La Jornada Semanal, 9 de abril del 2000
Aun en las más extrañas experiencias interiores seguimos actuando de
la misma forma: plasmamos imaginativamente la mayor parte de esa
experiencia y con dificultad podemos negarnos a asistir como
``inventores'' a cualquier nuevo evento. Todo eso significa que
fundamentalmente, desde tiempos inmemoriales, estamos acostumbrados a
la mentira.
Friedrich Nietzsche,
Más allá del bien y del
mal
Hace unos días vi
en la tele el más reciente discurso de Bill Clinton sobre el estado de
la Unión. Fue un gran espectáculo, con un Presidente a la vez amigable
y decidido, optimista y amenazador, ecuménico y partidista, concreto y
soñador. Economía, democracia, tecnología, ejército, melting
pot: los temas de siempre de la retórica política
estadunidense. Escuchando las palabras firmes y esperanzadoras del
Presidente y viendo a los miembros del Congreso tan entusiasmados, el
mundo de repente parecía una isla feliz, el siglo pasado una época de
paz y Estados Unidos la nación más fraternal del planeta. Sin embargo,
cuando el discurso terminó y apagué la tele, la pasión de mi memoria
por la periferia de las cosas hizo que afloraran en mi mente dos
detalles secundarios. Los demócratas, que tenían que aplaudir y
levantarse de sus asientos cada dos o tres minutos (una especie de
gimnasia buena para la circulación y para las várices), optaron por
aplaudir sentados salvo cuando Clinton mencionó la posibilidad de que
la ciencia ofrezca a los confinados a la silla de ruedas la
posibilidad de levantarse y caminar. Esta fue una manifestación de
omnipotencia por lo menos poco elegante. La segunda cosa que llamó mi
atención fue que al terminar su discurso con tonos de grandeza
romántica, Clinton dijo con orgullo que Estados Unidos todavía es un
país joven, y que seguirá siéndolo mientras tenga más sueños que
memorias. A esto aplaudieron de pie tanto los demócratas como los
republicanos. Ahora bien, ya sabíamos que Estados Unidos es un país
que por necesidad histórica y por fe tecnológica siempre se ha
identificado con el futuro, con los sueños y con los horizontes sin
fin del american dream. Sin embargo, la contraposición entre
sueños y memoria patente en el discurso de Clinton, con su
consiguiente desprecio por el pasado, es algo más, porque niega que
las raíces de un pueblo estén en su historia. Las raíces de los
norteamericanos, nos dijo Clinton, están en el futuro. De hecho, el
único evento histórico estadunidense que marcó las conciencias del
pueblo norteamericano tiene un nombre que quieren olvidar: Vietnam. Yo
no creo, como algunos románticos, que la historia sea magistra
vitae; sin embargo, quizás por haber nacido en el Viejo Continente
y por contemplar su elegante decadencia, creo que la memoria es una de
las pocas cosas que nos pueden defender de la historia instantánea y
soluble que el culto a la velocidad nos propone a diario. Es con una
extraña sensación de estar fuera de moda, de no estar ``en la onda'',
como propongo esta reflexión sobre la historia y la memoria.
