La Jornada Semanal, 2 de abril del 2000



Aline Pettersson

el cuento del domingo

La luz sobre el espejo

``¿Quién puede imaginar la menopausia de Venus o la artritis de Hércules?'', se pregunta una mujer frente al espejo, donde la miopía y ``dos pudorosas lamparitas'' le ayudan a evadir la realidad, ese tránsito de tiempo, mitos y hechos en el que cabe todo el panteón griego más uno que otro habitante de este mundo. Pettersson enfrenta a su personaje a los calores del Pireo, a las dudas creativas y al fuego propiciatorio de todas las transformaciones, ya sean literarias o vitales.

A Guadalupe Jáuregui

El mito es, pues, la historia de lo acontecido en illo tempore, el relato de lo que los dioses o los seres divinos hicieron al principio del Tiempo.

Mircea Eliade

Llegué con los ardores del verano. Por fin me habían otorgado la codiciada, la jugosa, la divina beca. Así que antes de salir, tomé todas las precauciones necesarias para hacerlo bien equipada. Cuerpo y alma dispuestos a precipitarse de lleno en el barril sin fondo de los mitos.

Buscando la calle donde viviría, me vinieron a la memoria las palabras de un antiguo amante -parapsicólogo de profesión- que siempre me decía: ``Irene, primero pellízcate para saber en qué tipo de realidad te encuentras.'' Le hice caso. Y sin soltar la carta membretada respaldando la buena nueva, ni el pasaporte, ni la dirección de mi alojamiento ateniense, y con la vista fija en mi nombre, Irene Constantinos Quijano, me pellizqué el dorso de la mano que sostenía los papeles y toqué el timbre. La antorcha de la moira alumbraba mi presente.

Tal vez sea cuestión del tiempo que se va impregnando en la piel, al punto de hacer que una se decida a cambiar la siniestra luz del foco largo sobre el espejo por la de dos pudorosas lamparitas. Aunque una esté segura de que el tinte cerúleo del cutis es sólo producto de los efluvios lumínicos mortecinos, arrojados sobre toda la humanidad por dichos artefactos. Además, también se agradece la generosidad de la miopía, que obsequia pródigamente superficies de suaves contornos y no rasgos cortados a machete.

En fin, que lo que quería decir es que una medita con más frecuencia en la eternidad. Y bueno, eso acaba por conducir a los ejemplos inmarcesibles de los mitos. Héroes y dioses que permanecen eternamente sujetos en su vigor y ardor juveniles. ¿Quién puede imaginar la menopausia de Venus o la artritis de Hércules, por ejemplo?

No recuerdo desde cuándo caí enamorada de estas historias, quizá desde que las escuché, en mi niñez, de los labios griegos de mi padre, quizá desde un pasado mucho más remoto. Pero nunca había tenido ni tiempo ni calma para adentrarme en ellas, instalada en el presente que ahora me parece eterno. Y qué mejor forma de sujetar al tiempo que a través de la otra historia, la que no cambia nunca. La de las pasiones y mezquindades, la lucha por el poder, la injusticia. Así las cosas, mi proyecto para la beca consistía en revisar y poner al día ciertos personajes, ciertos relatos, ciertos sueños que han vivido siempre entre nosotros.

Ya instalada, no pude menos que añorar a dos muy queridos amigos esperándome del otro lado del océano. Fedro, mi amadísimo gato, y un viejísimo sillón, testigo mudo -de no ser por un resorte que no lo es tanto- de muchos sucesos. Vaya que la vida le ha ido dejando todo tipo de huellas sobre su lomo lustroso. Y sí hay rastros; por ejemplo, de un lejano pastel de chocolate; algún vestigio de un borgoña maravilloso; delatoras gotas ambarinas de noches de fuego. Y no hablo de ciertos orificios, obra de algunos descuidados cigarros; o de la presencia de migajas que nunca desaparecen por completo. Bueno, realmente hace mucho que las huellas perdieron sus colores. Sólo yo puedo identificarlas. Y no sólo no me importan, sino que es una manera de revivir el pasado y un recordatorio para cambiar el tapiz tan pronto llueva el dinero.

Me tomó algunos días aclimatarme. Primero los olores se intensifican buscando llamar la atención del viajero, en este caso, viajera. Después, los ruidos -ese otro alfabeto-, la proliferación de gatos por las calles, que me hacían pensar en mi abandonado Fedro. Hice viajes cortos por las islas y por el Peloponeso para sacudir sangre y neuronas. Y un buen día decidí que ya era tiempo de sacar mis notas, de aguzar la vista, el oído y echar a andar la pluma.

