La Jornada Semanal, 5 de marzo del 2000



Sergio Pitol

Presencia de Carlos Fuentes

``Las mitologías son absolutamente imprescindibles en la obra de Fuentes'', nos dice Sergio Pitol en este ensayo hecho con admiraciones y con rigor crítico. Para Fuentes, dice Pitol, ``la realidad lo es todo, pero su concepto de realidad es más rico que el de la mayoría de los escritores''. Nos propone, además, leer los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot como una glosa o guía de Los años con Laura Díaz. En el tiempo que, según Bacon, ``fue, es, será y no existe'', la novelística de Fuentes encuentra su constante movimiento. En una de las primeras imágenes de nuestra historia aparece ``el sollozar de las mitologías'' escuchado por el padre soltero de nuestra poesía, Ramón López Velarde.

Para que una novela sea a la vez una obra de arte su autor debe saber que no podrá limitarse a un único sentido, y, por esto, no deberá tender a una conclusión definitivaÉ A medida que la historia se aproxima al arte adquirirá un amplio halo simbólicoÉ Todas las grandes obras de la literatura han sido simbólicas, y de ese modo han ganado en complejidad, poder, profundidad y belleza.'' Son palabras de un autor excepcionalmente sensible: Joseph Conrad.

En la precisa organización con que Carlos Fuentes ha dispuesto la edición total de su obra narrativa, una arquitectura ideada para integrar todos los mundos que forman su mundo, donde las fábulas e historias que ha creado puedan potenciarse en el lugar y la compañía adecuada, rige una lógica de distribución temática, pero también la marca poderosa de un destino, la presencia de una voluntad, una manera propia de concebir el mundo, de volver a recrear los atributos y manías de la comedia humana, de representar esa utopía vislumbrada a partir de los diarios de Colón. Ese registro abarca desde su primer libro de cuentos, hasta un futuro conjetural donde se enlistan los títulos de algunas obras en proceso y otras aún apenas bosquejadas y lleva un título plurisemántico, abierto a todos los significados: La edad del tiempo.

El tiempo, lo vemos con claridad a estas alturas, ha sido el tema fundamental de toda la obra de Fuentes.

Su primera novela, La región más transparente, publicada a los veintiocho años, en 1957, fue una revelación. Su recepción se convirtió en una versión mexicana de la batalla por Hernani. Una lucha entre lo nuevo y lo viejo. Se trataba de un modo diferente de concebir el lenguaje, y un salto definitivo de las trilladas historias rurales a la atmósfera caótica, cultivada, agresiva e inmensamente estimulante de una gran ciudad en pleno dinamismo. El personaje, se ha dicho hasta la saciedad, es la ciudad misma, México, Distrito Federal, la capital del mundo, la urbe de pronto derramada hacia los valles, lagos y montañas que la circundan, un personaje múltiple, ubicuo, poseedor de todas las pulsiones, donde cada latido se comunica con una infinita cadena de latidos. La respiración deja de ser individual para convertirse en multitudinaria. Los procedimientos narrativos presentes en el libro nos remiten a las grandes novelas europeas y norteamericanas del siglo veinte. A su lado, y por algún tiempo, aun las novelas de Martín Luis Guzmán y José Revueltas parecían disminuirse, parcelas urbanas más próximas a la narrativa del siglo anterior que a la radiante modernidad que encarnaba el nuevo autor.

Para los jóvenes de la época las aperturas a lo nuevo y a la universalidad las constituyeron Pedro Páramo de Juan Rulfo y La región más transparente de Carlos Fuentes. Ambas significaron una transformación del lenguaje narrativo en México, con aportaciones de James Joyce, William Faulkner, Virginia Woolf, Marcel Proust, Knut Hamsun, Thomas Mann y D.H. Lawrence, entre los modernos, y con el fuerte respaldo de algunos grandes decimonónicos: Balzac, desde luego, y Stendhal, Dickens, Tolstoi y Dostoievski.

Es significativo que aquellos dos nuevos autores se alimentaran de tan amplio registro universal para crear historias inmensamente nacionales: la vida y la muerte de un cacique campesino de Jalisco con la consiguiente muerte y desolación de la región que había dominado, en el caso de Rulfo; y la movilidad de todos los estratos sociales que componían un palimpsesto inescrutable para los foráneos, esa Ciudad de México, la gran Tenochtitlan que vio expirar Bernal Díaz del Castillo, la capital de la Nueva España que conoció en las postrimerías de la Colonia el barón de Humboldt, quien acuñó el término de ciudad de los palacios, hasta la trepidante, bellísima, laberíntica urbe, enclavada como por arte de magia en aquella región del altiplano desde donde Alfonso Reyes, el sabio, saludaba: ``viajero, has llegado a la región más transparente del aire'', la que conocimos nosotros, los jóvenes de hace cincuenta años, cuando Fuentes comenzó a destilarla con suave y paciente alquimia para incorporarla a las páginas de su primera novela.

