La Jornada Semanal, 27 de febrero del 2000



(h)ojeadas

la realidad y el deseo

Enrique Héctor González

Tom Wolfe,
Todo un hombre,
Ediciones B,
Barcelona, 1999.

Cabrera Infante se refirió alguna vez a Bogart como el único actor que sabía hacer pasar una sombra sobre el rostro, mérito del más alto histrionismo, impronta de una rauda habilidad disfrazada de lentitud en la mirada. Un novelista tan cinematográfico como Tom Wolfe no podía hacer menos: el autor de La hoguera de las vanidades sabe por su parte reproducir el aire helado de las conversaciones incómodas, ese silencio casi visible que parte en tajos una reunión, filo frío que se agazapa en la esquina de frases fantasmas. Este no es, ni con mucho, el único ardid que envalentona las casi ochocientas páginas de la última novela del escritor de Virginia, pero sí uno que muestra a las claras la estirpe de un estilo maliciosamente mimético, pues el encomiado realismo del autor no es sino un sinuoso delirio de la ironía visual donde los lectores devenimos parte del paisaje, testigos por naturaleza de los hechos que escarba, roe, ridiculiza Todo un hombre: espías en el espejo de la vida norteamericana en las esferas económicas más altas, extras de una trama atrabiliaria en la que todo parece estar en su sitio porque nadie se atreve a decir su verdadero nombre.

El éxito por adelantado de una de las novelas más cotizadas de los últimos meses es, asimismo, una trampa y una estrategia de mercado. Que los editores en nuestra lengua ventilen la vasta suma que pagaron por los derechos exclusivos de traducción nos enfrenta, más que a una lectura prometedora, a un fenómeno que justifica cualquier reticencia. A un libro de Wolfe ya no puede accederse con la deliciosa ingenuidad o el natural interés o el ánimo bien calibrado de quien sólo va dispuesto a hundirse en la sabrosa maleza de su prosa incesante; antes bien, las inquietas tenazas de la prevención o la confiada certeza de que el tiempo estará mejor invertido que frente a cualquier emisión de la televisión por cable amenazan o amenizan, de entrada, la apacible pasión de la lectura; sin embargo, apenas se avanza en ella, la voluntad de seducción de la escritura de Wolfe -inherente, de acuerdo con Barthes, al artificio mismo del lenguaje literario- ya ha hecho de las suyas y el lector (avieso o sin visado, bisoño o de los que presumen cien páginas por hora) tiene poco que decir y mucho que mirar: quien tenga oídos para ver que se las huela.

El vasto preámbulo anterior pretende ser menos una advertencia que una reparación (en ambos sentidos del término) que este desocupado lector no pudo eludir, pues una obra como Todo un hombre libera en su entorno tal cantidad de adrenalina que sólo puede producir una lectura nerviosa, muscular, desgarradora, y no por la naturaleza de su anécdota sino por una condición del estilo: Wolfe es un novelista del cuerpo, un lírico de la carne que caracteriza situaciones y cicatriza instantes con un solo chasquido de prestidigitación verbal; un severo observador de cómo todo lo que pasa (incluso la literatura, según Borges) nos ocurre físicamente: donde el párpado puede ser parámetro del dolor el sexo será metrónomo del ánimo.

El delicado dibujo de los personajes, por ejemplo, se nos impone como un minucioso sintagma de secuencias en el que compiten sin atropellarse la abstracción del fantasma y el retrato hablado, y donde la descripción es una acusación y simultáneamente un elegante disfraz de su misma diatriba, espadachín pirueteando alrededor de un centro fijo: el personaje envuelto por las palabras que lo desnudan y lo delatan pero también lo parodian y lo disimulan. ¿Fotografía trucada? Más bien, vertiginosa lentitud de la lente. Baste un ejemplo preciso para dar cuenta del humor de la mirada wolfiana: uno de los cuatro protagonistas de la novela, un negro parsimonioso y protocolario, elegante y letárgico, un negro negro de Atlanta (casi tres de cada cuatro carecen de color allá, oscuro orgullo de la cuna de Hank Aaron y Martin Luther King), se llama Roger White, más bien Roger White White, o mejor dicho Roger White al cuadrado, nombre con el que lo conoceremos a lo largo de la historia.

Un país donde el racismo y el precio puntual de los objetos de consumo constituyen el iceberg sumergido del que no es de buen gusto hablar pero al que la sociedad entera se enfrenta apenas el barco de su desconsuelo zarpa al encuentro de sus más escondidos témpanos de hielo, es el que Wolfe, viejo lobo de estos mares, devela sin descanso como la menos emblemática pero la más furiosamente real naturaleza de esa memorable mentira que es el american way of life, a la manera descarada y elemental, pura y despiadada con que un niño pregunta por el autor de un eructo inopinado en una cena de gala. En este sentido es que el juego de claroscuros, las contradicciones menos visibles de tan patentes (miseria moral y dignidad monetaria, palidez de la pasión y estupor del estupro, músculo y semen demencial frente al orgasmo senil de quien se muere en vida) de un personaje que es, simultáneamente, clon y clown de su país (Charlie Croker, un craker típicamente georgiano: ignorante, déspota, astuto, tramposo, pero leal a su manera, valiente a su arbitrio, héroe de mil batallas en la épica de su intimidad radiografiada), constituyen la columna vertebral del cuerpo de la novela. La aparente facilidad que demuestra el autor para asumir la hibridez del modo como vivimos ahora (para decirlo con Susan Sontag), no parece ser sino el resultado de un tenaz aprendizaje del oficio de escribir como faena culinaria: un licencioso licuado de registros verbales, una ensalada de situaciones ajenas entre sí y sin embargo violentando el mismo espacio en incómoda vecindad; nobles sentimientos demacrados por referencias sicalípticas, gestos suaves -de una mano vencida, de la comisura de los labios- delatando una ingente indignación, gritos tiernos, susurros destemplados. La atmósfera esquizofrenizante de la sociedad norteamericana retratada en lo más íntimo de sus impecables contradicciones: pobres diablos con máscaras amenazantes en el anémico carnaval de la pusilanimidad cotidiana.

