La Jornada Semanal, 30 de abril del 2000


CONFIGURACIONES

Hugo Hiriart

De senectute

Acabo de regresar de un viaje corto a Estados Unidos. En el avión, de ida, leí un librito de texto de preparatoria de etimologías griegas y latinas del español. Me encantó. Ya allá, picado con el asunto, decidí adquirir el primer volumen de un curso de latín (en cuatro tomos) y comencé de inmediato a leerlo. Ahora bien, a fines de abril cumplo cincuenta y ocho años. Y sigo estudiando. No, ahora me gusta más aprender cosas y estudio más que antes. Te puedes preguntar ``¿qué posibilidad tengo a mi edad de aprender latín?'' Pero yo no me pregunto eso. Quiero acercarme al latín, familiarizarme con él. Si llego a mucho o a poco, no me interesa. No aspiro a dominar el latín, sino a descifrarlo un poco. Lo que avance, sea lo que sea, es nutritivo y, para mí, emocionante.

El curso de latín que sigo, el Cambridge Latin Course, está hecho con inteligencia y amenidad insuperables. Empiezas directamente leyendo, traduciendo textos breves muy sencillos (y no aprendiéndote de memoria las declinaciones, como se suele hacer) y así, poco a poco, leyendo te vas familiarizando con las declinaciones, los tiempos de los verbos y demás. ``Tonsor in taberna laborat. Tonsor est Pantagathus.'' ¿Qué dicen estas frases? Son muy sencillas, dicen: ``el peluquero trabaja en la tienda. Pantagathus (nombre propio) es peluquero''. Pero en ellas se puede ver lo que hay de emoción en este estudio: ¿qué palabra española puede derivar de tonsor?, a ver, piensa en el pelo. Sí, ``tonsura'', esa rapada que se hacía en la cabeza a los monjes para reconocerlos y también ``tonsurado'', como se les dice, a veces, a ciertos religiosos, e ``intonsos'', esto es, no tonsurado. Y ``Pantagathus'' es nombre resonante, a fe mía. En ``Tonsor est Pantagathus'' se advierte la famosa facilidad del latín para ordenar las palabras en la oración ``peluquero es Pantagathus'', como cuando Góngora dice de un árbol ``verde el cabello'', así puede decirse que el abundante uso que hizo Góngora del hipérbaton tenía, entre otros propósitos, acercar el castellano al latín dándole a éste la misma flexibilidad de ordenación, como en ``Estas que me dictó rimas sonoras'' (que sería sin hipérbaton ``estas rimas sonoras que me dictó''). ¿Lo ves?, con tan poquito, tienes ya cierto fruto; a eso llamo descifrar un poco el latín.

Pero volvamos a eso de estudiar latín a los cincuenta y ocho años. ¿Por qué no?, a mi paso, sin prisa, poco a poco adentrándome. Ciertamente tengo menos retentiva y mi memoria, antes muy precisa y puntual, empieza a flaquear, pero a cambio, tengo más experiencia, soy más tranquilo y más listo. Marco Tulio Cicerón escribió un famoso diálogo sobre este asunto titulado De senectute, ``id est'', De la vejez. Cicerón, a mi modo de ver es un notable escritor, era el prosista predilecto de Don Marcelino Menéndez y Pelayo (que lo tradujo admirablemente), pero lo es por razones delicadas, casi misteriosas, porque no es razonador prodigioso, como Aristóteles o Platón, ni vas a buscar en él doctrinas originales o profundas. Pero tiene esa prenda tan rara, el encanto, un encanto íntimo, de conversación con un amigo, tiene belleza de estilo y perspicacia en la observación psicológica. Es tranquilo, equilibrado, claro, inteligente. Estoy diciendo que para comer ese platillo, depures tu gusto y lo prepares a captar sabores delicados. Como a todo hombre en esencia cordial y amistoso, a Cicerón le costaba tomar partido en las luchas políticas. Era indeciso. También en filosofía era indeciso, tomaba tesis de aquí y de allá. Por eso se le llama ecléctico.

De la vejez es ni más ni menos una apología de la ancianidad. En él se exponen y refutan uno a uno los juicios negativos comunes sobre la tercera edad. Esta extraña defensa no era nueva. Figura, por ejemplo, en el maravilloso arranque de la República de Platón, trozo insuperable sobre la vejez ese peloteo inicial del diálogo, antes de entrar en materia, en el que Platón se muestra siempre gran artista. Cicerón conocía este pasaje, tan lo conocía que, no digamos lo imitó, sino sencillamente lo tradujo en su obra. En el diálogo de Cicerón es Catón el Viejo, ése que no se cansaba de pedir en el senado que Cartago fuera destruida, quien lo declara.

Recuerdo que en la preparatoria algún maestro, norteado, sin duda, nos dio a leer la República. Fue un error. El libro es demasiado largo y complicado, imposible de seguir para un muchacho y más sin ayuda alguna. Así que lo leí y olvidé al instante eso que no entendía. Pero esa primera parte, el discurso de Céfalo y las preguntas que a él dirige Sócrates, porque es, a la vez, sencillo y profundo, y está escrito con arte, no lo olvidé.

Pero ya no hay espacio para tratarlo ahora, lo examinaremos un poco la próxima vez.


