La Jornada Semanal, 2 de abril de 2000



Waldo Lydecker

Las artes sin musa

¿Dónde quedó la fealdad americana?

Las ceremonias del Oscar no tienen remedio. Por mucho que los nuevos productores, Lili y Richard Zanuck, anunciaron cambios positivos al asunto, igual nos enjaretaron cuatro horas y cacho de tedio, apenas aliviado por algunos detalles.

El buen gusto fue el propósito central de la transmisión. Error. Lo que nos divertía de la ceremonia era ese despliegue de vulgaridad al que es tan afecto el showbiz estadunidense. Ahora eliminaron los números de baile y juntaron todas las canciones nominadas en un solo chorizo. En circunstancias normales, hubiéramos visto a Phil Collins vestido de Tarzán y rodeado por bailarines disfrazados de changos. No se nos hizo. Bajo las nuevas reglas del buen gusto, el ex rockero -cada vez más parecido a Charlie Brown- se limitó a cantar ``You'll Be in My Heart'' con un acompañamiento acústico.

El popurrí de canciones ganadoras del Oscar sólo sirvió para desperdiciar tiempo valioso, sin el atractivo del kitsch. La desaparición de Isaac Hayes bajo una nube de humo, en medio de su interpretación del tema de Shaft, no fue suficiente.

Por lo mismo, no se tomaron medidas para ahorrar tiempo. ¿Realmente era necesario ese montaje dedicado a los actores infantiles? ¿O ese otro acerca de la historia de la humanidad según el cine, desde una óptica inevitablemente gringocentrista? También los chistes podrían recortarse, sobre todo porque Billy Crystal parecía obsesionado en hacer sangronas referencias a dos temas: el robo de las estatuillas y el inminente parto de Annette Bening.

Aunque el cantadísimo triunfo de Pedro Almodóvar y sus consecuentes payasadas dieron algo de pena ajena, no logró igualar la grima provocada por Roberto Benigni el año pasado. El cineasta manchego debería aprender de la elegancia y el humor de Michael Caine, el ganador más cortés de la noche y el objeto de la ovación de pie más merecida de la noche.

Por otro lado, el premio honorífico para Warren Beatty sirvió para comprobar que sus discursos pueden ser como sus películas: largas, grandilocuentes y sosas. Muy lejos estábamos de la sabrosa controversia suscitada hace un año por el premio a Elia Kazan.

Vaya, ni el vestuario de las actrices dio de qué hablar. Después del numerito transparente de Cameron Díaz, todo lo demás fue rutinario. Hasta Cher decidió presentarse ``vestida como adulta'', según sus propias palabras. ¿Dónde está Jennifer López cuando se le necesita?

En busca de algún motivo de hilaridad, la desesperación nos llevó a sintonizar la transmisión de TV Azteca que, al menos, fue en vivo y no diferida como lo hacía Televisa para meter más comerciales. Por lo pronto, se podrían haber ahorrado los gastos de mandar a Los Angeles a Atala Sarmiento, que es como una caricatura, y esa especie de merolico de Polanco llamado Alan Tacher. Para estar transmitiendo desde un estacionamiento, igual hubiera servido el del cuartel general del Ajusco. Y para las burradas que dijeron, mejor prescindir de ellos.

Las traducciones fueron tan apuradas e inexactas como las de Televisa, con un agravante: el color local proporcionado por el comentarista René Franco, empeñado en hablar aun durante las secuencias de montaje, cuando sus despistadas editoriales salían sobrando. Según Franco, el cómico W.C. Fields era inglés (nació en Filadelfia) y el cineasta Spike Jonze es sobrino de Coppola (es su yerno). Lo mejor fue su puntada de comparar la obra de Andrzej Wajda -a quien insistía en llamar Andrew- con la de Tarkovski, Fellini y hasta la de Lasse Hallstršm. Nos encantaría que abundara sobre esa intrigante tesis.

Ahora bien, los premios en sí evidenciaron el cambio de guardia en la Academia. Hace unos años, la ganadora de la noche nunca habría sido una película sobre la epifanía existencial de un paterfamilias frustrado, estimulada por sus fantasías eróticas con una adolescente. Bajo los criterios seniles de antaño, Huracán hubiera barrido con su dramaturgia vetusta al servicio de los buenos sentimientos liberales de cajón. Fue sintomático que no se llevara ni su única candidatura, por la actuación de Denzel Washington.

Sin duda, influyó el hecho de que 1999 fue un año singularmente propicio para el cine hollywoodense. Además de Belleza americana, El informante, La leyenda del jinete sin cabeza, Magnolia, Matrix, El sexto sentido y ¿Quieres ser John Malkovich?, reconocidas con más de una nominación, había trabajos muy meritorios como El ocaso de un amor, Una historia sencilla, Sweet and Lowdown y Tres reyes. Por supuesto, no podía faltar el total ninguneo a algunos cineastas mayores. Ojos bien cerrados, de Stanley Kubrick, y Vidas al límite, de Martin Scorsese, no se colaron ni a las categorías técnicas, aun cuando son bastante superiores a algo como Las reglas de la vida.

La Academia ha progresado pero no esperemos milagros. Sus premios seguirán siendo discutibles y sus ceremonias de entrega difícilmente podrán librarse del yugo de la hueva.