Charlie Croker y Roger White al cuadrado son los polos naturales del magnetismo que sostiene la tensión de oposiciones en que se inscribe la novela. Pero a esta moneda formada por el blanco exitoso y el negro bizarro se funde la acuñada por otros dos blancos, Raymond Peepgass y Conrad Hensley (el uno cobarde y blando y arribista, el otro pobre y duro y valeroso si los hay), para formar una suerte de divisa insensata, como no sea la única con la que se puede pagar el precio del desmoronamiento esplendoroso -con todo lo que aparenta de falaz apoteosis- que recorre la mirada oral de este cronista, a quien se atribuye la exitosa etiqueta de ser el alma del ``nuevo periodismo'', curiosa propensión del reporter a cometer un acto abiertamente literario (antes que uno sufridamente noticioso) en su repaso periodístico de la realidad cotidiana, tal como Wolfe se dio a la tarea de hacerlo desde los años sesenta.

Suelen censurarse en el slang de los diarios, precisamente, el descuido de la rapidez y una indolente tolerancia a las fórmulas verbales más gastadas del idioma. Se sabe de poetas y prosistas popoff que huyen de la columna periodística como si temieran caer desde su altura y desvirgarse o traicionar un secreto sagrado: la fidelidad a su palabra. Todo ello es tan genuinamente ingenuo como la cursilería del kitsch. Lo que enriquece la escritura de Tom Wolfe, por cierto, es la mirada panorámica dispuesta a consentir el close up que conviene al cronista, y la sustancia física de las palabras proveniente de quien se bate a duelo con ellas frecuentemente y no las espera a la salida de una ceremonia ritual. Atendiendo a esta segunda indudable virtud es que puede leerse Todo un hombre como una novela oral, una cantata, una sinfonía contrapuntística de voces enhebradas. Hay atisbos, gestos y guiños, numerosas variantes de la visualidad que, como ha sido dicho líneas arriba, vuelven plenamente cinematográfica la historia de Wolfe; pero, sobre todo, hay registros del habla, caracterizaciones fónicas, alusiones directas u oblicuas a la lengua como pulso de las pulsiones y rostro de los caracteres, que sitúan a la novela como una obra con una altísima conciencia del lenguaje, como un rito de la más paciente y placentera y agónica pasión verbal.

Tom Wolfe es un creador de atmósferas preciso, despiadado, sutil, proteico: tras un diálogo inocuo sabe sugerir el pastoso bisbiseo del viento en discordia. Si Chagall pinta el aire entre sus personajes alados y Stockhausen nos invita a escuchar el ruido concreto de las neuronas pensantes, Wolfe es asimismo otro mago de la sinestesia: en su prosa degustamos el aroma sin aristas de las palabras que todos escuchamos pero que nadie se atreve a traducir en público -en una cena de negros o de blancos- por temor de haberlas entendido en su justa dimensión.

El país con dolor en las articulaciones (todo un hombre en busca de sentido: Charlie Croker y su rodilla hecha polvo como alegoría natural del norteamericano exitoso y tenaz pero en quiebra física y financiera) habla de su siglo y de su sangre con un halo de ingenuidad que casi lo vuelve entrañable. Su obcecación, sus prejuicios y la realidad de sus deseos son sin duda los de esa gente con sonrisa dentífrica que aplaude en los estadios cuando alguien se lo indica y, hasta aquí, el retrato impoluto del hombre de tiempo completo (jugaba en su juventud tanto a la ofensiva como a la defensiva en el Tec de Georgia) es el del astuto nato que, como el Artemio Cruz de Carlos Fuentes, sabe con quién se casa y de qué modo se asocia y para quién trabaja y de qué pie cojea la gente que le importa; pero Croker y su pasta sureña son también los únicos que, en la inaugural exposición de los cuadros de Wilson Lapeth -un artista triplemente marginal: negro, pobre y gay-, advierten la farsa del discurso progresista que le quiere vender a la ignorante aristocracia georgiana un catecismo avant garde que nadie entiende pero todos reverencian. Charlie es el único que ve en los cuadros de reos homosexuales en actitudes de lasitud postcoital a los presos taciturnos y con la urna enrojecida que pintó Lapeth. Esta negación al hechizo es humorística pero indudablemente genuina: una forma paradigmática, en todo caso, del realismo paródico que practica Tom Wolfe, siempre dispuesto a burlarse (o a enorgullecerse) del niño que denuncia la grosera desnudez de la carne donde el buen gusto y la moral provinciana y el arquetipo doméstico y el despotismo escasamente ilustrado sólo están educados para reconocer el traje nuevo del emperador.