El tiempo es el primer edificio construido por el hombre para poder
habitar el mundo, amueblado y personalizado con sus recuerdos. Un
edificio que sólo es una interpretación y una descripción, y para
darnos cuenta de eso es suficiente una historia comparativa entre
civilizaciones diferentes, o una mirada a las ciencias que investigan
los tiempos no-lineales. Aun así, es indudable que el tiempo que
vivimos en la cotidianidad es el lineal y escatológico que dio origen
a la historia. Tenemos que remontarnos por lo menos hasta San Agustín
para encontrar las raíces de esa ``invención''. Si para Aristóteles el
tiempo ``parece ser el movimiento de la esfera'', es decir una
exterioridad sin finalidad comprensible, con San Agustín se vuelve un
elemento del alma, porque si el pasado ya no es y el futuro no es
todavía, entonces el tiempo no puede existir más que como un discurso
del alma, donde el pasado vive como memoria y el futuro como
espera. Con este viraje, del tiempo medido por las estrellas del cielo
que deja atrás al tiempo concebido como elemento interior, San Agustín
elimina lo cíclico e instaura el tiempo lineal y escatológico, ligado
a la Salvación y asumido como historia: tiempo del hombre y promesa de
Dios. En el ciclo no había pesar ni esperanza, pues el futuro era la
continua repetición del pasado y la memoria era también previsión sin
relación con la nostalgia que habla de la imposibilidad de que el
tiempo retorne.(1) Entonces, si para el hombre griego no hay historia
sino simple crónica de acontecimientos, con San Agustín el tiempo
puede empezar a pensarse como historia, el devenir tiene forma humana
y el fin se desvanece en la finalidad, que da un sentido al
tiempo. Así, la memoria asume un significado diferente: pasa de ser un
recuerdo de lo que sucederá (para Platón ``conocer es recordar'') a
ser un recuerdo de lo que ya nunca pasará. La triada religiosa
culpa-redención-salvación, donde el pasado es definido como el mal, el
presente como la redención y el futuro como la salvación, encuentra
así el tiempo adecuado y se convierte en uno de los paradigmas de
Occidente, que se aplica en todas sus figuraciones para describir la
historia: la figuración científica (el futuro como desarrollo); la
económica (el futuro como época de la organización racional de los
recursos); la política (el futuro como afirmación de la verdadera
democracia); la revolucionaria (el futuro como derrota de la
opresión); la antropológica (el futuro como evolución de la especie);
y la técnica (el futuro como conquista del dominio de la
naturaleza). Si la historia de Occidente está ligada sin remedio a una
concepción escatológica del tiempo, la memoria es libre de interpretar
el devenir no sólo como progreso. Al contrario: a menudo la memoria
vive un tiempo sin direcciones y, por lo mismo, cíclico. Aquí
encontramos uno de los conflictos sin solución entre lo social y lo
individual: la percepción melancólica de un tiempo que no tiene
finalidad, o de una personal ``edad dorada'' perdida, se confronta
conflictivamente con un tiempo social, público e histórico que se
presenta como progresión continua. La historia en Occidente es
historia de progreso, ya sea espiritual, político, económico o
técnico, y la memoria no se reconoce en esta seguridad de la
salvación. Historia y memoria tienen una diferente concepción del
tiempo. ¿Pero qué tienen en común? Ante todo, sus orígenes en el presente. La
memoria es evocación, pero también es evocada, solicitada por las
experiencias del presente -poco importa si reales o imaginadas- que
ponen nuestro sentir en contacto con la búsqueda de elementos
depositados en nuestro archivo mental: es el presente el que provoca,
intencionalmente o no, el esfuerzo por alcanzar un anaquel alto de la
memoria en lugar de otro más bajo. La historia sigue el mismo camino:
es el presente el que enuncia las preguntas que el historiador hace a
una época y a los hombres del pasado, transformando así,
inevitablemente, las vidas en biografías. Y puede hacerlo de buena fe,
escuchando las inquietudes de su propia época, o de mala fe, buscando
en el pasado legitimaciones para un presente-futuro políticamente
determinado. No se trata de la debilidad de la memoria o la falta de
documentos históricos para manipular el pasado, sino de la compulsión