LAS ARTES SIN MUSA

Francisco Cuevas Almazán

Sabiduría
y Extasis:
Ecstasy,

nuevo disco de Lou Reed

Los ídolos de la música moderna en ocasiones se manifiestan, ante los ojos de sus seguidores, como héroes, santos o sabios. Alejado del heroísmo de las listas de popularidad y orillado a la confesión de pecados compulsivos -mas no al arrepentimiento-, a Lou Reed sólo le quedaba el camino de la sabiduría.

Sin embargo, como dice el antiguo maestro zen Takuan Soho en su libro The Unfettered Mind: Writings from the Zen Master to the Sword Master, la auténtica sabiduría de los hombres experimentados sólo puede verse cuando éstos dejan de actuar con la soberbia de un sabio. Es por ello que Reed, con todo y sus treinta y cinco años como rockero profesional pleno de convicciones, no podía ser considerado un sabio sino hasta este año, con el lanzamiento de Ecstasy, un disco en el que abandona el afán sentencioso de sus tres discos anteriores y se concentra en entregar una buena dosis de escándalo ilustrado.

Luego de presidir la banda Velvet Underground -producida por el pintor pop Andy Warhol- desde sus inicios en 1966 hasta 1970, tras experimentar sin éxito con una opereta llamada Berlin (1973) y después de aventurarse por los rumbos de la música electrónica en Metal Machine Music (1976), Reed ha creado una sólida carrera como solista dentro del rock macho de guitarras distorsionadas y voz imperfecta pero eficaz, en la que ha alternado con figuras como David Bowie (con quien realizó el disco Transformer en 1972). Sin embargo, por otro lado, este guitarrista y compositor neoyorquino también cuenta con breves apariciones en el cine -con Paul Simon (en la cinta One Trick Pony en 1980) o Wim Wenders (en la película Tan lejos, tan cerca en 1993), lo cual no habla tanto de su versatilidad como artista, sino más bien de las talentosas amistades que creen en su presencia imponente y en su discurso rotundo.

En sus discos anteriores, sin moralejas pero con reflexiones abundantes y comentarios agudos, las composiciones de Reed solían dar voz a distintas criaturas urbanas aprisionadas, cuyo único elemento distintivo es el objeto de su encierro: las drogas, el desamor, la pobreza, la necesidad de pertenencia o de religión, el luto o la muerte próxima. En casi todos los casos, la única posibilidad de salvación viene de acciones que van de lo drástico a lo fantástico como el cambio de sexo, la automutilación o la magia de un libro para magos principiantes. De cualquier manera, en medio de este escenario desalentador, Reed constantemente presenta dos poderes con los que se puede prever el final trágico de sus personajes: el arte y el amor (este último, generalmente del tipo familiar).

Sin embargo, con Ecstasy las cosas han cambiado. Tras agotar las meditaciones sobre el arte y la muerte en los discos Songs for Drella (1990) -dedicado a Warhol con motivo de su reciente fallecimiento- y Magic and Loss (1992) -consagrado a la memoria de dos amigos suyos, Doc y Rita-, y tras Set the Twilight Reeling (1996) -un ensimismado álbum sobre la edad madura y la necesidad de un cambio de vida-, Lou Reed parece haber tomado una actitud que, aunque se siente más ligera, no deja de ofrecer oportunidades para posar la mano en la barbilla y cavilar sobre asuntos hondos.

Lo primero en este nuevo disco es la guitarra. Surge como de la nada y pronto lo llena todo. Aspero, su sonido fluye con la misma facilidad que un trago de tequila mañanero. Al oírla, es inevitable evocar otros tiempos, cuando para hacer discos sólo bastaba que Reed musicalizara su furia. Claro que hay una diferencia: entonces, no eran necesarios los conocimientos de música; hoy, no sobran. Más sabio, más cínico, más universal, Lou Reed nuevamente dota de un acabado casero, de garage, al sonido de su guitarra eléctrica, misma que en discos anteriores parecía inevitablemente domesticada. Quizá el único elemento que, por fortuna, rescató de su anterior producción fue el uso de metales, con los que nuevamente concluye algunos de los temas.

Luego sigue la voz. Aunque recorre las notas con dificultad, no posee la pesadez de quien dice cosas importantes. Sin embargo, las dice. A través de pequeñas anécdotas que a primera oída parecen sacadas del manual-del-buen-macho, Reed habla de los celos, del rencor de clase, y de los roles que (supuestamente) deben tener los hombres y las mujeres. Sin embargo, no se burla de estos temas como lo hizo en Velvet Underground. Tampoco los juzga como lo hizo a lo largo de casi toda su carrera como solista. Hoy únicamente los revisa con una distancia que parece propia de la incredulidad. Luego, simplemente los integra a su visión de las relaciones personales.

A partir de esto, acaso debe entenderse el término Ecstasy (éxtasis) no en su acepción mística sino en el sentido más inmediato de todos: éxtasis como arrebato, embriaguez, rapto, impaciencia. Sólo en este estado de consciencia puede dudarse de la realidad. Y sólo dudando de la realidad se puede evitar la vida automática. Esa es la gran enseñanza de este disco: ni los años ni la experiencia deben medrar la capacidad de asombro ante las cosas diarias, rutinarias, peligrosas.