La Jornada Semanal, 5 de marzo del 2000



Augusto Isla

el estado de las cosas

La espada y la pluma

Augusto Isla escribió unos días después del ataque policiaco a la UNAM este notable ejercicio de crítica política y de independencia de criterio. Destaca su análisis de lo que Habermas llamaba ``legalismo autoritario'' y de la vieja noción democrática de ``desobediencia civil'' que, en 1849, glosó en un famoso discurso el autor estadunidense Thoreau. En otros párrafos de este ensayo nos recuerda la teoría de Rawls ``sobre el derecho de oponerse a la injusticia''. El maestro Isla afirma que ``se parte de la idea de que la acción de una autoridad puede ser legal, pero no necesariamente legítima o, dicho de otro modo, justa''. Creemos que este trabajo provocará adhesiones y discrepancias, y sabemos que constituye una aportación valiosísima al cada día más problemático e imprescindible diálogo entre los universitarios.

Es obvio que la toma de las instalaciones universitarias por la Policía Federal Preventiva y su devolución a las autoridades de la UNAM, no resuelven el conflicto que vive nuestra casa de estudios. Incluso tal vez puedan agravarlo, pues convierten a los paristas que la tenían contra la pared en mártires de una causa santa, por así decirlo.

De hecho, el acontecimiento -doloroso en muchos sentidos- puede ser visto desde dos perspectivas. Desde la que atañe al poder público, es posible poner en duda la oportunidad de su proceder, mas no su legalidad, salvo que creamos en esa simpleza de lo extraterritorial. En esa medida, se inscribe en la lógica del poder y la Razón de Estado. Acaso nos irrite como ciudadanos que teníamos otras expectativas fundadas en un diálogo tan deseable como lejano; pero a pesar de la indignación no nos es dable, por ahora, ir más allá de exigir que el juez -dicho así, en abstracto- resuelva con justicia el embrollo de deslindar las responsabilidades.

A primera vista, los sujetos de los delitos se diluyen en una anonimidad desafiante hasta cierto punto, pues median liderazgos, identidades individuales, nombres con alias -por demás simbólicos- e instigadores de ilegalismos evidentes; pero en todo caso tal dificultad no exime al juez de llevar adelante los procesos. Si se equivoca y viola garantías individuales, proceden recursos para impugnar sus resoluciones: ya una apelación, ya un amparo; si abusa de sus facultades discrecionales y los considera ``socialmente peligrosos'', cabe echar por tierra tan irrisorias consideraciones en las instancias correspondientes.

Desde la perspectiva ciudadana, voces, muchas de ellas respetables, se han alzado para reclamar la libertad inmediata de los detenidos y se han unido, en marchas multitudinarias, a estudiantes, padres de familia y organizaciones, coincidentes con tal exigencia. Me vienen a la mente ciertas palabras: desobediencia civil, resistencia activa, componentes, sin duda, de un Estado democrático de derecho. De Thoreau a Habermas, pasando por Rawls, la literatura sobre el tema ha defendido con vehemencia el derecho de oponerse a la injusticia. Se parte de la idea de que la acción de una autoridad puede ser legal, pero no necesariamente legítima o, dicho de otro modo, justa. Esta discordancia abre un espacio a la rebeldía que se expresa en actos formalmente ilegales, pero moralmente legítimos. La colisión de valores jurídico-políticos y iusfilosóficos pone en escena un conflicto a menudo trágico, como lo sabemos bien desde Sófocles, cuyos personajes Creonte y Antígona, irreconciliables, anudan la tragedia, suicidándose el uno, muriendo enterrada viva la otra.

