La Jornada Semanal, 23 de enero de 2000


Philippou Pierides

el cuento del domingo


El orgullo
del hombre pobre


Pierides es uno de los principales escritores de Chipre. Autor de ensayos sobre temas literarios, relatos y novelas, es un testigo de su tiempo histórico y un fiel narrador de las costumbres y formas de expresión del admirable pueblo chipriota. La sencilla historia de la pequeña Maritsa nos recuerda las servidumbres que han agobiado a Chipre y la enorme dignidad con que su pueblo enfrenta las violencias y vejaciones presentes en muchos momentos de su trágica historia. El abuelo y la nieta, seres humanos pequeños e insignes, protagonizan en el parque una epopeya con muñecas, chocolates, sacrificios y dignidad humana.

En uno de los costados de la plaza en el jardín público, el busto de mármol del Poeta sobre su alto pedestal, contemplaba adormilado y entristecido la larga fila de pequeños pinos polvorientos en la entrada del parque.

Era el atardecer. El sol aún estaba alto, pero bajo sus inclinados rayos, las sombras de los árboles habían empezado a crecer, ofreciendo algún consuelo al sitio, que se marchitaba bajo el calor abrasador, la cegadora luz y el polvo. Las cigarras se empecinaban en convertir el calor en sonidos. A veces y por alguna razón desconocida, permanecían silenciosas. Pero no pasaba mucho tiempo sin que entonaran de nuevo, al mismo tiempo, su ensordecedor himno triunfante.

La pequeña cisterna circular en medio de la plaza estaba seca y su fondo lleno de montículos mohosos resecos.

Alrededor de la plaza las pequeñas bancas esperaban ansiosas, la mitad de ellas en el sol y la otra mitad en una sombra poco refrescante, clara y moteada con brillantes y temblorosas manchas.

Un pequeño viejo se acercó cojeando, apoyándose en su bastón. Se sentó en una de las bancas. Lo seguía una pequeña niña de alrededor de seis años. Ella era delgadita y rubia, y llevaba puesto un desteñido delantal rojo. Su pálido rostro hubiera sido poco notable si no estuviera iluminado, con un refrescante brillo, por unos grandes ojos verdes con tonalidades grises y largas pestañas.

El viejo compartía con la niña ese parecido indefinido que los parientes cercanos tienen algunas veces cuando los separan muchos años. Sus grises ojos semicerrados adquirían una expresión de ternura cuando volteaba a ver a la pequeña. El llevaba pantalones de algodón de confección local y una gruesa camisa de caqui con bolsillos.

La niña se sentó también en la banca, en el otro extremo, cruzó sus brazos sobre su delantal, observando todo a su alrededor y columpiando sus piernas.

Un gorrión voló desde un pino, brincó dos o tres veces como una pelota sobre el suelo, tomó un rápido baño de polvo en la fina tierra tibia y de nuevo alzó el vuelo. Los otros gorriones en el árbol también se alejaron siguiendo al primero.

``Ve a jugar, Maritsa'', le dijo el viejo.

La pequeña se bajó de la banca y se dirigió a la cisterna en donde se asomó, imaginándola llena de agua, pero pronto se fastidió. Luego fue a los columpios para mecerse pero sin entusiasmo, hasta el momento en que observó a un hermoso y colorido grupo que se acercaba entre los pinos: una mujer elegante con una niña pequeña, y siguiéndolas, una joven sirvienta que cargaba una bolsa de hule color verde.

La niña era un poco mayor que Maritsa. Su vestido era azul y llevaba calcetines y zapatillas blancos. Su cara brillaba de limpia y su cabello negro azabache estaba peinado con esmero. Todo revelaba el gran cuidado que rodeaba a esta criatura tan mimada. Ella caminaba con propiedad, empujando un cochecito de muñecas con toldo rojo y accesorios de níquel.

Maritsa dejó de columpiarse y contempló todo como si estuviera hipnotizada.

La señora se dirigió a una banca y se sentó. Dejó que pasara un rato antes de indicar a la joven sirvienta, que estaba de pie, indecisa, que también tomara asiento.