ideológica de proyectar un futuro. De todos modos, hay una
diferenciación en la forma de interpretar memoria e historia en
relación con el pasado, y es esta diferencia la que nos hace libres:
la memoria tiene recorridos que aceptan la intrusión, la
falsificación, la recomposición, tan necesarias para la salud, como
nos dicen -o nos ocultan- los psicoanalistas. Sin la posibilidad de
manipular nuestro pasado con la memoria, sin esta posibilidad laica de
redención, no seríamos verdaderamente libres. Por su parte, la
historia tiene el deber ético de asumir las causas perdidas para
siempre por medio de la objetividad. Sin embargo, hay un recorrido
contrario o circular que complica las cosas. Y es que la memoria y la
historia también interpretan el presente. Lo quiero explicar con las
palabras de Marcel Proust, un hombre que ha dedicado a la memoria una
parte de su atención. Proust escribe: ``Aun ese acto tan sencillo que
llamamos `ver a una persona que conocemos' es en parte un acto
intelectual, pues colmamos la apariencia física del ser que vemos con
todas las nociones que tenemos sobre él, y esta tarea de
representación, esas nociones son por cierto las que prevalecen''
(Por el camino de Swann). La memoria tiene una función
fundamental para leer el presente y anunciar el futuro porque ordena
los temas del pasado y nos da las condiciones para realizar las
acciones sucesivas, pero el papel de la creatividad es también el de
liberarnos de la memoria para leer lo novedoso en el presente.(2) En
este doble juego de recuerdo y olvido la memoria es un acto de la
conciencia arbitrario y subjetivo: Pedro y Judas son ambos traidores;
sin embargo, son las acciones que siguen a sus traiciones las que dan
a sus pasados una realidad diferente. Tener una historia no es
simplemente tener un pasado: más bien es tener una manera propia de
recuperarlo, de hacerlo memoria y motivación para el futuro, porque la
memoria no sólo tiene la función de conducirnos y ligarnos a la
secuencia de presentes que hemos vivido en el pasado, sino también la
posibilidad de redimirnos. El olvido nos permite una cierta felicidad
y deja que los actos sigan sucediendo. Es aquí donde la memoria y la
historia tienen un carácter y unas funciones muy diferentes: si la
muerte de una persona muy cercana no es certificada por el luto, que
es una forma de ritualización temporal de la emoción que permite un
cierto olvido, el recuerdo de ese acontecimiento bloquearía y ataría
nuestro presente.
Tenemos la necesidad de olvidar, de recordar ligeramente,
de tener recuerdos que no maten el presente. En cambio, un genocidio
debe ser recordado con fuerza y realismo para evitar que en el
porvenir se repitan las mismas atrocidades. El fascismo como sistema
político podrá resurgir sólo cuando la memoria viva de sus
aberraciones haya desaparecido. Por eso la memoria tiene el derecho de
acoger al olvido cuando sea necesario para la salud, mientras que la
historia no tiene ese derecho. A pesar de estas diferencias hay
momentos en que historia y memoria se cruzan, pisan el mismo
terreno. Y aquí permítanme explicar este encuentro con un hecho
personal. Cuando estudiaba historia en la Universidad de Venecia oía
hablar de los años veinte, treinta, cincuenta de este siglo, pero
nunca de los cuarenta. Los años cuarenta, en Italia, no existen,
porque 1945 fue una vertiente decisiva: la caída del fascismo, el
final de la guerra, la república. Mis amigos de la universidad, hijos
de la burguesía intelectual italiana, nunca han oído hablar de los
años cuarenta, porque la memoria de sus familias ha escrito la
historia, se ha transformado en historia o, mejor dicho, la historia y
la memoria de sus padres coincidieron en un momento preciso. Sin
embargo, si los cuarenta no existían en la historia italiana, sí
prevalecían en la memoria de mi abuela, que por primera vez me habló
de ellos. Mi abuela, una campesina pobre y sin escuela cuyo único
contacto con los fascistas era la credencial para comprar el pan, no
pudo leer la fractura del '45 como un evento decisivo a nivel personal
y familiar, dado que su vida material continuó igual en la segunda
mitad de los cuarenta. La política nunca le interesó y en el
inconsciente de su lenguaje (``los años cuarenta'') afloraba una
memoria que no empalmaba con la historia oficial. Ninguno de los
