La Jornada Semanal, 5 de marzo del 2000



R.H. Moreno-Durán

la donna é mobile

Adriana

La Adriana de La romana de Alberto Moravia no tiene apellido, es hija de un ferroviario y nunca fue deseada por su madre. La naturaleza y la genética la dotaron de ``unos ojos grandes y negros, nariz firme y en una sola línea con la frente, labios carnosos y rojos, dientes blancos''; en suma, una belleza romana completa y ``sombría como la época en que le correspondió vivir: ``la oprobiosa dictadura de Mussolini''.

En ningún momento revela su apellido. Nos cuenta que es hija de un ferroviario y que por su no deseado nacimiento su madre renuncia a sus aspiraciones como modelo y actriz. Las mismas que Adriana, en la plenitud de sus diecisiete años, evalúa desde la primera página de su relato, en el que la minuciosa descripción de sus atributos vale más que cualquier apellido. Porque ella era el perfecto ejemplo de la belleza romana: ojos grandes y negros, nariz firme ``y en una sola línea con la frente'', labios carnosos y rojos, dientes blancos. Pero si no hay modestia en la descripción del rostro, un total impudor rige el perfil de su cuerpo: piernas rotundas y llamativas, flancos redondos, espalda larga, ``estrecha en la cintura y ancha en los hombros''. Su vientre es tan acogedor que su ombligo casi no se veía, ``tan hundido estaba en la carne''; su erguido pecho no necesita sostén y sus caderas y glúteos atraen la mirada de sus festejantes.

Todos quienes la conocen la sienten como un animal erótico y pronto ella se descubre como tal. El pintor ante quien posa por primera vez le muestra su desnudez como un espejo en el que Adriana se identifica con Dánae. La referencia mitológica no es gratuita: disfrazado de lluvia de oro, Zeus la poseyó. Y no hay nada que le produzca más placer a Adriana que recibir dinero. Porque llega a la prostitución casi al mismo tiempo que al robo. El día en que pierde su virginidad con Gino Molinari es ella quien lleva la iniciativa y, pese al placer obtenido, cree que el acto ha sido del todo ``natural''. Tiembla de ``impaciencia y de ganas reprimidas como una bestia hambrienta y atada a la que, por fin, tras un largo ayuno, se le quitaban las ligaduras y se le ofrece el alimento''. Se descubre una amante posesiva y feroz, que muerde y casi ahoga a su fornicador, con quien se aferra ``rebuscándonos de mil modos las carnes como dos enemigos, que luchan a vida o muerte y tratan de hacerse el mayor daño posible''.

Y aunque con Gino no hay hora ni lugar donde no yazcan, su amiga Gisela la hace caer en una trampa y Adriana se entrega en Viterbo a Esteban Astarita, un funcionario de la policía secreta que desfallece de pasión por ella. ``Comprendí que había sido muy desdichado antes de poseerme y que, ahora, después de haberme poseído, seguía siendo no menos desdichado.'' Y pese a sus escrúpulos, acepta el dinero que el policía le ofrece y experimenta un extraño y profundo placer. Es una sensación parecida a la que, poco después, siente al vengarse de Gino cuando se entera de que es casado y aún así le ofrece matrimonio: lo obliga a hacer el amor en la cama de su patrona y luego roba una valiosa polvera de oro: ``Sentí al tomarla una complacencia sensual, no muy diferente de la que me inspiraba el dinero que me daban mis amantes.'' Ya no hay nada que ocultar, al extremo de que se lleva a los hombres a casa y fornica frente a su propia madre.

El meretricio la hace sabia y con gran solvencia filosofa sobre el cuerpo humano. Piensa y cree que el sexo es menos importante de lo que socialmente significa, es decir, de lo que la falsa moral sublima o estigmatiza. En el fondo, lo que el sexo encubre es un problema de amor propio. Y ``el amor propio es una bestia curiosa que puede dormir aún bajo los golpes más crueles; y luego, se despierta, en cambio, herido de muerte por un simple rasguño''.

Pero Adriana es algo más que una prostituta que gime en todas las estancias del cinismo. Es el epicentro de una sucesión de hechos que reflejan un momento histórico preciso: ``Era el año de la guerra de Etiopía'' y, por ende, vive en medio de la oprobiosa dictadura de Mussolini. Precisamente, dos de los actores de esta lucha se dan cita en la parte más sensible del cuerpo de Adriana: el policía político Astarita y el joven revolucionario Jacobo Diodati. Pero no hay lugar para el maniqueísmo: el revolucionario es un delator y un cobarde, que termina suicidándose, en tanto que el policía, que también muere, no cesa de hacerle favores a la mujer que jamás debió conocer. Si hubiera leído a Ford habría exclamado también: ``Tis Pity she's a Whore...''

Algo de Dostoievski se filtra en la vida de Adriana: descubre placer en el miedo que experimenta ante el implacable asesino Sonzogno, el del ``puño prohibido'', y que refleja los bajos fondos de la Roma fascista. Todo se precipita cuando Adriana, amante por igual de Jacobo y del policía, descubre que ha quedado embarazada. Y no duda sobre la identidad del padre: su vástago será el hijo de un asesino y de una prostituta: ``Por otra parte, no podía por menos de hallar cierta justicia en esta paternidad. Sonzogno, entre tantos hombres como había amado, era el único que me había poseído realmente, más allá de todo sentimiento de amor, en el fondo más oscuro y más secreto de mi carne.'' Si el sexo de Adriana es el lugar donde se dan cita todos los personajes masculinos de un país amordazado, su vientre acoge al único ser engendrado con placer pero con odio. Porque todos los otros hombres la amaron de verdad. Y en la Italia de su tiempo, sólo es fértil lo que se ha sembrado con miedo y violencia, y de ahí la oscura complacencia con que asume su preñez esta nueva loba romana, cuyo nombre remite al gentilicio de Adria, sobre el Adriático, que a su vez proviene de Ater: ``sombrío''. Su sexo es un puerto tan sombrío como la época que le correspondió vivir.

La romana. Alberto Moravia.