Como una mamá, pronunciando palabras dulces, la pequeña niña arregló la ropa de cama del cochecito. Pero cuando se dio cuenta de la presencia de Maritsa, quien encantada, pero intimidada, se había acercado deteniéndose a cierta distancia, la pequeña mamá tomó más en serio su papel. Tomando a la muñeca en sus brazos y meciéndola, lanzaba miradas de soslayo a la otra niña, que se acercó un poco más.

``Maritsa'', dijo suavemente el viejo.

Maritsa parecía no escuchar.

La elegante señora volteó y observó al viejo como si estuviera midiendo la distancia entre su banca y la de él. Después se volvió a las niñas.

``Lila, juega con la pequeña niña'', le dijo con el tono protector de aquellos que desde su encumbrada posición establecen un ejemplo de indulgencia.

Pero las niñas encontraron su propio camino para acercarse y jugar. Sin embargo, Maritsa desempeñaba el papel de la amiga pobre, como si fuera lo natural, mientras que Lila, encantadora, adoptaba aires de importancia y daba las órdenes. ``Ayúdame a bañar al bebé; llévalo a pasear en el coche; ten cuidado que no se destape y se enferme.''

El viejo observaba y por momentos se sentía más y más disgustado.

``Maritsa'', le dijo de nuevo, esta vez más fuerte.

Maritsa volteó y lo miró implorante, como queriendo decirle: Te escucho, abuelo, pero ¿qué puedo hacer? ¡Es tan hermoso tener a esta maravillosa muñeca en mis brazos y empujar el cochecito!

El viejo inclinó la cabeza como avergonzado por su querida niña.

La elegante señora no le prestó ninguna atención y se dirigió a la sirvienta, que sacó de la bolsa un termo y un paquete envuelto en papel encerado. Abrió el paquete sobre la banca y colocó el recipiente junto a él.

``Ven a comer tu sándwich, Lila'', dijo ella, y añadió con un tono de compasión: ``Lila, también podemos darle a la niñita un sándwich. Acércate, niña.''

Maritsa, que estaba empujando el cochecito, llena de confusión hizo una pausa, decidida a dejarse vencer por esa nueva tentación.

Esto era demasiado para el viejo.

``¡Maritsa!, ¡Ven acá!'', ordenó.

La niña entendió que ahora sí debía obedecer. Abandonó el cochecito y se acercó inclinando la cabeza.

La elegante señora se encogió de hombros.

El viejo, encorvado hasta ese momento, se enderezó, extendió su mano y acarició la cabeza de la pequeña. Ella levantó sus hermosos ojos y, como si entendiera, le sonrió. No tengo ninguna queja, abuelo; no, no tengo de qué quejarme, parecía decir su sonrisa.

``Es hora de irnos, hijita'', dijo el viejo y se puso de pie, apoyándose de nuevo sobre su bastón y, cojeando, como lo había hecho al llegar, se dirigió a la salida, llevando a la niña de la mano.

Abandonaron el parque, cruzaron la avenida principal y se acercaron al sendero que los conducía a su vecindario.

En la esquina había un quiosco. Uno de esos modestos quioscos que uno puede encontrar en las pequeñas aldeas de provincia y que nos hacen preguntarnos por qué están allí y qué esperan en medio de la nada.

El viejo se detuvo en el quiosco, colgó su bastón del brazo izquierdo, metió dos dedos de su mano derecha en el bolsillo de sus pantalones y sacó unas cuantas monedas.

``¿Cómo está, señor Sawa?'', le dijo el dueño desde el interior del quiosco y se estiró para darle un paquete de cigarrillos.

``Hola, Photis'', respondió el anciano. ``No, hoy no quiero cigarrillos.''

Volteó para mirar a la niña y le acarició de nuevo la cabeza.

``Te gustaría una barra de chocolate, Maritsa?''

Una alegre sorpresa brilló en los grandes ojos de la pequeña y asintió con la cabeza en dos ocasiones.

``Dame una barra de chocolate, Photis.''

Pagó, tomó la tablilla envuelta en papel rojo y plata y se la ofreció a la niña. Entonces suspiró tranquilo, como si se hubiera desprendido de algún peso interior.

La pequeña niña estaba feliz.

Traducción de Alfonso Herrera Salcedo T.