Los temas, las obsesiones, el fervor del autor se plasman en aquella novela, y, es más, algunas de las semillas iniciales se encuentran en un libro anterior de cuentos, Los días enmascarados. Allí, apenas salido de la adolescencia, esbozó la existencia del sustrato prehispánico en el entorno de nuestra vida cotidiana, y también los rostros de otras figuras histórico-novelescas, como la antigua emperatriz destronada y demente. Eran ecos de derrotas pasadas incrustados en pesadillas atroces, en reencarnaciones vampíricas.

La historia en todos sus espacios y raíces, lo prehispánico, lo ibérico con sus varios sustratos, romano, celta, árabe, judío, visigodo. El paso incesante de los siglos y su imantación sobre nuestra vida, nuestras instituciones, nuestros sueños, todo lo que uno pueda imaginar desde lo público hasta lo más secreto. La permanente digresión sobre una identidad que en el largo proceso de la escritura se trasmuta en ambiguedad. Y una cadena de hechos que en el proceso pierde el carácter de afirmación y termina más bien en conjeturas.

Recorridas las muchas estaciones y conocidos sus puntos de reposo, visitados los espacios a los que el autor nos invita, quedamos sorprendidos por la multiplicidad de imágenes que él convoca. Para empezar, contemplamos inmensos frisos donde los tiempos se entreveran, observamos centenares de rostros y de gestos, de detalles mínimos que nos revelan la violencia del pasado y nuestra siempre frágil posición a mitad del tiempo. Como el Próspero de La tempestad, el novelista Fuentes se ha tomado de antemano la libertad para reinventar la historia. ``El novelista extiende los límites de lo real creando más realidad con la imaginación, dándonos a entender que no hay más realidad humana si no la crea también la imaginación humana'', como él ha escrito en La geografía de la novela.

Las mitologías son absolutamente imprescindibles en su obra. ``En México nada funciona, dice, sin la fachada del mito.'' En 1965, poco después de terminar Cambio de piel, participó en el Palacio de Bellas Artes, en un ciclo de narradores ante el público, y allí esbozó algunos principios de su ars poetica. ``Creo en la literatura y en el arte que se oponen a la realidad, la agreden, la transforman, y al hacerlo la revelan y afirman.''

Algunos, al leerlo, no lo comprenden o fingen no hacerlo. Le exigen una inmovilidad que no le pertenece. Quieren encajonar sus obras en compartimientos cerrados. Para él, la realidad lo es todo, pero su concepto de realidad es más rico que el de la mayoría de los escritores. La realidad ``común'' entra en crisis cada vez que una corriente secreta la penetra, serpentea en su interior y revela un enigma fantástico, delirante o agónico. El mundo en sí, todo él, es fantástico. Y lo que propone, lo fantástico, es también la realidad. Pasa por tesituras disímiles: La muerte de Artemio Cruz o Una familia lejana, Aura o Las buenas conciencias, Cambio de piel o Cumpleaños y así hasta Los años con Laura Díaz, la summa absoluta de todos los atributos de esta ya amplísima obra narrativa.

En la literatura de Fuentes coinciden en una misma instancia elementos radicalmente opuestos y conforman, como en la pintura de Goya, una imagen única. Ahí, la lucidez y el delirio, la vigilia y el sueño, lo sagrado y lo profano, la sabiduría y la torpeza forman una imagen unitaria donde, ¡y ese es el milagro! los integrantes no se reconcilian. Es un mundo donde todo está en todo. Y donde el oxímoron reina. Esa es la figura con la que el autor mejor se mueve. Basta recordar ciertos pasajes de Terra nostra para entrar de lleno en el claroscuro y el espeluzno tremendo de Goya. Dice Julio Ortega:

A medida que avanza la obra de Fuentes, el lector comienza a intuir, y luego a afirmar con certeza, que en ella lo esencial reside en su manejo del tiempo. Si el tiempo es algo es movimiento. Convertido en palabra, el tiempo es la mejor defensa contra las feroces embestidas de la banalidad cotidiana. Desde hace muchos años, Fuentes ha sido un constante estudioso de Giovanni Batista Vico, un lector seducido por su concepto de presente continuo.

Los años con Laura Díaz son, sobre todo, una experiencia y un homenaje al tiempo. Los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot podrían leerse como una glosa o guía de esta novela. Al principio:

Más adelante:

Y aún más, al final:

La historia de la protagonista cubre un siglo y abarca a sus abuelos, sus padres, sus hermanos, sus hermanas, su nieto, su bisnieto, su marido y los varios hombres que intervinieron en su vida. Es una excepcional historia compuesta de muchas fábulas, donde el tiempo aparece y desaparece y donde todos los tiempos son un mismo tiempo. Dice Carlos Fuentes: