La Jornada Semanal, 9 de abril del 2000



Long Yingtai

el cuento del domingo

Flor de invierno
regresa a su patria

Long Yingtai enseña literatura china moderna en la Universidad de Heidelberg y divide sus días entre Francfort y Taiwán. Como autora de narraciones breves tiene la sensibilidad y el refinamiento provenientes de su cultura ancestral. En este relato, la tradición y lo nuevo se abrazan, se apartan, se reconcilian, entran en conflicto y vuelven a unirse en los momentos fundamentales de la vida. Dongjing es uno de los personajes más representativos de esas dicotomías. Viendo los majestuosos ríos alemanes, se siente invadida por una poderosa nostalgia que la hace exclamar: ``Pero, sabes, el agua no es tan límpida como la del río Shina de nuestra casa.'' En su historia personal y en la de su pueblo, la vieja ciudad de Zun An representa una cosmovisión en crisis y ``los dos leones de piedra sobre la puerta de la ciudad'' tienen en sus garras más de dos siglos. Son como los toros de Guisando de García Lorca: ``casi muerte y casi piedra, gritaron como dos siglos hartos de pisar la tierra''.

Dongjing, Flor de invierno, tenía veinticuatro años cuando dejó la vieja ciudad de Zun An. Había ondulado su corto cabello hacía poco, sus zapatos de seda de tacones bajos estaban adornados con mariposas. Había llenado su bolsa de viaje desde la noche anterior: pañales de algodón para el bebé y para ella un pantalón de repuesto. Su madre, con los pies fajados, quería ponerle al cuello su cadenita de oro. Dongjing le detuvo la mano riendo con alegría: ``¿Dónde crees que voy, mamá? ¿A la luna?'' La madre no dijo nada, pero envolvió la cadenita en un pañuelo de encaje. Dongjing dio su bolsa de viaje a los dos ayudantes que su esposo le había mandado, tomó en brazos al bebé y se fue a la estación. Su esposo, oficial de la policía militar, la esperaba en una ciudad del norte, a 200 kilómetros de distancia. Las tropas comunistas habían ocupado la orilla septentrional del Yang-tse. De un día a otro se esperaba su ofensiva general.

Salió el sol de la mañana y el aire olía a hierba fresca y húmeda. Ella cruzó la estrecha calle adoquinada que serpenteaba por el valle. Las casas escondían la vista sobre el río del lado de la calle, pero ella en su inconsciente oía el murmullo de los miles de arroyos que la habían acompañado desde el día de su nacimiento. Iba a largos pasos. No, no había necesidad de despedirse de Zun An. Los dos leones de piedra sobre la puerta de la ciudad estaban allí desde hacía dos mil años, según narraban los viejos. La ciudad era antigua como el sol que iluminaba el rocío sobre la hierba; ella la esperaría y la saludaría a su regreso, apenas hubiese terminado la guerra. De esto no dudó! ' un solo minuto. No quiso ni abrazar a su madre; se limitó a voltear y hacerle una seña, como había hecho cada mañana cuando se iba a la escuela.

Algunos meses después, a bordo de una nave de prófugos, Dongjing desembarcó en una ciudad de la que nunca había oído hablar, Kao Schiung, un puerto marítimo en el sur de Taiwán. El clima era insoportablemente caluroso y húmedo, los nativos tenían la piel oscura y hablaban un extraño dialecto del que no entendía ni una palabra. En el trastorno de la retirada las tropas habían sido dispersadas y Dongjing había perdido todo rastro de su marido. Los dos ayudantes, que no encontraban un lugar donde presentarse, continuaban haciendo su deber y la protegían a ella y a la criatura que ahora caminaba a su lado tambaleándose.

Dongjing se encontraba en medio de un gentío de prófugos hambrientos y soldados extenuados, en andrajos y sandalias de paja, que se dirigían al puerto y no sabían a dónde ir. Dongjing sacó su cadenita de oro y la vendió, con el dinero obtenido rentó un cuarto. Apenas tuvo un techo, compró unas sandías, las cortó en rebanadas y ordenó a los ayudantes que las vendieran en el muelle donde entraban las naves. Los ayudantes continuaban llevando los uniformes del ejército de Chang Kai-shek.

Desde entonces Dongjing no pudo soportar la vista de un río. Apenas llegaba aunque fuera sólo a las cercanías de uno, decía: ``No hay comparación con el río que teníamos en casa... Allá se ponen pantalones con las piernas hacia arriba, los hunden en el agua y tan sólo jalándolos salen llenos de peces que se escabullen. El agua es límpida.'' Por un momento se interrumpía para ver si yo estaba escuchándola y luego continuaba: ``¡Agua tan limpia como nunca has visto en tu vida! Espera a que te lleve a la casa y me creerás.''

En el transcurso de los años la llevé a ver el lado superior del Rhin en Shaffhausen, el Danubio que es célebre por su agua azul y los lagos que yacen escondidos como joyas en las profundidades de los Alpes. Cada vez, Dongjing gritaba emocionada: ``¡Qué bello!'' Luego callaba, dábamos un paso y yo sabía lo que iba a seguir: ``Pero, sabes, el agua no es tan límpida como la del río Shina de nuestra casa.''

