Niño de la Abuela y las serpientes

Relato del pueblo hidatsa, desaparecido de Norteamérica como tantos otros, durante el vasto genocidio que a lo largo del siglo xix forjó una nación. Antes de que hubiera kurdos y albaneses, hubo bastantes apsároke, lakotas y apaches que exterminar para la expansión del poder.

Antes que esta aniquilación fuera total, el fotógrafo y recolector Edward Sheriff Curtis viajó entre los pueblos, los retrató como su dios blanco le dio a entender y recopiló costumbres, relatos, ceremonias, en testimonios que le dieron para 20 volúmenes de El indio norteamericano, en más de un sentido el modelo para Los indios de México de Fernando Benítez.

La mayor parte, y la mejor, de la cosecha de Curtis, fue a caballo entre dos siglos. Este relato de los hidatsa, pueblo de las llanuras, no guerrero sino agricultor, fue dado a conocer en 1908. La traducción al castellano es de Maru Villavicencio para el editor de Palma de Mallorca José J. de Olañeta.

Un día, Niño de la Abuela paseaba por la pradera cuando vio que un ciervo que galopaba caía súbitamente muerto. Su curiosidad le llevó a buscar el motivo, que no era otro que una serpiente que mataba a sus presas desde cierta distancia. El chico la saludó y, cuando ésta le preguntó cuál era su método de caza, él le dio un puntapié al ciervo caído, que se levantó, resucitado, y lo abatió con una flecha. La serpiente, simulando amistad, se llevó al chico a su casa y le dio de comer un bazo de ciervo en el que todas las serpientes habían escondido sus colmillos en secreto. Pero Niño de la Abuela puso la carne sobre las brasas y no sólo quemó el veneno sino que causó fuertes dolores en los dientes de sus enemigas.

``Intercambiaremos historias'', propusieron. ``Buena idea'', contestó. ``Recostad vuestras cabezas sobre este tronco y empezaré yo. Cuando el sol de primavera es cálido, cuando la sangre está cansada y recorremos un largo camino para detenernos en la soleada ladera de una colina, ¿no sentimos ganas de dormir? Cuando llega la lluvia de la primavera y las gotas caen con violencia y golpean la tienda, qué sonido más extraño y cómo nos invita a dormir.'' Algunas serpientes se habían dormido y no le oyeron proseguir: ``Después de una copiosa comida, cuando el viento sopla y la cubierta de la tienda aletea, ¿no sentís sueño, incluso durante el día? Cuando uno se detiene al lado de un arroyo por la noche y la luna sale por el este, y se oye al agua lamer, lamer y lamer la orilla, ¿no os adormecéis?'' Más serpientes dormitaban, pero él siguió: ``Cuando acampáis en el bosque y las ramas se agitan y las hojas crujen, crujen, estáis muy adormecidas''. Sólo unas pocas estaban lo suficientemente despiertas para susurrar: ``Sí'', y concluyó: ``Cuando la brisa suspira y la alta hierba de las praderas se mece, se mece, dormís.''

No hubo respuesta, todas dormían. Sacó su cuchillo y les cortó la cabeza, una a una, pero la última se despertó justo a tiempo y se deslizó en un agujero, lanzando una advertencia: ``No duermas durante el día''. Sin embargo, el chico se tumbó y se quedó dormido. La serpiente reptó hasta él y entró en su cuerpo. Se arrastró por sus intestinos y por la garganta hasta llegar a la cabeza. Allí se quedó hasta que los huesos de Niño de la Abuela se deshicieron, ya que temía mostrarse por miedo a que el encantador reviviese y la destruyese. Cuando los huesos ya estaban secos y descoloridos, salió, pero al instante Niño de la Abuela apareció. Cogió a la serpiente por el cuello y con una piedra le frotó la afilada nariz y se la acható, a fin de que, de esta forma, nunca más pudieran las serpientes introducirse en el cuerpo de las personas.