Pero si el drama de Sófocles nos ofrece tal desenlace es porque la autoridad, haciendo gala de una defensa a ultranza de la polis, incurre en eso que Habermas llama ``legalismo autoritario''. Ciertamente, en un Estado democrático de derecho no tiene por qué desembocarse en un mar de sangre. Ambas partes, conscientes del fenómeno, tienen que ceder algo. En este sentido, no deja de ser ingenua la pregunta acerca de por qué en un momento dado la autoridad reconoció a los paristas como interlocutores e incluso hizo un llamado al diálogo y al entendimiento, y después esgrimió la espada. Cuando el poder político admite tácitamente la desobediencia civil, puede bien abstenerse del ejercicio de su potencial para sancionar, o bien aplazarlo. De hecho, nos guste o no, eso sucedió en el caso del movimiento estudiantil.

El problema de éste reside en que, independientemente de su quebradiza fundamentación moral, su inflexibilidad trajo consigo situaciones que contravienen varias reglas de la desobediencia civil que deben imperar bajo el Estado democrático de derecho. La prolongación indefinida del paro, pese a la derogación del reglamento de cuotas -detonador de la protesta- desestimó un principio de proporcionalidad entre la acción de la autoridad universitaria y la reacción estudiantil. Por otra parte, si nos atenemos a la idea de que la desobediencia es patrimonio de una cultura política madura y que los actos en que se traduce deben ser, como piensa Rawls, ``públicos, no violentos, conscientes y pacíficos'', el movimiento pospuso injusta y autoritariamente expectativas laborales y profesionales de cientos de miles de trabajadores académicos y jóvenes que, en su mayoría, aspiran a concluir sus estudios lo más pronto posible por razones que van desde la precaria economía familiar hasta las urgencias personales. Finalmente, debido a deformaciones ideológicas o a simple ignorancia, los líderes más radicales no parecieron, en ningún momento, dispuestos a asumir las consecuencias jurídicas de sus actos y adoptaron un aire de ángeles soberbios y rabiosos.

A este respecto, me gustaría recordar que Thoreau, autor del famoso discurso Sobre el deber de la desobediencia civil (1849), purgó una condena de cárcel por haberse negado a pagar un impuesto destinado a financiar la guerra de Estados Unidos contra México. Es claro que él sabía las consecuencias de su gesto rebelde. Antes que nada era un ciudadano norteamericano orgulloso de pertenecer a una nación cuyos designios eran la libertad y la justicia. Y justamente por eso afirmaba que ``lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo''.

¿A las fuerzas democráticas del país les falta una cultura de desobediencia civil? Tal vez no deba preocupar que hoy en día, en este mal llamado periodo de transición democrática -que parece reducirse a una competición política equitativa entre las élites- muchos reclamos sociales atraviesen por toda clase de ilegalismos -levantamiento en armas, linchamientos a violadores, asalto a instituciones educativas-, pues después de todo son señales de descomposición de un viejo régimen. Lo que inquieta es que plumas prestigiadas, sin discernir con claridad la justificación moral de la desobediencia civil, alienten lo que han repudiado siempre. Es explicable que grupos políticos inciten a marchas de miles de personas, dada su creencia en la aglomeración callejera como síntoma de popularidad y eficacia; pero que hombres y mujeres del sector intelectual se les unan buscando en una causa -que dilapidó el supremo recurso moral de la desobediencia civil- satisfacciones que no encuentran en ellos mismos, no deja de ser una fatalidad patética. Es posible que algunos lo hagan así porque de otra suerte su silencio los condenaría como cómplices del poder o porque se sienten en la obligación de ubicarse en lo ``políticamente correcto''.

De esta manera, la espada y la pluma son expresiones de los vicios de una sociedad a la deriva. Una por haber oscilado entre una prudencia a todas luces sospechosa y el legalismo más autoritario; la otra porque, aquejada por la cursilería o el pragmatismo o la idealización romántica, es incapaz de razonar la legitimidad moral de sus exigencias. La liberación de la UNAM de sus verdugos -burocracias ambiciosas, paristas necios, jueces delirantes- no está ni en el legalismo autoritario que, triunfante ahora, proclama sin saberlo la impía visión hobbesiana del Estado como monopolio de la violencia, ni en el ilegalismo de igual signo, sino en la regla de la mayoría, no importa que la reconciliación se dé o no en el seno de una comunidad, que es más retórica fantasía que realidad.