Desde el primer momento que supe lo de la beca, recuperé mi afición por Cavafis y demás poetas recientes, buscando en ellos el espíritu de la eternidad clásica. Por supuesto que rescaté, también, mis cintas de Theodorakis y Mouskouri. Había la urgencia de hallar el tono. Debo, sin embargo, confesar que más bien rescaté el tono de época de hace algo más de veinte años, cuando los conocí y me tenían, ¡oh, Hados!, perfectamente sin cuidado las luminosidades de los espejos. También quise incursionar por el vino de retsina, sin mucho éxito. Siempre acababa pensando en Pinocho. Las perspectivas de la vid sin aguarrás vencieron con sus artes de seducción. Y yo me imaginé y hasta me soñé probando el vino del palacio de Micenas.

Claro que pasé revista a Byron, a su vida incestuosa -tan igual a la de los dioses del Olimpo. A Henry Miller y sus Trópicos. Vivir entregada a las pasiones, anular el tiempo en un abrazo. Poco a poco quedé en forma para entregarme de lleno a mi proyecto. Y en primerísimo lugar, al aggiornamento de Zeus en algunas de sus múltiples versiones. Decidí revisar a Leda (el efecto secundario de las píldoras de hormonas), a Europa (dándole una vuelta de tuerca, podía referirme a los amoríos de algún torero); la bellísima lluvia de oro en Danae se explica en sí misma por lo que toca al amor, pero también respecto al nunca descartado sueño de riqueza.

Pero entonces mis perspectivas cambiaron. Como ya dije, el verano era terriblemente caluroso. Yo sudaba a cántaros ya que mi pensión no tenía clima artificial; las mismas calles parecían derretirse. Era tal el calor que algunos bosques empezaron a tener brotes de fuego. Bueno, me dije mientras intentaba concentrarme, lo mismo observo desde la ventana de mi casa durante las secas. Y es horrible, pero una, tristemente, se acostumbra a todo. El incendio siguió extendiéndose, los noticiarios informaban que se había salido de control. Aquí sí debe haber excelentísimos bomberos forestales, deseé con fuerza, y volví, con muchos trabajos y algo de tos, al asunto de Danae.

La noticia cundió como el mismo fuego, que para entonces ya había sido sofocado. Una flotilla de aviones extinguidores logró la faena. Acuatizaron en el Egeo abriendo sus enormes panzas para aspirar las aguas del mar y derramarse, luego, cual diluvio, sobre el bosque en llamas. Agua y fuego librando de nuevo la batalla.

Cuando sobrevino la calma, de la copa de un árbol calcinado pendía, como una negra oliva gigantesca, el cuerpo de un buzo transportado por los aires hasta cruzar el mismo Hades. Cayó con el tropel de la lluvia -que esta vez no fue de oro-, acaso con una concha aún entre las manos, porque se encontraron por ahí cerca varias especies raras. Ni tiempo debe haber tenido de pellizcarse, pensé, y darse cuenta del paso de una realidad a la otra: la catástrofe de la guerra de los dioses. Entonces recordé a Neptuno, soberano de los mares, y a Tritón, hombre-pez de piel ahulada que porta una gran caracola. Estaba claro como el agua del Egeo.

Era como si los reinos de la naturaleza se hubieran alterado un instante, como si se vieran al espejo. De un arrecife de coral brotó, de pronto, lejos de las oscuras profundidades marinas,Êun fruto que nunca debió salir de ellas. Entonces, pensé, debe haber otra forma para interpretar las cosas. Y esta historia sólo pudo sucederle a los griegos. Los tiempos se empalman, sus márgenes se desvanecen. ¿Qué es hoy? ¿Qué es ayer? El universo no ha sido más que un espejo roto, un gran rompecabezas. Y nosotros no hemos sido capaces de ordenar sus piezas.

He llegado a pensar que los mitos son narraciones que trenzan la historia remota con la ciencia ficción y que éstas, juntas, nos lanzan señales. Tal vez no hemos sabido mirar en la dirección correcta. Hay muchos tiempos y muchas realidades que se cruzan como se cruzan las motas de polvo. Algunas veces logramos verlas en un rayito de luz, otras en un incendio. ¿Qué fue lo que vio Homero? ¿Qué vio Borges?

La verdad es que ya dejó de importarme el espejo de mi casa y sus dos ridículas lamparitas. Todo será siempre cuestión de luces y sombras. Finalmente nada es nuevo bajo el cielo o bajo la superficie de los mares. Aunque la imaginación siga trabajando y la sangre se siga desbocando.

Supongo que a mí sólo me resta esperar la lluvia de oro que me permita cambiar el tapiz del sillón, donde voy a eternizarme un buen rato todavía. Aunque quiero hacer aquí una pequeña consideración: creo que para mí lo más grato sería aproximarme a la realidad de Venus y sus múltiples retozos. ¿Qué dirá el oráculo? ¿Qué diría mi antiguo amante, el parapsicólogo? Por lo pronto, me dispongo a estudiar también a Fausto y a explorar otras formas para engañar al tiempo.