La Jornada Semanal, 9 de abril de 2000



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

Para Carlos Monsiváis,
por los premios que faltan

Su padre llegó de Ucrania a Argentina en 1914. Era obrero y exiliado: la socialdemocracia, su credo, había perdido contra los bolcheviques. Volvió a la URSS en 1928 y se horrorizó para siempre. Por eso no quería que su hijo pequeño, Juan, el único nacido en Argentina, militara en el Partido Comunista. El hermano le recitaba poemas de Pushkin en ruso. Juan no entendía nada pero le gustaba el ritmo. Esa música le llevó a escribirle poemas a una vecina. Tenía apenas nueve años y ella once. Los poemas no cambiaron los desdenes de la niña y él siguió haciendo poesía, en busca de una ausencia. A los once, Juan publicó su primer poema en un cómic de detectives. Lo había leído todo a medias: su hermano tenía una biblioteca de Ediciones Tor cuyos libros tenían un determinado número de páginas. Si la novela tenía más, la interrumpían, así, a la mitad de la frase. Cuando él tenía siete años, estalló la Guerra Civil en España. Los chicos del barrio juntaban el papel de estaño de los chocolates, convencidos de que si fundían el estaño, podrían enviar balas para los republicanos.

Décadas después, Juan Gelman cumplió con las tristezas de su padre: se desprendió del pc para integrar las Fuerzas Armadas Revolucionarias que en 1973 confluyeron con los Montoneros. Dos años más tarde se fue a Europa para hacer tareas de solidaridad. En febrero de 1979 rompió con los Montoneros. En el suplemento de La Opinión, Gelman y Osvaldo Soriano inventaron a varios escritores de la provincia que publicaban ``con motivo de sus muertes''. Al estilo de Borges, creaban muertos con textos. Quién iba a decir que un día de 1976 su hijo Marcelo y su nuera embarazada, María Claudia, serían apresados, torturados y asesinados por los militares, y que él, Juan Gelman, viviría entre investigaciones, cartas públicas a sucesivos Presidentes -``no desapareció ningún niño en Uruguay'' respondió Sanguinetti el 5 de noviembre- y reuniones con jueces y comités para dar con el paradero de su nieta. Veintitrés años después, Juan Gelman vio por primera vez los ojos, el rostro, los gestos de su nieta en un barrio de Montevideo.

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Hasta ahora, Carlos, de diecisiete años, creyó que era el hijo único de un teniente de la marina argentina retirado llamado Carlos de Luccia. Pero el año pasado una señora apellidada D«Elia Pallares le dijo que él nació en un centro clandestino de detenciones y que sus padres fueron ``subversivos'' asesinados por la Junta Militar. La señora asegura ser su abuela. Acusa al teniente de haber matado a su hijo (el supuesto padre de Carlos) y de secuestrar durante diecisiete años a su nieto. Dice que los milicos tomaron a 250 niños para reeducarlos en el odio hacia la ``subversión terrorista''. Abuela y nieto se han visto sólo en los tribunales. Ahí se hablaba de los 340 centros de detención clandestina donde murieron casi treinta mil disidentes argentinos. Carlos no sabe qué pensar. Parece que su acta de nacimiento es una falsificación. Busca en su mente el garage de composturas ``Orletti'' en donde, supuestamente, le dieron a luz (el ruido de los motores impedía que se escucharan los gritos de los torturados), y no encuentra nada.

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Desde B. Aires, ``como dice Fito Páez'', María Laura pone en un correo electrónico: ``Cuando asesinaron a mi padre, debí sufrir un trauma psicológico porque me volví muda. No pude hablar durante año y medio. Eso creía. Después lo recordé. Lo que sucedió es que fui a prisión con mi madre y la torturaron delante de mí. No sólo perdí el habla, sino los recuerdos. La memoria de los primeros cuatro años de mi vida vinieron a mí hace muy poco (...) Cuando entierras a alguien en un lugar determinado, el lugar te pertenece. Delimitas fronteras cuando entierras a tus muertos. Es muy difícil explicarlo, es el sentido de pertenencia... y sientes responsabilidad hacia lo que te pertenece.''

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El 22 de marzo de este año, las madres de los desaparecidos políticos en Uruguay se manifestaron en contra de que se declare muertos a los desaparecidos si no se presentan en un lapso de noventa días ante un juez. La muerte médica se hace muerte social cuando el aparato judicial se apropia el derecho a decidir quién está muerto: ¿hay un límite legal para que un ``ausente'' se considere muerto sin cadáver? Las sociedades de la desaparición nos inundan: hacen desaparecer a la ciudadanía, transforman en extranjeros a los residentes y ya todos somos turistas en nuestro exilio (el ciudadano transitorio que llega a ver el espectáculo del régimen democrático en un país que hasta podría ser el suyo); aniquilan a una parte siempre creciente de la población (la magia privada de la eutanasia es el truco público del secuestro y el juego de manos de la muerte por enfermedades curables); trafican con la sangre, los órganos, el esperma. El ``vecino'' como espectro al que no se vuelve a ver, la fugacidad de desconocidos que inundan la globalidad es la contraparte del cementerio lleno de fosas sin nombre y tumbas sin cadáver: para destruirlos habría que exterminar a los que los recuerdan. ``Olvido'' es la consigna de los países de la Operación Cóndor: en 1983, Menem inaugura un Banco Nacional de Datos Genéticos. Los familiares de los ``desaparecidos'' asisten a dejar ahí su sangre, una vez más.

Yo digo que mejor habría que hacer un Banco de Poemas.