La Jornada Semanal, 9 de enero de 2000



R.H. Moreno-Durán

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Constanza Chatterley

A fines de los años veinte, D.H. Lawrence viajó por México. Se hospedó en el Hotel Francés de Guadalajara, situado en la parte de atrás del Palacio de Gobierno (ocupó el cuarto 23, que tiene vista a la calle). Ahí escribió algunos de sus relatos del libro Mornings in Mexico y fabuló los temas de su Serpiente emplumada (El lago de Pátzcuaro es el trasfondo de su ilimitada novela). La esposa de Sir Clifford Chatterley acompañó a D.H. en sus días tapatíos (el guardabosques ya había desaparecido de su historia). Así lo atestigua Moreno-Durán en este retrato de dama con los midlands a su espalda.

A los veintitrés años de edad comprobó, en carne propia, que le había correspondido vivir una época ``esencialmente trágica''. Se llamaba Constanza Stewart Reid y durante su adolescencia recorrió junto con su hermana Hilda los más selectos centros culturales de Europa, estimuladas por un clima espiritual que se negaba a perecer en esos meandros apocalípticos que Karl Kraus, con afortunada pero escalofriante certeza, llamó Los últimos días de la Humanidad. Porque fue precisamente durante ese tiempo cuando la vida cambió radicalmente para esta hermosa mujer, sobre todo después de su matrimonio con Clifford Chatterley.

Un año antes de terminar la Gran Guerra, Constanza disfrutó durante un mes la plenitud pasional de su luna de miel. Pero, pasado ese mes, su marido fue movilizado al frente de Flandes y cuando regresó, medio año más tarde, a finales de 1917, era prácticamente una piltrafa, reducido a una informe masa de carne y hueso destrozada por la metralla enemiga. Poder respirar ya era, en medio de semejante desastre humano, una bendición de Dios. Y así asumió Constanza la postración de su marido, hasta que dos años después los médicos, tras haber remendado de la forma más decorosa posible al herido, lo devolvieron a casa. Pero el héroe había sufrido una capitiis diminutio lamentable, sobre todo frente a los intereses de su joven esposa: con medio cuerpo paralizado, se había despedido hacía rato de su virilidad.

Y aunque al comienzo esto parece no importarle a la enamorada Constanza, al cabo de cierto tiempo la terrible evidencia del estado de su marido entra en conflicto con sus imperativos fisiológicos y su afán de concebir su propia posteridad. A medida que pasan los años, la bella y bien formada Constanza empieza a desmejorar y sus ``grandes ojos asombrados'' reflejan su tristeza, aunque su cuerpo, en especial sus magníficas nalgas, siguen despertando el interés de la parroquia masculina de Wragby Hall, en las brumosas midlands donde los Chatterley tienen sus dominios. Pero todo en la vida tiene su compensación: por la misma época en que Clifford pierde sus atributos genitales, recibe el título de CaballeroÉ

Constanza, educada en el gratin artístico por el lado paterno y en círculos políticos progresistas por el materno, cree al comienzo que, frenada la satisfacción de sus apetencias físicas, la cultura es un magnífico sucedáneo y una particular forma de placer. Pero esta generosa presunción no dura mucho y todo su entorno se altera cuando conoce al nuevo guardabosques, a quien intuye ``como una amenaza repentina venida de alguna parte''. No se explica esa inicial antipatía por el soberbio gañán aunque, con el paso de los días, comprende que en su marasmo cotidiano ha irrumpido con toda su fuerza la naturaleza. No es un nuevo hombre lo que afecta la sensibilidad de Constanza, pues en los días de abstinencia, desnuda frente al espejo que le comunica el deterioro de su cuerpo, recuerda los goces vividos por esa misma carne en sus años de esplendor. Mucho antes de conocer a su marido, ella ya había frecuentado a otros hombres que le habían puesto de presente su capacidad de goce. Y no puede olvidar la complicidad que en este campo le ofreció su hermana: ``En la turbación causada en el fondo de sus cuerpos por el acto físico, sucumbieron al extraño poderío del macho, pero bien pronto reaccionaron; tomaron el acto físico como una simple sensación y guardaron su libertad.'' Los hombres, en cambio, a nombre del agradecimiento les entregaron sus almas.

No estaba Constanza condenada a permanecer demi-vierge y por eso su padre se regocija con la noticia del adulterio. Y ello pese a que nada hay tan impresentable como ese amante, rudo y salvaje, que le habla en patois y que en todo contrasta con el refinamiento aristocrático de la inteligente mujer. Una mujer que, a sus veintisiete años, se descubre ``vieja por negligencia y por sacrificio'', con un cuerpo que comienza a ser pasto del deterioro, a excepción de ``la redondez apacible, adormecida de sus nalgas. Allí había aún cierta esperanza de vida''. Su complacencia roza la salacidad cuando adivina el interés del guardabosques por su trasero. Y como si se tratara de cumplir un desafío entre el fino barniz de la cultura y la fuerza fecunda de la naturaleza, Constanza confirma con frenesí las bondades de su cuerpo, tan ávido como cuando se entregaba a sus amantes alemanes. Pero si Constanza engaña a su marido -a la sazón un prestigioso escritor, que ha multiplicado su fortuna con los libros-, el guardabosques es un hombre engañado por su mujer, una vagabunda que incluso lo abandona y se fuga con un minero. Todo está previsto para un encuentro que va más allá de los coitos jubilosos a los que se entregan en el corazón del bosque, y eso sucede el día en que Constanza descubre que espera un hijo de su amante.

¿Aceptará Sir Clifford Chatterley al vástago de su mujer? ¿Se divorciará de Constanza tras corroborar que ``no tiene fondo la bajeza de las mujeres''? ¿Habrá un lugar en la vida para Lady Chatterley y su guardabosques? Luego de comprobar que no hay mayor placer que el de ``sentir un hombre en la sangre'', Constanza se rebela y apuesta todas sus cartas a su amor, sin aprensión ni mala conciencia, pues ha descubierto que ``generalmente, la conciencia no es más que el miedo a la sociedad o el temor a sí mismo''.