La Jornada Semanal, 16 de abril del 2000
Aunque Nueva York
sea la ciudad más fotogénica del mundo, la que aparece con más
frecuencia en las películas, tiene poco en común con su imagen
cinematográfica. Si las imágenes de skyline, los rascacielos y
los árboles de Central Park son clichés entrañables para el
mainstream, el verdadero aspecto de estas calles desborda la
estética comercial. Por eso tantas aventuras neoyorkinas están
filmadas en un estudio de Los Angeles o en ciudades canadienses. Woody
Allen y Seinfeld han mentido laboriosamente: sus chistes suceden en un
Nueva York blanqueado, un Nueva York de utilería. Las calles de Nueva
York están llenas de coreanos y tailandeses, senegaleses y nigerianos,
pakistaníes y árabes, mexicanos y peruanos, griegos y búlgaros que
estiran y recortan el inglés a su medida, le añaden lo que según ellos
le falta, lo deforman para siempre al imprimirle brusquedades y
definiciones extranjeras. En esta ciudad cada objeto tiene mil nombres
divergentes traducidos a una palabra inglesa que a todos sirve y a
nadie satisface, ni siquiera a los real newyorkers que lamentan
la pérdida del habla de Brooklyn, de las palabras características del
Upper West Side, los tonos y modismos que alguna vez acompañaron a los
bagels. Al alcance de todos, una frase en inglés sirve como un
andén del subway para pisar el lugar común que permite
funcionar pero no puede considerarse nunca ni del todo hogar de
nadie.
Algo similar sucede con el español. Es la lengua más solicitada y estudiada, la indispensable para anunciantes, servidores públicos y vendedores, la que puede oírse sin interrupción por estas calles. Pero las compañías de traductores comerciales distinguen entre la lengua de los mexicanos y la de los caribeños, que de ningún modo puede confundirse con la de los argentinos o los españoles. Sin academias que establezcan lo correcto, el español de Nueva York es una multitud de dialectos más o menos inteligibles pero siempre al borde del malentendido. Para evitarlos, para jugar, para pasar más fluidamente entre distintos mundos, surgen las variedades del espánglish, que ha producido momentos brillantes en la literatura ``nuyoricana'', pero empieza a recibir la influencia de una ola migratoria más reciente, cada vez más numerosa. El sonsonete de Frank Sinatra deja lugar a la avalancha de Nu Yol, Nu Yol, y en ciertas calles, en ciertas mesas y bodegas, se convierte en una tonada de Manhattitlán.
No se pueden señalar en el mapa los límites de Manhattitlán: se extiende como una criatura imprecisa, con tentáculos en El Barrio, en el Bronx, en Queens y en Brooklyn, con pequeñas colonias en Staten Island. Nadie sabe cuántos habitantes tiene: los cálculos varían según el informante, porque un número indeterminado y creciente carece de papeles y evade los conteos, pero se sabe que vienen de la Mixteca, del estado de Puebla, a veces también de Guerrero, de Oaxaca. Aunque los orígenes de la migración poblana a Nueva York se sitúan en los años cuarenta y muchos de esos migrantes están bien establecidos, en los últimos años el número de recién llegados ha aumentado hasta convertir a los mexicanos en el tercer grupo más grande de hispanos en la ciudad, superado sólo por los puertorriqueños y los dominicanos.
Los nuevos mexicanos en Nueva York son una población fantasma. Están fuera de los contratos colectivos y los reglamentos de los sindicatos, más allá de los censos, al margen del derecho a votar aquí o en México. Pero están en todas partes, sirviendo mesas, cocinando, cosiendo, limpiando, vendiendo flores y verduras, construyendo. Son uno de los factores del milagro económico: como no tienen papeles, trabajan por salarios ínfimos, aceptan empleos que no cumplen con los reglamentos de seguridad, trabajan horas extras, amortiguan el impacto de la inflación inevitable si la abundancia de empleos disponibles fuera afrontada en las condiciones reguladas por las leyes. ``La economía florece como nunca'', canturrea el New York Times entre el frufrú de teléfonos celulares más baratos cada día. La algarabía de los idiomas parece calmarse ante el flujo de los dólares, ante el rumor de los yuppiesque compran hoy lo mismo que compraron hace un año, lo mismo que van a comprar mañana. Sus rostros acentúan su aburrimiento cuando encuentran fuera de una bodega a un piquete que reparte volantes, interpela a los paseantes, denuncia sus condiciones de trabajo. Algunos clientes mantienen su indiferencia, otros insultan a los trabajadores, pero otros más los apoyan y dejan de comprar en esa tienda. Son mexicanos que durante meses han protestado por las condiciones de su empleo: dos o tres dólares por hora, jornadas de doce a catorce horas diarias, ninguna prestación pero muchas posibilidades de insultos y maltratos. Para algunos la aventura es fatal: hay muertos como el albañil mexicano que perdió la vida en una construcción, en Brooklyn, porque la compañía no cumplía con los reglamentos de seguridad y lo contrató gracias a que no estaba protegido por ningún sindicato. O el garment worker, también mexicano, también indocumentado, que no pudo salvarse del incendio en el taller donde trabajaba porque nadie calculó lo necesario para rescatarlo.
Dos tipos de
silencio amordazan a estos mexicanos: son indocumentados y no saben
inglés. Aun cuando el INS finja ignorar su existencia y no impida que
presten sus baratísimos servicios, encuentran otras dificultades. En
un hospital del Bronx, una mujer a punto de dar a luz pasa por todas
las pruebas de rutina, que revelan que ha estado expuesta a la
tuberculosis, un problema común entre las mexicanas. La enfermedad
está latente y los practicantes saben que no hay peligro, pero uno de
ellos se equivoca. Después del parto, la mujer es confinada a un
cuarto especial, completamente aislada, como si fuera víctima de una
tuberculosis infecciosa. Durante treinta horas nadie la visita, nadie
se comunica con ella, nadie le dice qué pasa con su hijo recién
nacido. Nadie le explica por qué la están aislando. No entiende
inglés, no puede hacer preguntas.
Aunque la falta de documentos los coloca en una permanente situación de vulnerabilidad, los recién llegados se organizan. Después de meses de protestas y enfrentamientos, los trabajadores que se manifestaban frente a la bodega consiguieron un contrato que establece condiciones más justas; en poco tiempo su movimiento se ha extendido a otras tiendas del East Village. Hay una cooperativa de mujeres que establece cuotas mínimas para realizar tareas de servicio doméstico y da asesoría y protección a sus integrantes. Hay grupos zapatistas y guadalupanos, organizaciones que cultivan vínculos con otros latinos, asociaciones culturales y de educación a los trabajadores. Se emprenden proyectos como el Codex Manhattitlán, expuesto en el Museo del Barrio: una versión de los códices prehispánicos realizada por niños de primaria que transforman a la caucásica sonriente de las pasas Sun-Maid en una calavera que debe tanto a la tradición chicana como a los estragos de la biotecnología. El Día de Muertos se celebra frente a las oficinas del INS, en memoria de quienes mueren al cruzar clandestinamente la frontera. Por toda la ciudad se convoca a marchas en las que se exige amnistía para los indocumentados. A la fisonomía menos conocida de Nueva York los mexicanos agregan esas redes formadas para sobrevivir, para protestar, para mejorar su situación y fortalecer la conciencia de sus derechos, delineando así el perfil de Manhattitlán.