabajo pretende describir solamente el clima artificial de la nueva oikos, una casa cuya atmósfera puede volverse irrespirable si no se actualiza, paralelamente, la conciencia de la mentalidad, del carácter necesario paraÊsoportar la variabilidad galopante de sus presupuestos, la incanjeabilidad de sus exigencias, la asepsia casi sanatorial de los intercambios verbales y no verbales de quienes todavía y después de todo seguimos viviendo en el mundo. Un profesional especializado en alguna rama de la industria, por ejemplo, no puede fincar en el arraigo o en la experiencia adquirida sus mejores cartas a la hora de ofrecer sus capacidades, sino que debe ser alguien dispuesto a hacer mutis, en aras de las más improbables contingencias, en cualquier momento de su vida. Al contrario de lo que ocurre con el protagonista del cuento ya aludido de Julio Cortázar, para quien las mismas correas de las maletas dibujaban una forma de la angustia migratoria por tantas valijas como había tenido que hacer en su vida, el empleado moderno ha de saber moverse mental y físicamente con soltura y ligereza, probar suerte y divorciarse y otra vez asimilar las instrucciones bajo las que hay que seguir tirando, si no quiere ser una momia desempleada por pruritos de orgullo u otros principios imprudentes.

A esto hay que añadir, además, la cárcel de la edad. En el espectro que va del oficio de gimnasta femenil -en el que el pleno dominio de las facultades vuelve vieja a quien rasguñe los dieciocho- al de escritor -donde la madurez se alcanza, a veces, al borde de la sesentena-, un empleado cualquiera sabe que no debe parecer mayor al promedio de sus colegas; que en una plática de música no debe ignorar el liderazgo innegable de Nine Inch Nails; que en el bar de moda, luego del cierre de una operación, hay que ser frívolo sin parecer insustancial y moverse con desenvoltura a la hora de hablar y administrarse bebidas clonadas. No es ley, es política de sobrevivencia; no se trata de falsear o magnificar, sino de ser ése al que le va bien antes que ese otro al que, si bien le va, migajeará la ruina de su propia sombra en el desván de sus escrúpulos.

El ``pronombre peligroso'' al que se refiere Sennett en el último capítulo del libro es un nosotros que ya no se oye, dado el estrepitoso fracaso de los numerosos yo que produce la ética del trabajo flexible. Es una pérdida de la identidad, lo mismo que una ganancia de la ironía: la cínica apuesta que está haciendo el mercado en favor del poder sin autoridad, que conserva así todas sus prerrogativas (la administración del desempleo, por ejemplo) sin arriesgar la cara a un disgusto ineficaz: puro ahorro de sentimiento. La indiferencia que irradia el sistema con respecto a sus hombres y mujeres de base nos vuelve a todos, aparte de prescindibles, altamente cotizados en el mercado del desarraigo, donde podemos esperarloÊtodo siempre y cuando parezcamos polisémicos, versátiles, proteicos, no hard feelings, guys. En otras palabras, marineros en tierra dispuestos a zarpar en cualquier momento hacia quién sabe dónde; entrenados para abandonar el barco en alta mar y cuando va viento en popa; educados en el diálogo moderado con el capitán antes que en la discusión acerca del motín previsible: flexibles, en fin, para no trasponer las estrictas funciones correspondientes a los miembros de la tripulación, aun en el caso de que una exigencia natural (por ejemplo, la de sobrevivir a un monzón emponzoñado) nos empuje a abrazar a la contramaestre de junto para descifrar la fragancia de su último aliento .