Cuando por fin los prófugos pudieron regresar, Dongjing ya había vivido en Taiwán casi cincuenta años. Se había acostumbrado al bochorno, dominaba el dialecto local, aunque con un fuerte acento, y se había enterado de que su ciudad natal, Zun An, había quedado sumergida en el fondo del lago de las Mil Islas, surgido en 1959 por la construcción de un dique. Podían hundirse dinastías y caer imperios, pero nunca hubiera creído que las ciudades pudiesen desaparecer de la superficie de la tierra. Todos regresaban a su casa para abrazar a los vivos y llorar a los muertos. Dongjing no quería regresar: ``¿A la casa -decía-, para qué?'' ``La ciudad ya no está -le decía yo, su hija-, pero los hombres todavía están. Ve a verlos.''

Un día de septiembre de 1959 Dongjing viajó a Zun An, cuarenta y seis años después de aquel día soleado en que se había despedido de su madre con una seña. Hacía tiempo que su madre había muerto y la misma Dongjing acababa de cumplir setenta años. La nueva ciudad se encontraba en una de las 1,005 islas y ahora se llamaba Mil Islas. Dongjing no pudo retener su indignación: ``¿Mil Islas? ¡Estas eran mil montañas!''

Los parientes estaban sentados en círculo. Se intercambiaban informes acerca de esos casi cincuenta años: en qué año el hermano, preso por motivos políticos, había sido puesto en libertad, cómo había muerto; qué había pasado con la sirvienta cuando la familia tuvo que trasladarse; por qué los miembros de la familia, cuando se construyó el dique, fueron enviados a diferentes lugares, a mil millas los unos de los otros... Cuando por fin se hizo silencio, Dongjing tomó la palabra: ``Tienen que ayudarme a encontrar la tumba de mi madre. Hace poco se me apareció en sueños. Tenía el rostro verde y me decía: `Hija mía, estoy bajo el agua y tengo frío.' Quiero encontrarla y recordarla.'' Siguió un silencio embarazoso. Los parientes, entre ellos algunos funcionarios del partido, habían sido criados como comunistas y ateos, y lo que Dongjing había dicho se consideraba como ``superstición feudal''. Eran demasiado gentiles como para decirlo frente a ella y, además, había dificultades prácticas. La madre de Dongjing estaba sepultada en la cima de una montaña, lo cual quería decir en la cima de una de las 1,005 islas: ¿cómo se podía encontrar exactamente la que se buscaba?

Un primo que desempeñaba un cargo importante en la organización del partido se atrevió a proponer con prudencia: ``Hermana mayor, a veces se conmemoraÊa los muertos quemando una sustancia perfumada en dirección de la tumba y se les honra a distancia. ¿No podría hacer esto usted también?''

Dongjing replicó: ``La honré a distancia a lo largo de cuarenta años. Ahora estoy aquí. Tocaré su tumba con mis propias manos, me ayuden o no.''

Un día después fletamos un barco de vapor y llevamos con nosotros a un hombre de pelo gris, el mismo que hacía cuarenta años había ayudado a transportar el ataúd de la madre de Dongjing, y nos pusimos en camino. El lago cubría un área de más de 700 kilómetros cuadrados. Muchas de las islas no eran más grandes que un campo de futbol; una se llamaba Isla de las Simias, otra, Isla de las Serpientes, otra más, Isla de las Tortugas, y en ella había muchas tortugas que tomaban el sol. Dongjing miraba con ojos extraviados las islas que pasaban frente a ella. En su recuerdo se trataba de ``montañas'': su padre la había llevado muchas veces a la cima, para cuidar los frutales de la familia y poner la cosecha al abrigo; a menudo, después de la escuela había subido con sus compañeros a esas colinas, habían dado caza a las cabras, vaciado los canastillos del almuerzo que su madre les había dado. Al pie de esas montañas había un río, cuya agua era suave como seda y clara como cristal, y escurría leve como el viento de la tarde; era un río que había prometido mostrar a su hija.

Cuando el sol se ocultó poco a poco y una blanca capa de niebla se extendió sobre el agua, el viejo guiñó el ojo al capitán y le hizo seña para que fuera más lentamente. Nos acercamos a una isla grande como el techo de una casa, en cuya cima crecían arbustos verdes; había una tierra amarilla que llegaba hasta el agua. El tío Jing asintió con la cabeza y dijo: ``Es entre dos aleros en forma de cabeza de dragón, sí, está aquí.''

Cerca de las raíces de un viejo abeto rojo encontró una losa mortuoria que emergía hasta la mitad y que había tomado el tinte verdoso de las plantas acuáticas. Los blancos cabellos de Dongjing flotaban en el viento impetuoso. ``Lo sabía, lo sabía -murmuraba-, mi mamá decía que tenía mucho frío.'' Con un cerillo prendí la varita de incienso y se la pasé a Dongjing. Ella la detuvo en el aire con ambas manos, dirigió el rostro hacia la tumba y luego se inclinó profundamente.

Traducción de Annunziata Rossi

Ilustración de Mauricio Gómez Morin