grandes mecanismos que determinan a nivel macroscópico nuestra
existencia y ninguna Historia nos da identidad, y sin embargo no
tenemos identidad que no esté en relación con la Historia. He aquí
otra contradicción no resuelta entre el Yo y el Mundo. Es en esa
circunstancia, cuando la historia quiere tomar el lugar de la memoria,
que aquélla se vuelve peligrosa. Los regímenes totalitarios siempre
han utilizado la deformación de la historia para cancelar la memoria o
para construir una memoria nueva. Durante muchos años, el siglo XX
buscó, a través de la propaganda política, modificar la memoria. Hoy,
la operación es más refinada, más ``democrática'', y se encauza
técnicamente a través de los medios masivos con la hiperproducción de
``novedades'' que generan olvido. En efecto, si hoy quisiéramos
bloquear la memoria y la capacidad de acción de alguien no debemos
quitarle información sino inundarlo de todas las informaciones
posibles. El exceso de información elimina la memoria humana concebida
como instrumento y favorece los soportes tecnológicos. La memoria
colectiva es paradójicamente más manipulable hoy porque la presunta
objetividad de la tecnología corresponde a la subjetividad de quien la
controla. La memoria siempre es cautivada por la representación de los
medios, y el recuerdo de lo que vivimos a través de ellos no tiene un
lugar real de ubicación, es un recuerdo que arranca las emociones del
cuerpo de la experiencia concreta y es, por lo tanto, una memoria
débil, que divide las percepciones de los sentidos y se confunde con
la imaginación. Los medios nos permiten, o nos obligan, a vivir muchas
vidas simultáneamente, identificando nuestros traumas con los de los
demás.
Nos
permiten hacerlo porque los demás, lejanos, encerrados en la pantalla,
mientras llega la comida, no huelen mal, no nos estorban en casa, no
nos piden una reacción concreta sino apenas emocional, y, más tarde,
llega el Teletón para limpiarnos las conciencias. Consecuentemente, la
memoria entra en confusión y nuestro pasado contiene acontecimientos
que no hemos vivido o que, a veces, ni siquiera sucedieron.(3) En este
proceso de abstracción, la memoria ya no tiene mucho que ver con las
sensaciones físicas: todo es información inmaterial (el dinero con las
tarjetas, el sexo con las hot lines, la materia con las nuevas
teorías genéticas, la naturaleza con el Discovery Channel, la política
con las encuestas de mercadotecnia, la nutrición con las píldoras
vitamínicas). Sin embargo, la información no es ni experiencia ni
cultura, y la memoria que necesita no es la memoria humana sino la de
un banco de datos, que sólo es una interpretación funcional de la
memoria (memoria como acumulación), mientras que la memoria humana
opera siempre a través de una selección y una interpretación. La
memoria colectiva, que antes dependía de los mayores, hoy se deposita
en la técnica que nos da archivos de información. La memoria colectiva
ya no es la reconstrucción de un recorrido, ya no es una conexión
entre las generaciones, ya no se vincula simbólicamente con la
sabiduría de los ancianos sino con una cantidad técnica de
informaciones que nada tiene que ver con el proceso de metabolización
social de los hechos. La memoria se retira hacia la interioridad, se
vuelve autista, porque ya no abre un diálogo social, pues son los
instrumentos tecnológicos los que nos dan una memoria colectiva y
porque el cuento del abuelo no es nada más que un aspecto folclórico
del pasado y un síntoma de demencia senil.
(1) Nostalgia (nóstos + álgos = regreso +
dolor) es una palabra (y, por lo mismo, también una sensación)
moderna, que nace al final del siglo XVII para definir el dolor de la
lejanía espacial. Kant la llevó al ámbito temporal, como sensación de
pérdida de la juventud o del tiempo pasado, o sea la percepción de
nuestra condición de mortales.
(2) ``Es más cómodo para nuestros ojos recrear, en alguna ocasión, una
imagen ya muchas veces producida, en lugar de tomar lo que hay de
novedoso y diferente en una impresión: esta ultima cosa exige más
fuerza, más `moralidad''' (F. Nietzsche, Más allá del bien y del
mal).
(3) La caída del régimen de Ceaucescu en Rumania fue cubierta por CNN
y en el programa se habló de miles de muertos. Después de un año se
aclaró que no fueron más de una docena.