La Jornada Semanal, 5 de marzo del 2000


Dupuy parte del primer gramófono de manivela y pabellón y llega hasta los ficheros informáticos por internet, pasando por el tocadiscos, su vida, su muerte... y su renacimiento en manos de los dj's. Nos habla, además, del rito que presidía las orgías del flower power con su rock pesado, los enormes y estruendosos baffles, los toques y el baile tribal. En esas misas neorrománticas, el tocadiscos ocupaba el lugar emblemático por excelencia.

Genios de la alta fidelidad

El tocadiscos, si admitimos por convención colocar bajo esta denominación a todos sus avatares, desde el primer gramófono comercializado por Edison en 1898 hasta el último microcomponente de cd, y hasta la familia de los K7, merece, más que cualquier otra producción humana, el nombre de ``objeto emblemático del siglo''. La radio estuvo ausente en el primer cuarto del siglo xx, y no se puede concebir sin las grabaciones que pone en sus tornamesas; la tv ignoró la primera mitad. El alumbrado eléctrico cayó bien pronto en el olvido y el automóvil, cuya difusión es mucho más lenta, no ha completado su conquista planetaria. Incluso el teléfono es incapaz de rivalizar con el tocadiscos: ¿cuántos teléfonos hay en cualquier barrio bajo, comparados con los aparatos reproductores de música? En el siglo xx la música es un negocio, y un negocio redondo.

El camino secular del tocadiscos está lleno de intentos fallidos, de formatos que mueren al nacer y de golpes maestros. En los años veinte, la amplificación eléctrica de la señal sonora transforma los viejos aparatos de manivela y pabellón. La invención del microsurco a finales de los cuarenta manda al olvido al parsimonioso disco de setenta y ocho revoluciones por minuto, cuya huella se encuentra aún hoy en día en la duración promedio de una canción de variedades: alrededor de tres minutos, es decir, la duración de grabación posible con dicha técnica. Es la época de las marcas nacionales y, en Francia, nombres como Ducretet, Radiola y Teppaz todavía tienen significado para algunos; sobre todo el último, cuyo producto estrella tenía la particularidad de poder transportarse de fiesta en fiesta, encarnando de esta manera una especie de protorrevolución sexual a lo Brigitte Bardot. Como muchas otras, esta marca se iría a pique un poco más tarde, arrastrada por la ola que venía.

A fines de los años cincuenta y a principios de la siguiente década, con la banalización de las grabaciones estereofónicas y la invención del componente de alta fidelidad, el consumo de la música en conserva tiene su época dorada. Antes de esto, las cosas iban demasiado mal y, después, el video acabó con el audio. Es la época en que la técnica se exhibe, orgullosa de sí misma; cada uno de los eslabones del componente (tornamesa, amplificador, bocinas, etcétera) se vuelve autónomo, reivindicando su derecho a existir y a una especie de estética.

Cuando menos como un confort auditivo inédito, lo que aparece con los primeros balbuceos de la alta fidelidad o hi-fi es un tótem social que se manifiesta de muchas maneras. Esta evolución tecno-musical corresponde a una revolución del modo de vida en un sentido trivial: la manera de ocupar las habitaciones de un departamento. En esos años, el comedor (la habitación más espaciosa) amontona su mobiliario y se convierte en el living room, según el término inglés. La televisión es ahí la reina, pero todas las pantallas son más o menos similares. Le corresponde al aparato de alta fidelidad ser el indicador de distinción social.

Alrededor de todo esto se puede hacer un juego: el de las cuatro tribus. Es conveniente empezar por un personaje cuya silueta ya en desuso está desapareciendo: el audiófilo furioso. A menudo, su inversión en material y ciencia electrofónicos es inversamente proporcional a su interés por la música. Hace malabares con las impedancias y las distorsiones, lee la revista Bocinas, manosea los innumerables botones que adornan sus aparatos, se asombra ante los diodos que se encienden y se apagan al ritmo de la música y anhela (en vano) compartir su verdadera pasión: escuchar su componente estereofónico y no la música que reproduce. El ridículo, pero también la evolución tecnológica han acabado con este personaje de época.

Semejante en ciertos aspectos, el melómano discófilo comparte con el anterior una aguda preocupación por las posibilidades del material electrónico, pero se olvida de él una vez efectuada su compra puntillosa. El melómano discófilo dotado de cierta capacidad monetaria es muy snob para elegir marcas de alta fidelidad de prestigio esotérico y de difusión confidencial. A pesar de darle un uso intensivo, el melómano discófilo prefiere olvidarse de la técnica. Se entrega a su colección de discos, que sólo presta a unos cuantos amigos confiables. A pesar del conservadurismo de esta tribu (en la que muchos nostálgicos del acetato e incluso de los amplificadores de bulbos se retraen cuando llega el CD), sus exigencias propiamente musicales han provocado la investigación de los industriales en el sentido de mejorar la reproducción sonora: ese número ínfimo de consumidores era una minoría activa que antes se ignoraba.

Lo contrario es el vagabundo tecno-pop que manifiesta un franco desprecio por la técnica y, al mismo tiempo, un fanatismo por los ritmos binarios. Casi siempre anda sin un centavo. Construye con sus torpes manos unos circuitos con paneles de aglomerado y enormes bocinas de cuarenta centímetros de diámetro. El sonido es horrible, pero tiene decibeles como para reventar los vidrios. Dulces orgías flower-power o noches de rock pesado, en las que los cuerpos derrumbados en una alfombra se agrupan alrededor de baffles del tamaño de un refrigerador mientras circulan los toques, las botellas y las jeringas. Del primer Dylan al último Sex Pistols, el ritual no cambia.

La última tribu, la de los inversionistas sociales, consciente de sus méritos y de sus deberes, convierte a la calidad de su aparato sonoro en el reflejo de su superioridad social. Los miembros de dicha tribu eligen su componente como si eligieran un automóvil: una técnica comprobada, una fabricación seria y una apariencia seductora. En este juego, el ganador es sin duda alguna el fabricante danés Bang y Olufsen, que maneja la línea del diseño escandinavo uniéndola, a un precio elevado, con una calidad sonora respetable. No por nada esta marca comparte algunas campañas publicitarias con la BMW.

La llegada de las grabaciones numéricas en los años ochenta es como un tornado para ese pequeño universo: la calidad aumenta por todos lados, los industriales japoneses y luego los asiáticos en general dan la nota. La explosión de la oferta televisiva ofrece otras maneras de expresión a los gustos y a los disgustos. Muy pronto, el aparato de sonido estéreo resulta estorboso y no tiene ninguna gracia contemplar unas cajas de madera chapeada o de metal opaco. Gracias al disco compacto, la reproducción musical vuelve a ser utilitaria y, con las proezas de la miniaturización, tiende a borrarse del paisaje doméstico. A su modo, el éxito de Bose, una compañía norteamericana virtuosa de la miniaturización, simboliza esta tendencia: Bang y Olufsen fabricaba una calidad que se exhibía; Bose inventa el concepto de la calidad que se esconde. Pero el fenómeno es general y alcanza a todos los fabricantes.

Los elementos, antes separados, se vuelven a pegar en un conjunto compacto y discreto. Más aún, con el home theater y el DVD, la antigua hi-fi se integra al conjunto audiovisual. La cadena estereofónica no es ahora más que un eslabón. Lo cual, sin duda, no haría llorar a Thomas Edison.

Traducción de Gabriela Peyron